Em
18 de 1922 morria em Paris, com apenas 51 anos de idade, o diletante
mundano - seriamente doente desde a infância - que revolucionou o
romance contemporâneo. Mauro Armiño para El Cultural:
Son pocos los hechos externos “sonoros” de la vida de Marcel Proust,
nacido en 1871, en Auteuil, a 50 km del centro de París, donde la madre
se había refugiado huyendo de la situación bélica: París había
capitulado ante el ejército prusiano en enero, y en marzo se iniciaba la
insurrección de la Comuna y la posterior y brutal represión; a estos
hechos atribuirá luego Proust su mala constitución y su estado
enfermizo. Tras un parto laborioso y difícil, nació en un estado de
debilidad que hizo temer por su vida; al cabo de dos semanas quedó fuera
de peligro gracias los cuidados de Adrien Proust, su padre, prestigioso
médico especialista internacional en enfermedades infecciosas, como el
cólera.
Por
parte de madre, Jeanne Weil, Proust desciende de dos ricas familias
judías relacionadas con la Bolsa, las finanzas y la abogacía, bien
situadas en la burguesía israelita de París; Jeanne Weil, como su
familia, ha crecido en el seno de una familia culta, que presta atención
sobre todo a la música; varios de sus miembros tocan el piano,
instrumento del que el joven Proust recibirá lecciones de la madre. Esa
cultura musical, pictórica y literaria se puede ver en sus primeros
artículos para revistas escolares o para periódicos o revistas de mayor
calado.
En
esos años infantiles Proust pasa las vacaciones de verano con la
familia paterna en Illiers –ahora Illiers-Combray– en homenaje al primer
libro de A la busca del tiempo perdido*– y con la materna en Auteuil;
de esas dos poblaciones saldrán las primeras páginas de la novela, las
noches en que el niño-Narrador espera infructuosamente el beso de la
madre, de ahí también extraerá figuras como la tía Léonie (Élisabeth
Proust) que, con sus postizos como “vértebras” asustarán a un lector
como André Gide,
que abandonó en esa página la lectura y recomendó al editor su rechazo
del libro. Ahí nace también, en un biscote –en el texto final una
magdalena– empapado en el té, la aparición de la memoria retrospectiva
que recrea un mundo perdido, pero que esa memoria puede recuperar y
recomponer incluso a su manera.
Su
estado enfermizo, sus ataques de asma, le impidieron seguir de forma
continuada los estudios en el liceo Condorcet; son clases particulares y
su madre las que se hacen cargo de su educación. Pero en ese liceo, a
los 17 años, la intensidad de su pasión amorosa se vuelca sobre dos
condiscípulos y amigos, Jacques Bizet y Daniel Halévy, descendientes de
los dos músicos famosos de esos apellidos, que rechazan de manera
rotunda sus insinuaciones. Y al mismo tiempo se enamora platónicamente
de una cortesana de altos vuelos, amante de uno de sus tíos, que servirá
en ciertos aspectos para el personaje de Odette de Crécy.
Casi
al mismo tiempo se inicia su presentación en los salones de la alta
aristocracia, desde la princesa Mathilde, heredera del apellido
Bonaparte, a la condesa Greffulhe, que, deslumbrado por su elegancia,
por sus toilettes, por la teatralidad constante de su presentación en
sociedad, le parecerá la mujer más hermosa que nunca había visto.
Convertirá los artículos periodísticos que les dedique en ecos de
sociedad, en rendida alabanza de ese mundo y de personajes como el poeta
y dandy por excelencia de esa Belle Époque Robert de Montesquiou. En
ese momento, entre sus 18 y 22 años, Proust es un joven frívolo,
seducido por la brillantez de esos ambientes en los que él, como otros
jóvenes artistas, es un mero adorno.
Si
no fue un emboscado a conciencia en ese mundo, lo fue su memoria, que a
lo largo de A la busca del tiempo perdido va a revivir toda la
experiencia interior y exterior de esa etapa. Aunque afirme que “mi
experiencia será la materia de mi libro”, el autor sabe que esa materia
autobiográfica solo puede servir de base a una mirada sobre el mundo
exterior. Y así, desde el primer volumen de la novela, Por la parte de
Swann, esa infancia de Combray está revivida, aunque recompuesta, para
dar autenticidad al relato.
A
finales de la última década del siglo, su primer libro, Los placeres y
los días, había dado cuenta de ese jugueteo existencial, en el que es
notoria la influencia del movimiento simbolista en la escritura. Pero
antes de publicarlo ya ha iniciado lo que se conoce como Jean Santeuil
(póstumo), en el que lucha contra el enfrentamiento del mundo exterior e
interior; y en los carnets que escribe unos diez años más tarde,
prosigue esa búsqueda: lo que conocemos como Contra Sainte-Beuve es la
segunda escaramuza por encontrar un lazo de unión entre los dos mundos:
en esos cuadernos, junto a fragmentos narrativos aparecen “artículos” de
respuesta a la teoría biografista del crítico, Charles-Augustin
Sainte-Beuve (fallecido en 1869), a la que opone la idea del yo
interior, única herramienta para el análisis de una obra.
