Os "direitos", que todo o mundo recla e que os governos oferecem a granel, imperam sobre os deveres, essas pesadas cargas do adulto. Texto de Juan M. Blanco preparado para uma palestra TED e publicado por Disidentia:
Me
encanta ver fotos antiguas. Y cuando observo retratos de nuestros
abuelos o bisabuelos y las comparo con las de hoy, percibo una pequeña… o
una gran diferencia. Ellos posaban serios, adustos; pero hoy casi todo
el mundo sale sonriendo, o riendo, haciendo todo tipo de muecas, gracias
o gestos. Y, aunque parezca un detalle insignificante, refleja un
profundo cambio de actitud ante la vida: lo que antaño era propio de
niños y adolescentes se ha convertido en algo común en los adultos.
Decía
Milán Kundera que sería «impensable un busto de Julio Cesar riendo a
carcajadas… pero los presidentes norteamericanos actuales parten hacia
la eternidad ocultos tras el espasmo democrático de la risa. La risa es
un espasmo y en el espasmo el hombre no se gobierna a sí mismo, lo
gobierna algo que no es ni la voluntad ni la razón. Así, hoy, la
ausencia de voluntad y razón, es decir lo infantil, se ha convertido en
el estado ideal del hombre«.
También
advirtió esta transformación el escritor Stefan Zweig cuando describía
la Viena de su juventud, a finales del XIX: «en aquellos tiempos todo
el que quería prosperar tenía que disfrazarse para parecer mayor,
ponerse gafas sin necesitarlo, anular, aunque sólo fuera exteriormente,
su juventud, una condición que confería poca solidez […]. Hoy, por el
contrario, todo el mundo intenta aparentar una edad muy inferior«.
Pero
lo sustancial del mundo actual no es la apariencia, que la gente vista
de forma adolescente o, incluso, recurra a la cirugía para quitarse años
de encima. Lo verdaderamente grave, el cambio fundamental es que hoy
día son los adultos quienes imitan el comportamiento de los jóvenes…
cuando debería ser al revés. Está bien visto, incluso de moda, cultivar a
avanzadas edades cierta inmadurez, campechanía, poca seriedad, tomarse a
broma asuntos importantes o permitirse ciertas licencias con los demás.
Y
esto es así, porque la juventud se ha convertido en icono de culto,
objeto de constante elogio y adulación… como si ser joven tuviera enorme
mérito. Pero es absurdo porque difícilmente puede tener gran mérito
algo que todo el mundo logra, sin esfuerzo, al menos en una etapa de su
vida. Por el contrario, la experiencia que proporciona la edad, la
sabiduría vital, que constituían una valiosa cualidad en aquella lejana
Viena de Zweig, se han convertido hoy en un estorbo, un lastre del que
desprenderse a toda costa: hay que ser joven, o adolescente, a cualquier
edad.
EL IMPERIO DE LOS RASGOS ADOLESCENTES
Vivimos
un proceso de infantilización, que afecta a todas las sociedades
occidentales, eso sí, a algunas más que a otras. La población envejece,
pero ciertos rasgos adolescentes permanecen hasta edades muy avanzadas y
comienzan a prevalecer sobre los maduros. Los impulsos dominan a la
reflexión. Los «derechos», que todo el mundo reclama y que los gobiernos
ofrecen a granel, imperan sobre los deberes, esas pesadas cargas del
adulto. Para conseguir ciertos objetivos, la reivindicación, la protesta
y el pataleo, propios de niños, comienzan a resultar más eficaces que
el esfuerzo y la auto-superación. Y la imagen se antepone a las ideas.
Va
desapareciendo paulatinamente el hábito del pensamiento, de la
reflexión, sustituidos la búsqueda de la satisfacción instantánea. Todo
se simplifica; se leen cada día menos libros, desplazados por cortos
mensajes de texto. No es infrecuente ver a adultos con afición desmedida
a los juegos en la consola o el computador. Y la cultura acaba
convertida en entretenimiento.
Se
fomenta la difusión de miedos inventados o exagerados, más propios de
la imaginación infantil que del raciocinio de un adulto. Nunca fue el
mundo tan seguro como hoy pero jamás vivió la gente tan amedrentada,
percibiendo peligros en cualquier alimento, en cualquier aparato
tecnológico, en cualquier desconocido. Así, arraigan fácilmente las
teorías del Apocalipsis, esas catástrofes que afectarán a la humanidad
en un momento siempre indeterminado: nos abrasaremos, nos quedaremos sin
alimentos, sin fuentes de energía, nos congelaremos o contaminaremos.
EL CREPÚSCULO DE LA RESPONSABILIDAD INDIVIDUAL
El
proceso tiene varias causas pero un denominador común: la merma de la
responsabilidad individual, que se transfiere a otras personas, a la
sociedad o incluso a determinados fenómenos que escapan al control del
sujeto. «Yo nunca tengo la culpa… siempre son otros«.
Un
exagerado paternalismo estatal, la creencia de que el Estado tiene
siempre la capacidad, y el deber, de resolver nuestras dificultades, de
garantizar nuestra felicidad, es una de las explicaciones más
inmediatas. Así, los gobernantes se convertirían en nuestros padres…
cuando no los Reyes Magos. Y nosotros en niños que gritamos, pataleamos,
para que nos concedan nuestros deseos, a los que llamamos «derechos»;
no siempre nos esforzarnos por alcanzar los fines por nuestros propios
medios.
