Tanto o Estado quanto as empresas obterão benefícios da avalanche que cairá sobre nós. Artigo do professor Miguel Ángel Quintana Paz para The Objective:
Hace
días, en una merendola con amigos madrileños, trataba un servidor de
explicarles en qué consistía la ideología woke cuando fue interrumpido
por Enriqueta (Enriqueta no se llama en realidad Enriqueta, pero uso ese
nombre para preservar la identidad de alguien que en su día cosechó
relevancia en el Partido Popular). «Ah, bueno», adujo Enriqueta, «eso es comunismo».
Sentí
entonces que vivía un momento histórico. Estaba a punto de comunicarle a
Enriqueta un dato histórico fundamental. «Enriqueta: la Guerra fría ha
terminado», respondí.
Finalizó
de hecho hace más de tres décadas. Pero todavía convivimos con personas
que, sea porque fueron educadas, sea porque lucharon en aquel
conflicto, se resisten a abandonar aquellas coordenadas mentales. Unas
coordenadas que se reducen a tener un este y un oeste: a la lucha entre
estatismo, comunismo, marxismo, de un lado, frente a democracia,
capitalismo, liberalismo, en el otro. Todo lo político ansían ubicarlo
ahí.
Durante 45 años ese fue un buen mapa del mundo. Así que es normal que se convirtiera en el mapa interior de muchas mentes.
Para
las mentes «izquierdistas», la culpa de cualquier problema social debía
buscarse sobre todo en «los ricos», seres desalmados que absorbían para
sí solos toda bonanza económica, dejando al resto con apenas
migajillas. Los «ricos» podían ser los empresarios, los acaudalados
herederos, pero también los países prósperos, culpables asimismo de
cualquier desmán en naciones menos afortunadas. Esa era la visión,
digamos, del este.
Para
las mentes más derechosas, empero, la culpa de nuestros males solía
residir en «el Estado». Si algo funcionaba mal, corrían como un rallo
(falta ortográfica intencionada) a diagnosticar cuál era la regulación, o
la subvención, o la decisión política, o el diseño institucional que
propiciaba semejante desmán. La solución también solía ser monótona: más
libertad individual, mercados más libres, menos leyes, menos políticos.
Todas estas hierbas crecían hacia el oeste de aquel mapamundi.
Naturalmente,
también había gente capaz de contemplar la realidad social sin
limitarse a esos dos puntos cardinales. Siempre hubo conservadores,
reaccionarios, anarquistas, utopistas religiosos, distributistas… a los
que esa polaridad este-oeste recién descrita no les cuadraba de todo.
Cualquier brújula posee más de dos puntos cardinales. Pero la mayor
parte del juego intelectual (y también económico o geopolítico) se
lidiaba en las citadas coordinadas. Así que muchos las aceptaron como
las solas posibles.
Mas
hete aquí que nos hallamos, pongamos, en el año 2022. Nadie emplea
todavía un mapa de carreteras editado en los años 80. Pero muchos siguen
aún con la cartografía ideológica vigente en aquella década. Y gran
parte de nuestro debate público lo copa esa vieja discusión aún: si son
los Estados o son los ricos los culpables de nuestros entuertos.
Esa
antigua discusión es difícil de saldar, además, por otro motivo: no es
que ambas partes se equivoquen. Ocurre más bien al contrario: ambas,
hoy, tienen razón. El error consiste en contraponerlas.
En
efecto, si resulta obsoleto seguir confrontando poder estatal y grandes
poderes económicos no es porque uno de los dos bandos haya acaparado al
final toda la responsabilidad, sino por algo más sencillo: porque ambos
se han aliado y la comparten.
Fijémonos en cuatro de los asuntos más candentes de nuestros días: ecologismo, feminismo, pensiones de jubilación,
migraciones. Podríamos citar muchos más, pero bástennos esos cuatro. En
todos ellos se constata la alianza recién descrita; tanto el Estado
como las grandes empresas coinciden en transmitirnos un único mensaje:
ni el uno ni las otras son culpables de los aprietos con que ahí nos
topemos, sino que el culpable, el que no está a la altura, el que debe
modificar su vida (¡a menudo llegan a decirte que tus privilegios!) eres
tú. Sí, sí, tú, no apartes ahora la cara de la pantalla. Esto va
contigo.
El caso de la ecología es el que lo demuestra con números más contantes y sonantes. Hablemos del «cambio climático».
Durante los próximos años está previsto que gastemos 275 billones de
dólares en él, para «descarbonizar» nuestra economía (los datos son de
la consultora McKinsey).
Como ante estas cifras es fácil perderse (y no podemos recurrir a
campos de fútbol para trazar equivalencias), digámoslo de otro modo: se
trata del 7,5% de toda la riqueza de nuestro planeta. Digámoslo también
con cifras de nuestra factura de la luz: el precio de la electricidad
seguirá subiendo vertiginoso, e igual ocurrirá con el acero y el cemento
(entre un 30 y un 45%).
El
informe de McKinsey habla también de que se producirá una riada de
pérdidas de empleo (la cifra barajada es de 185 millones; y no serán
precisamente desempleos de consultores como ellos). Bien es cierto que,
presuntamente, también se crearán otros puestos de trabajo (para
entendernos: ¿desearía usted destruir el suyo de ahora por otro que
dicen que se creará mañana?).