La
muerte en 1905 de Jeanne Weil, golpe muy cruel para el hijo, supone
cinco años de silencio en los que, a la par de los cuadernos sobre
Sainte Beuve, encuentra por fin la solución narrativa: A la busca del
tiempo perdido será una especie de catedral con diversas capillas que le
permitan ir de lo interior a lo exterior, del retrato de unas clases
sociales cuyo único valor es la apariencia a la visión del mundo y del
análisis detallado de los sentimientos del protagonista, que hace en los
recovecos de su cerebro un análisis de los avances y retrocesos del
amor y los celos en los tres últimos títulos de la novela: La
prisionera, La fugitiva y El tiempo recobrado, los tres póstumos; sin
olvidar el remate definitivo de la más alta aristocracia (el duque de
Guermantes) que termina por unirse a la más vulgar burguesía (Mme.
Verdurin).
Tras
los dos primeros volúmenes, la primera guerra mundial frena la
publicación de la parte más “externa” de la obra: La parte de Guermantes
y Sodoma y Gomorra (1919-1922); el resto habrá de esperar hasta 1927
para ser publicado.
En
las siete “hojas” que forman A la busca del tiempo perdido, Combray
abarca la infancia, la vida familiar, las vacaciones, las visitas, con
la aparición de un personaje importante en la novela, Charles Swann, un
esteta aficionado a Vermeer.
Le sigue A la sombra de las muchachas en flor, donde el Narrador
adolescente tiene su primer contacto con adolescentes del género
femenino que le descubren la pasión amorosa y le introducen en un mundo
artístico.
La
parte de Guermantes supone el descubrimiento de la “ciudad de las
murallas”, de la “inversión”, nombre dado entonces a la homosexualidad,
que continúa en el siguiente volumen, Sodoma y Gomorra; el personaje
clave de Albertine reaparece en La prisionera, con todo su
acompañamiento de amor y celos en el Narrador hasta que la joven muera
en un accidente de caballo (La fugitiva).
Por
último, en El tiempo recobrado, el Narrador, tras años en una casa de
salud, vuelve a París durante la guerra: el mundo de la aristocracia que
conoció en la adolescencia se ha desvencijado; ahora son máscaras cuya
pintura se ha corrido. Sus antiguas amigas le presentan ya a sus hijas y
la idea de escribir su experiencia del pasado, de analizar las
relaciones entre los sucesos y las personas, le decide a escribir A la
busca del tiempo perdido, el que el lector acaba de leer.
El
Narrador llega a la conclusión de que el cumplimiento de la vida es
para él su dedicación a la escritura. Quedan lejos sus Salones y sus
escasas intervenciones en la vida social francesa: su oposición a las
leyes de separación de Iglesia y Estado, sobre todo porque sus amadas
catedrales iban a ser desacralizadas y, por lo tanto perdían lo que para
él eran: el alma de la Francia del pasado; y su intervención en favor
del capitán Dreyfus, condenado por tribunales militares a pesar de estar
demostrado que él no había transmitido información secreta a Alemania.
Es el hecho “público” más relevante de una vida que a partir de 1905 se
había encerrado en una habitación forrada de corcho para escribir la
obra más determinante de la narrativa del siglo XX: A la busca del
tiempo perdido.
¿Pero qué es lo proustiano?
Son
varias las características que pueden calificarse de específicamente
proustianas a partir de A la busca del tiempo perdido. En primer lugar, y
por su orden más conocido, esa recurrencia a la memoria encarnada no
solo en la magdalena, sino también, aunque más alejadas en el libro, en
las baldosas mal encajadas, o en el ruido de los cubiertos de una
vajilla. No se trata de buscar recuerdos en el cerebro: surgen por sí
mismos de un hecho que, a través del tiempo, se repite: la memoria
involuntaria. En segundo lugar, esa mezcla de la experiencia propia del
Narrador y el mundo que lo rodea, que a Proust le costó casi una década
encontrar la manera de encajar narrativamente. Luego, quizá la parte más
personal del autor, que llega a incluir como texto narrativo las cartas
reales que, cuando ya su relación se ha roto, cruzó con Agostinelli, su
chófer y en ocasiones secretario para todo (Albertine, en La prisionera
y La fugitiva): el análisis pormenorizado hasta la médula de los
sentimientos del amor y los celos, que el Narrador persigue, con vueltas
y revueltas, por su cerebro. Y, para terminar, ese concepto de la
escritura como consumación de su existencia.
Mauro
Armiño es traductor del clásico de Proust con el título de A la busca
del tiempo perdido (El Paseo). Así figura en este texto, al igual que
los nuevos títulos dados por él a las partes de la obra. En el resto de
los artículos, nos ceñimos a los títulos habituales para los lectores.
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