Pero existe otra causa, más profunda y quizá menos conocida, que es el ascenso de la Cultura Terapéutica.
Se ha producido en las últimas décadas un cambio silencioso, paulatino
pero evidente. Antaño, cuando un niño fracasaba en los estudios se decía
que era un vago, un holgazán, que carecía de voluntad o no que servía
para ello. Ahora es distinto: sufre un déficit de atención, una dislexia
o… un trastorno del espectro autista. En definitiva, un trauma, alguna
enfermedad hasta hace poco desconocida pero todas sospechosamente
abundantes.
Y
esto también afecta a los adultos: «si no fracaso es porque tengo
depresión, ansiedad o cualquier otra patología«. Así, hay una liberación
de responsabilidad: no es culpa mía, me rebasa, no puedo hacer nada
porque… es una enfermedad. En cualquier caso, la palabra «voluntad» ha
ido cayendo en desuso.
La
cultura terapéutica considera que los individuos son emocionalmente muy
vulnerables, incapaces de gestionar sus sentimientos por sí mismos.
Infinidad de sucesos, que antes no eran más que tropiezos o
contrariedades comunes en la vida, se han convertido ahora en amenazas
para el equilibrio emocional de las personas. Un simple fracaso,
decepción o rechazo constituirían detonantes de un trauma, de una baja
autoestima, una enfermedad que, al parecer, menoscaba la capacidad de
las personas para conseguir sus objetivos vitales.
Además,
los familiares, las amistades, los conocidos, no serían apoyos
adecuados para ayudar al sujeto: es imprescindible para todo la ayuda de
un experto. Como consecuencia, la ayuda de familiares y amigos ha sido
sustituida hoy, en multitud de casos, por la terapia psicológica.
Esta
corriente duda también que los padres posean las dotes necesarias para
criar y educar correctamente a sus hijos sin asesoramiento profesional…
aun cuando todas las generaciones anteriores lo lograron sin gran
dificultad. Ahora se necesitan escuelas de padres. Así, los abuelos, los
padres esas figuras con experiencia vital, a las que se recurría en
busca de consejo, han desaparecido como referentes, desplazados por
expertos. Y, dado que la infancia y sus traumas determinan el futuro de
cada persona, la familia y la sociedad acaban siendo los responsables de
cualquier comportamiento torcido: nunca el sujeto, que puede permanecer
toda la vida, infantil, eludiendo su responsabilidad, culpando a su
pasado.
Todavía
más, la cultura terapéutica fomentó otro cambio radical: la búsqueda de
la autoestima por todos los medios. En el pasado, la autoestima no se
perseguía: era un subproducto del esfuerzo, el trabajo duro, la
paciencia y el consiguiente logro. No era la autoestima la que conducía
al éxito sino al revés. Pero hoy, equivocadamente, se invirtieron los
términos y se difunde la idea de que una elevada autoestima es el
ingrediente mágico para el éxito. Por ello, mucha gente busca
desesperadamente atajos para alcanzarla…. sin necesidad de esfuerzo, sin
logro previo alguno. ¿Cómo? Siendo auténtico, «siendo tú mismo«,
expresando tus sentimientos… aunque no hayas hecho nada de provecho en
toda tu vida.
Los
padres, creyendo que la autoestima era crucial para el futuro de sus
hijos, hicieron lo imposible para proporcionársela. Les hicieron creer
que eran especiales, les concedieron todos los caprichos e intentaron
evitarles cualquier sufrimiento. Grave error: en lugar de a una sana
autoestima, todo este ambiente condujo al narcisismo,
a individuos que se sobrevaloran, que exageran sus cualidades, que se
creen únicos, especiales, que eluden sus responsabilidades.
Naturalmente, el ascenso de los rasgos narcisistas es otra faceta más de
la infantilización.
Superar
el infantilismo requiere recuperar la responsabilidad de cada uno, la
cultura del esfuerzo, la autonomía para tomar sus decisiones. Ser
consciente de que la autoestima no se busca: se encuentra con el recto
comportamiento y el trabajo bien hecho. Y aceptar que el mundo no es
siempre bello ni bueno, que los tropiezos, el sufrimiento, la tristeza,
los fracasos también forman parte de la experiencia vital. Que no causan
trauma inevitable sino que debemos utilizarlos como enseñanza para
superarnos cada día.
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Estudié
en la London School of Economics, donde obtuve un título de Master en
Economía, que todavía conservo. Llevo muchos años en la Universidad
intentando aprender y enseñar los principios de la Economía a las pocas
personas interesadas en conocerlos. Gracias a muchas lecturas, bastantes
viajes y entrañables personas, he llegado al convencimiento de que no
hay verdadera recompensa sin esfuerzo y de que pocas experiencias
resultan más excitantes que el reto de descubrir lo que se esconde tras
la próxima colina. Nos encontramos en el límite: es momento de mostrar
la gran utilidad que pueden tener las ideas.
Postado há 1 week ago por Orlando Tambosi
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