BLOG ORLANDO TAMBOSI
Ensaio do escritor chileno Mauricio Rojas sobre a maldição peronista que ainda atormenta e atrasa a Argentina, publicado pelo Instituto Independiente:
Pocos
líderes han marcado tanto el destino no solo de un país, sino de toda
una región, como Juan Domingo Perón. Arquetipo del populismo y figura
camaleónica, a su larga sombra se han multiplicado los seguidores más
variopintos: desde Carlos Menem a los esposos Kirchner y Hugo Chávez. Su
trayectoria política es fascinante y, a su vez, ilustrativa del poder
de las ideas autoritarias y colectivistas, así como sobre la atracción y
la destructividad de los caudillos mesiánicos.
Argentina
fue la cuna de este movimiento polifacético y al parecer indestructible
que se llama peronismo y todo indica que durante este año de elecciones
volverá a ser una fuerza decisiva en la vida política del país
trasandino. Por ello es bueno conocer algo de su génesis y de su ADN
político caracterizado por una ambición de poder sin límites.
El discípulo de Mussolini
La
historia del peronismo está ligada indisolublemente al golpe de Estado
de junio de 1943 que destituyó al Presidente Ramón Castillo, quien
naufragó en medio de una total “atonía política”, como diría el
destacado historiador argentino Tulio Halperin Donghi.
Argentina
estaba por entonces dominada por las grandes tensiones y las difíciles
opciones a las que había dado lugar la Segunda Guerra Mundial. El viejo
conflicto comercial con los Estados Unidos –ya ampliamente profundizado
en la década de 1930– había ahora ascendido al nivel de un
enfrentamiento generalizado, con vastas repercusiones para el equilibrio
del poder en Sudamérica entre Argentina y Brasil. Argentina optó por
una provocativa política de neutralidad y no cabían dudas acerca de las
simpatías para con el Eje tanto de una buena parte del público en
general como entre los militares golpistas, ya que la administración de
Castillo adhería, en varios aspectos, a una política probritánica de
facto expresada, entre otras cosas, en la venta a crédito de grandes
cantidades de carne a Gran Bretaña.
Después
de Pearl Harbor y el ingreso de los Estados Unidos en la guerra, la
situación se tornó aún más seria. En la Conferencia Panamericana de Río
de Janeiro, en enero de 1942, la Argentina saboteó los esfuerzos de los
Estados Unidos por crear un frente panamericano concertado contra las
potencias del Eje. El país norteamericano respondió con un bloqueo total
de entregas de armas a Argentina, más sanciones económicas. Mientras
tanto, Brasil surgió como el principal aliado de los Estados Unidos en
la región y recibió un generoso apoyo estadounidense, tanto militar como
económico. En 1942 la Argentina era asediada por rumores de una
inminente invasión brasileña y la intervención directa de los Estados
Unidos en varios puntos estratégicos de la nación.
Tal
era el estado de cosas cuando quedó en claro que Castillo había elegido
como sucesor a Robustiano Patrón Costas, un empresario y político
salteño con fuertes simpatías hacia los Aliados (oficialmente era un
candidato presidencial, pero las elecciones de aquellos tiempos eran, en
regla, ganadas por el candidato del Presidente de turno). Ello
desencadenó la intervención de los militares “neutralistas”, es decir,
predominantemente germanófilos, el 4 de junio de 1943, que después de
tres días instalaron al general Pedro P. Ramírez en el Palacio
Presidencial.
Las
figuras clave del golpe del 4 de junio de 1943 incluían al coronel
Perón y un grupo secreto de oficiales (coroneles y tenientes coroneles
en su mayoría) que se conocerían con el acrónimo de GOU (según se
presume, la sigla de Grupo de Oficiales Unidos). Se trataba de oficiales
favorables al Eje, que simpatizaban no solo con los esfuerzos bélicos
de Alemania e Italia sino también con el modelo social que Hitler y
Mussolini habían introducido en esos países (la España de Franco era
otra fuente de inspiración). Esos oficiales formaban parte de una
tradición de nacionalismo, desprecio hacia la democracia y pro
germanismo enquistada desde ya hacía tiempo en el Ejército Argentino (su
Academia Militar había sido formada por una delegación militar alemana y
aún contaba con profesores alemanes cuando Perón estudió allí, en la
primera mitad de la década de 1910).
Esto
ya se había expresado con claridad en la década de los 20 y en el golpe
del general Uriburu contra el Presidente radical Hipólito Yrigoyen en
1930, en el cual el capitán Perón tuvo una parte muy activa, inaugurando
así su rápida carrera durante la década de 1930. El momento
políticamente decisivo de la vida de Perón fue, sin embargo, el tiempo
que pasó en Italia (en parte como agregado militar), país al que llegó
en junio de 1939 y donde permaneció por un lapso de veinte meses.