Si
estas cifras le parecen a usted una barbaridad, recuerde que no todos
perderemos con ellas. Hay dos grupos a los que benefician sobremanera.
¿Cuáles serán?
Lo
ha averiguado usted: los dos viejos enemigos, ahora reconciliados.
Tanto los Estados (que se pondrán a recaudar cual locos con la subida de
impuestos «ecológicos») como las grandes empresas (que recibirán el
grueso de las ayudas económicas para «descarbonizar») obtendrán
conspicuos beneficios de esta avalancha que se nos viene. También lo
harán, claro, los ricos que manejan esas enormes corporaciones: mientras
usted deberá pasar más frío en casa (supongo que este invierno ya ha
estado entrenando), ellos seguirán calentando sus mansiones y viajando
de una a otra en avioneta privada. (Por si, tras la pandemia,
usted ha olvidado el verbo, le recuerdo: «viajar» es eso que antes
hacíamos todos a precios razonables, pero que desde ahora solo se podrán
permitir quienes paguen las enormes tasas que nos acecharán).
Pasemos
a otro de los puntos calientes (a diferencia de nuestras gélidas
viviendas) en estos días: el feminismo. De nuevo, si es usted varón, o
una mujer que no comulga con los desatinos que exhiben hoy las
feministas, todos los mensajes que contemple alrededor contarán con una
melodía monótona. Usted es culpable, muy culpable, de un montón de mal.
¿Saca, de nuevo, alguien tajada de definirle a usted como el nuevo
enemigo? Claro que sí: la alianza de Estado subvencionador (20.000
millones ha prometido ya el Gobierno de España)
y grandes subvencionados (la frutería Paqui, que me vende fresas en mi
esquina, no tiene noticia de ir a recibir ni un solo millón de los
citados 20.000).
La
combinación de preocupaciones ambientales y feministas alienta otro de
los movimientos cada vez más evidentes en nuestros días: el
antinatalismo. Traer nuevos humanos al mundo se va viendo cada vez como
más y más sospechoso, incluso una pizca deplorable. No le resulta
provechoso ni al medioambiente ni a las vidas libres, desvinculadas, sin
deberes ni lazos que nos proponen las nuevas feministas.
Ya
existen incluso filósofos, bien publicitados (pienso en David Benatar),
que defienden la tesis de que nacer es un fastidio, una afrenta, para
todos los demás. Lo que en las sociedades sanas llena de alegría a todo
el pueblo, se nos quiere convencer ahora de que es un atentado contra la
Madre Naturaleza y la Mujer Libre. Bueno, y también un poco contra las
grandes empresas, que eso de tener mujeres embarazadas, o conceder
permisos de maternidad, o padecer empleados que tienen niños y ancianos a
los que atender en casa, nunca le salió del todo rentable al gran
capital.
¿Quién
será, de nuevo, el perjudicado de esta tendencia? Lo ha adivinado de
nuevo, estimado lector: usted mismo, sí, al que ya veremos quién le paga
su pensión de jubilación. Si es que esto de pagar pensiones a los
viejos que se agarran a la vida (y a seguir contaminando) sobrevive.
Hágale un favor al planeta y reconsidere su eutanasia; le hará un favor a
las arcas del Estado y, de paso, a las grandes corporaciones, que no
tienen ya mucho que venderle a usted.
Citemos
por último otro epígrafe que rinde prósperas ventajas a los enemigos de
antaño, Estado y millonarios. Citemos las grandes masas de inmigración.
Mover poblaciones de un lugar a otro del planeta sirve al Estado para
paliar un tanto el citado problema de las pensiones (aunque no esté nada
claro que lo haga a largo plazo).
Y desde luego también conviene al capital, al que los inmigrados
permiten recurrir a mano de obra mucho más barata que la connacional.
¿Quién
queda como único enemigo de todo esto? Bingo: usted, estimado lector.
Usted, que acaso sea un protestón que se resiste a cambiar su vida ante
la invasión de su barrio por costumbres extrañas, algunas netamente
delictuosas, otras de baja intensidad pero no menos molestas (y la
prueba de que no resultan agradables está en el escaso número de ricos o
políticos que han elegido residir en ese mismo barrio que usted).
Terminemos.
Usted puede, como mi amiga Enriqueta en la merienda citada al inicio,
seguir creyendo que el mundo es una lucha entre dos gigantes, el Estado y
el capital. Y puede usted apuntarse a uno de los dos bandos en liza.
Así seguirá una inveterada tradición política que se remonta a nada
menos que 1945.
Pero
también puede, por un instante, notar que usted es, en realidad, un
liliputiense. Y que la merienda real que hoy se celebra es la que esos
dos gigantes se están corriendo a cuenta de usted. Si recuerda entonces
la historia entera de Liliput, reconocerá también que sus diminutos
habitantes fueron capaces, unidos, de derrotar a quien les superaba mil
veces en tamaño. Desconocemos si a esa unión de los pequeños se la tildó
de «populista», o «ultraderechista», o «facha» por parte del gigante.
Pero sí sabemos que a ellos bien poco les pudo importar.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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