Era parte de sua essência, incomodar sem claudicar - função necessária para qualquer sociedade que aspire a ser cada vez menos corrupta, frívola e hipócrita. Enrique Fernández García para o Instituto Independiente:
Ay, amigo, la soledad en que vivimos…! La soledad en que nos han puesto. Porque esa otra gente, la que estorba todo concierto, sabe más que la gente de talento.
Miguel de Unamuno
En
1956, Julián Marías publicó El intelectual y su mundo. Entre otras
reflexiones valiosas, destacó que quienes aspirasen a tener esa
condición debían intentar decir la verdad y, además, justificarla. Ya
entonces, como pasa hoy, vivíamos en tiempos signados por el
irracionalismo. La regla no era detenerse a pensar antes de hablar, sino
precipitarse y lanzar apreciaciones sin rigor. Los intelectuales debían
colocarse frente a este panorama, observando falencias sociales,
cuestionando las falsedades, la hipocresía mayoritaria, el despropósito
de los que asumen funciones gubernamentales: les correspondía hacer uso
público de la razón crítica. No interesaba su impopularidad, puesto que
las adhesiones a una idea nunca garantizaron su acierto. Es más, les
incumbía la reacción contra el conformismo en sus variadas formas.
Sentirse a gusto con todo lo que sucede a su alrededor sería síntoma de
una traición o impostura.
Las
virtudes que distinguieron a Javier Marías como novelista son tan
conocidas cuanto contundentes. Desde Los dominios del lobo hasta Tomás
Nevinson, su ejercicio de la literatura en ese género ha despertado
legítimos elogios. Asimismo, si cabe pensar en sus atributos positivos,
no se debe relegar el deseo de dar a conocer lo hecho por otros autores,
y no sólo como traductor. Tenemos su cruzada del Reino de Redonda,
editorial que ha servido para salvar del olvido a literatos sin destino
propicio. Con todo, lo que ahora me interesa es resaltar su papel de
intelectual. Aludo a su faceta de columnista, pues, cada domingo, desde
2003, en «La zona fantasma», escribía lúcidamente para tocar diversos
asuntos. Sus textos exponían un espíritu disconforme, tal como quería
don Julián, renuente a sumarse al tropel, descontentadizo sin remedio.
Evoquemos algunas de sus observaciones.
En
2019, nuestro autor escribió «Contra la susceptibilidad». Cuestionó que
el mundo estuviese plagado de personas quisquillosas, gente con una
sensibilidad superlativa. El mayor problema no era que tales sujetos se
sintieran afectados por cualquier nimiedad, lo cual ya es negativo, sino
su pretensión de obligarnos a coincidir con ellos. Prácticamente,
tocaba que cualquiera de sus aversiones, pavores o caprichos, aun cuando
resultasen harto absurdos, fuese respaldado sin ninguna reserva. Por
supuesto, no existe un "derecho a sentirse ofendido", como anotaba
Marías. Además, creer que podemos evitar toda molestia del prójimo con
nuestras acciones, incluyendo las artísticas, es ilusorio. La gente es
tan diversa que, por mucho esfuerzo hecho al respecto, nunca faltarán
individuos con miradas todavía más exquisitas. Desde luego, no importan
las probabilidades de ofender con palabras o imágenes; nada justificaría
el silencio por temor a esos excesos del sinsentido.
El
delirio es tal que se ha llegado al punto de pretender condenarnos sin
haber cometido ninguna falta. Ocurre que, como se indica en «Ampliación
infinita del pecado original» (2018), nuestra época nos impone la carga
de generaciones pasadas. De este modo, si uno es blanco, debe sentirse
responsable del esclavismo. En caso de ser europeo, conviene disculparse
por la colonización. Siendo rico, por dar otro ejemplo, queda bajar la
mirada debido a la explotación pretérita del semejante. Mientras tanto,
los que piden nuestra expiación evitan pensar en sus propias
responsabilidades. Porque, al margen de que sus colectividades hayan
sufrido injusticias, ningún pasado sirve para predestinar a nadie. Cada
uno debería ser ponderado por sus méritos e insuficiencias, aunque tal
vez habría que preguntarse si cualquiera puede convertirse en su
juzgador, peor aún cuando éste contribuye a desgraciar nuestra
convivencia. Pasa que, en diferentes sociedades, esos sujetos con deseos
de sancionarnos son funestos cuando llegan tiempos electorales: se
creen superiores, pero votan por patanes.
No
se niega que lo hecho por quienes nos antecedieron en este mundo haya
sido parcialmente sombrío, hasta monstruoso, como sucedió con los campos
de concentración. Sin embargo, plantear que, resumiéndolo, no existe
nada rescatable en otros tiempos es una imbecilidad. Es lo que Javier
Marías enseña cuando escribe «En favor del pasado» (2015). Para un
literato, pongamos por caso, los grandes autores que lo precedieron le
sirven, no digamos como un modelo a seguir, sino para contemplar el
magnífico nivel al cual puede llegar su arte. Esa genialidad, ese
trabajo puesto para forjar una obra maestra merece admiración, y no
desprecio. Alegar que nuestra época es asaz distinta de otras, por lo
cual todo lo expresado antes ha quedado desfasado, refleja una palmaria
necedad. Por cierto, el respeto al pasado tiene que ver también con
evitar caer en las tentaciones de su tergiversación. Acontece que, como
lo señala en «Nos complace esta ficción» (2018), hay quienes se ocupan
de revisar la historia para sustentar invenciones regionalistas,
nacionalistas, religiosas o laicas. Lo peor es que jamás faltan los
crédulos ni, menos aún, la intelectualidad barata y siempre dispuesta a
sustentar cualquier absurdo.
Tras
diez años de su primera columna en El País Semanal, nuestro autor
compuso «Piel de rinoceronte o desdén» (2013). Era un momento adecuado
para evaluar si pensar a contrapelo había valido la pena. Infelizmente,
los trastornos que había advertido, aquel conjunto de tonterías sobre
las cuales tuvo su pluma en ristre, no desaparecían; por lo contrario,
se repetían sin gran demora. Esta suerte de eterno retorno le producía
cierta desazón. Es que, aunque no lo parecía, él criticaba con la
esperanza de que nuestra realidad mejorase. Claro, como pasaba el tiempo
y los males no cesaban, se podía inferir la inutilidad de su oficio. No
obstante, casi una década después de tal autocrítica, él continuaba con
su cruzada. Quizá, en el fondo, había todavía un tenue optimismo, pues
tampoco es que todo haya sido para peor. O, pensándolo más, tal vez haya
seguido con sus embates dominicales porque no podía abstenerse de dejar
constancia del rechazo que le producían tantas miserias y pamplinas.
Era parte de su esencia, incomodar sin claudicar, una función necesaria
para cualquier sociedad que aspire a ser cada vez menos corrupta,
frívola, mojigata o chabacana.
El autor es escritor, filósofo y abogado
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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