Conoció allí de cerca la experiencia fascista en un momento de gran
exaltación, y allí vivió también el estallido de la guerra, el avance
imparable de los ejércitos alemanes y la entrada de Italia en la
contienda, estando presente cuando Mussolini lo anunció desde los
balcones del Palazzo Venezia. La figura del Duce lo impactó
profundamente y no pudo dejar de advertir, como dice Joan Benavent en su
libro Perón. Luz y sombras (1893-1946), que:
“La popularidad de Mussolini se basaba en su difundido origen plebeyo y en un olfato político que lo orientaba a tutelar a las clases bajas […] En materia social, Perón advirtió que los patrones se beneficiaban con el régimen, pero estaban obligados a respetar la intervención del Estado a la hora de zanjar disputas con los asalariados […] (se reforzó así) un régimen ya popular, merced a concesiones asistenciales y garantistas importantes. La ‘Carta del Lavoro’, por ejemplo, aseguraba el límite de ocho horas, la paga mínima y la estabilidad laboral, además del subsidio a la seguridad social y la jubilación. […] Tampoco caben dudas acerca de su encandilamiento con el fenómeno de masas y […] el vínculo irracional de éstas con el jefe supremo, en medio de escenarios cargados de rituales, ceremonias, cánticos, el entusiasmo desbordante de los partidarios y la oratoria encendida como mensaje final del mesías de la nación”.
En
buenas cuentas, Perón había encontrado su futuro: una imagen, un estilo y
un verdadero catálogo de acciones que pondría sistemáticamente en
marcha cuando se le presentó la oportunidad. Pero ello no hace de Perón
un fascista convencido. Perón no era ni nunca sería un ideólogo ni un
creyente en una fe determinada. Su actitud fue siempre profundamente
pragmática y oportunista, tomando ya sea lo uno ya sea lo otro, juntando
fuerzas y voluntades contradictorias, siendo “de derechas” o “de
izquierdas” según la ocasión y en la medida en que le sirviese para su
propósito fundamental: edificar su grandeza personal y la grandeza de la
nación argentina, cosas que en su perspectiva eran perfectamente
coincidentes. Esto hará de su movimiento algo muy distinto de un
movimiento ideológico, algo más cercano a un “cajón de sastre” político
que a un movimiento doctrinario. Por ello mismo, tanto Perón como sus
seguidores mostrarán tal capacidad de adaptación y sobrevivencia. El
peronismo es, si se quiere, un fascismo pasado por el filtro de la
viveza criolla lo que, por supuesto, da un resultado confuso y
polimórfico, en el que solo resaltan nítidamente la voluntad de poder,
el personalismo y la movilización popular clientelista.
Para
lograr el propósito de Perón, se requería de un fuerte liderato que
lograse incorporar a los sectores genuinamente populares, las clases
trabajadoras y “los humildes”, a la nación y a su sistema político. El
camino para ello no era, y esta es una de las grandes lecciones que
Perón aprendió del fascismo europeo, la democracia liberal, sino el
poder magnético e indiscutido del caudillo sobre la masa y la creación
de un movimiento que uniese a la nación mediante su unión con su
“conductor”, como Perón gustaría de llamarse en el futuro.
Este
descubrimiento de la importancia fundamental de asentar la refundación
de la nación en la movilización y organización de la clase obrera y los
sectores populares constituyó la gran innovación de Perón respecto de
los sectores nacionalistas y filofascistas que habían surgido en la
Argentina desde los años 20. Su sesgo aristocratizante fue ahora
reemplazado por un fuerte sesgo plebeyo, enraizado en la historia
familiar misma de Perón, en su bastardía y su mestizaje de “todas las
sangres” que conforman la Argentina, y reforzado radicalmente por la
figura deslumbrante de Eva Perón.
Por
cierto que Perón tomó muchas otras ideas del fascismo italiano, entre
ellas las que se referían a la sociedad corporativa –“la comunidad
organizada”, como la llamaría en el futuro–, basada en la cooperación,
controlada y organizada por el Estado, entre los diferentes grupos e
intereses de la sociedad. Lo mismo sucedió con la idea de un desarrollo
económico orientado hacia la autosuficiencia o autarquía, tan típica de
los totalitarismos del momento. Sin embargo, lo fundamental fue lo que
se refería a los métodos para ganarse a las clases trabajadoras y formar
un movimiento de masas dinamizado por un fuerte culto al líder. Todo el
resto era, y siempre lo sería, secundario.
La conquista de la clase obrera
La
claridad de propósito de Perón a este respecto se hizo ya evidente en
octubre de 1943, cuando al puesto de subsecretario del Ministerio de
Guerra el coronel agregó la dirección del Departamento Nacional del
Trabajo, que rápidamente transformó en la cada vez más poderosa
Secretaría del Trabajo y Bienestar Social. Sin demora comenzó a hacer
contactos con los líderes de los grandes sindicatos e intervino de
manera sistemática en las disputas laborales a favor de los obreros. Ya
en diciembre del mismo año, gracias a la promoción de generosos aumentos
salariales, Perón se había ganado el apoyo del sindicato más importante
de la Argentina, la Unión Ferroviaria, cuyos integrantes lo proclamaron
solemnemente “Primer Trabajador Argentino”.
El
conflicto en escalada con los Estados Unidos –que, tras enterarse de un
secreto intento argentino de comprar armas a Alemania, amenazó con un
boicot comercial total a la Argentina a menos que ésta rompiera
relaciones con la nación germana– llevó, en enero y febrero de 1944, a
una intensa lucha interna entre los militares. En febrero de 1944 el
general Ramírez fue depuesto por los militares germanófilos poco después
de haber anunciado que la Argentina aceptaría el ultimátum de los
Estados Unidos. El Vicepresidente y ministro de Guerra, general Edelmiro
Farrell –superior inmediato de Perón– se hizo cargo de la Presidencia.
Pero fue Perón quien se convirtió en el hombre fuerte del país, con lo
que obtuvo cargos tales como Vicepresidente, ministro de Guerra, titular
de la Secretaría del Trabajo y Bienestar Social y presidente del
Consejo de Planeamiento de Posguerra.
Al
poco tiempo se harían frecuentes las procesiones al estilo fascista con
antorchas en las calles de Buenos Aires y la retórica nacionalista
celebraría nuevos triunfos. Fiel a su origen, la flamante administración
golpista diseñó de inmediato grandes planes para la expansión del
ejército. El número de oficiales y reclutas aumentó de manera drástica, y
la porción del presupuesto nacional destinado a las Fuerzas Armadas
aumentó de 17% en 1943 a 43% dos años después. Aún más trascendental
para el futuro fue la orientación hacia un desarrollo económico
acelerado y cada vez más autárquico que caracterizó al nuevo régimen
militar. Grandes inversiones en infraestructura, industrias básicas y
extracción de materias primas (principalmente minerales y petróleo)
fueron acompañadas por importantes incentivos y una renovada protección
aduanera para la industria local existente. Las barreras arancelarias a
los artículos industriales de consumo aumentaron más que nunca y,
además, se introdujeron cuotas de importación restrictivas. Al mismo
tiempo, se creó el Banco Industrial para facilitar la financiación de la
expansión industrial.
Durante
estos años Perón pudo dedicarse de manera más intensa a ganarse el
favor de la clase obrera. Empleó una hábil combinación de premio y
castigo: los líderes sindicales dóciles podían confiar en el fuerte
apoyo del papel conciliatorio del Estado –la Secretaría del Trabajo,
cuyas propuestas de conciliación eran obligatorias, solo negociaba con
los sindicatos que reconocía–, mientras que los líderes que no estaban
dispuestos a someterse al nuevo trato de Perón serían combatidos por
todos los medios que se hallaban a su alcance. Ello benefició a la
agrupación sindical más complaciente, la Confederación General del
Trabajo (CGT), que pronto desplazaría del camino a otras organizaciones
más independientes. Hacia 1945 la cantidad de sindicatos afiliados a la
CGT sumaba casi el triple que en 1941. Así fue como se creó el
peronismo, la futura fuerza política decisiva del país.
Además,
Perón impulsó un diluvio de decretos que implicaban grandes beneficios
para los trabajadores, en forma de aumentos salariales, vacaciones,
pensiones, seguro de riesgo de trabajo y medidas semejantes. Todo esto,
por supuesto, inspiró una oposición generalizada a Perón entre los
empleadores y otros círculos conservadores: la Unión Industrial
Argentina se distanció de él ya hacia fines de 1944, cuando se publicó
un decreto que obligaba a los empleadores a pagar un salario extra o
aguinaldo a fin de año.
Camino al poder
El
final de la guerra, las esperanzas de tiempos mejores y la expectativa
de salir triunfantes gracias al apoyo proveniente del Gobierno, llevaron
a un sensible aumento de las disputas laborales, que en 1945 se habían
multiplicado –en términos de días de trabajo perdidos en huelgas– más de
doce veces en relación con 1944. La tensión comenzó a aumentar en junio
de 1945, cuando la oposición al régimen militar –que se autodenominaba
las Fuerzas Vivas– se movilizó contra la política de Perón, al tiempo
que los sindicatos se movilizaron en su defensa. El embajador
estadounidense, Spruille Braden, también tomó parte en el pleito contra
Perón y el Gobierno que ejercía el poder. Se organizaron importantes
manifestaciones contra el Gobierno el 9 de septiembre y el 24 del mismo
mes tuvo lugar el primer intento de golpe contra los militares
gobernantes. La guerra civil se sentía en el aire y el general Farrell
empezó a darse cuenta de que la hora de la derrota estaba cerca. Al
intensificarse la presión, Perón, el controvertido Vicepresidente, fue
obligado a renunciar el 9 de octubre y el 12 del mismo mes fue
arrestado.
Muchos
creyeron entonces que la partida había terminado en lo que se refería a
Perón, pero los que así pensaron no habían entendido nada de lo que
había acontecido durante los dos años anteriores. El coronel no era ya
simplemente un oficial del ejército, sino además el principal líder de
los obreros de la Argentina: había nacido el peronismo.Los líderes
sindicales –en especial Cipriano Reyes, que encabezaba a los obreros de
la industria de la carne– y jóvenes oficiales leales a Perón comenzaron,
con cierta ayuda de Eva Duarte (Perón la había conocido en enero de
1944 y se casaría con ella al poco tiempo), a movilizar la resistencia.
El momento de la verdad llegó el 17 de octubre. Gran parte de la
población obrera de Buenos Aires se volcó a las calles en masa, llenando
la Plaza de Mayo frente a la Casa de Gobierno y exigiendo la liberación
de Perón.
Algo
del espíritu de este día crucial en la historia de la Argentina puede
captarse con la ayuda de algunos párrafos de la biografía de Perón
escrita por Joseph Page:
“Los acontecimientos se iniciaron por la mañana temprano en los sucios suburbios que unen La Plata y Buenos Aires. En Berisso y Ensenada, los seguidores de Cipriano Reyes se pusieron nuevamente en marcha, cantando: “Queremos a Perón”, con sus mujeres y niños marchando junto a ellos. En Avellaneda y Lanús, más cerca de Buenos Aires, los trabajadores metalúrgicos también salieron a las calles. Fábricas y talleres cerraron o no abrieron. Los ferroviarios declararon la huelga y cortaron el tránsito en las vías de entrada y salida de la Capital Federal […]. En el centro de Buenos Aires, porteños bien vestidos parados en las aceras contemplaban sorprendidos la invasión. Obreros de pelo negro y piel morena, de mamelucos u otro tipo de vestimenta de trabajo […]. Llevaban banderas y carteles improvisados, algunos con la foto de Perón pegada. Cantaban canciones populares con nuevas letras compuestas para la ocasión. Cantaban para su coronel. Y, a pesar de que era un día de primavera caluroso y muy húmedo y hacia el mediodía cayeron algunos goterones desde el cielo nublado, siguieron llegando”.
El
general Farrell aprovechó la oportunidad para retomar el control de la
situación. Perón fue instantáneamente liberado y así pudo, triunfante,
desde el balcón de la Casa Rosada, dirigirse a la jubilosa multitud,
estimada en unas 300 mil personas, reunida en la Plaza de Mayo. Fue la
victoria de los pobres de la Argentina, de los “descamisados” y los
“cabecitas negras”, que ahora se habían convertido en una fuerza que
debía tenerse en cuenta en la historia del país. Fue también el inicio
de un ritual que en los años venideros se repetiría hasta la saciedad:
la gran misa peronista, el encuentro plebiscitario entre el conductor y
los suyos, ese extraño diálogo multitudinario que se inició aquella
noche del 17 de octubre y que Alicia Dujovne describe así en su
biografía de Eva Perón:
“A las once de la noche apareció en el balcón de la Casa Rosada. Lo recibió un aullido de pasión […]. Por fin, después de una eternidad se le oye decir: ‘¡Trabajadores!’ La multitud aúlla. Intenta continuar pero la multitud lo interrumpe. ‘¿Dónde estuvo?’ Él no desea contestar, la multitud insiste: ‘¿Dónde estuvo? ¿Adónde lo llevaron?’ Vuelve a eludir el tema y habla del pueblo. La multitud exclama como un eco: ‘Sí, el pueblo está aquí, el pueblo somos nosotros’. No es que la multitud no quiera escucharlo. Todo lo ha hecho para llegar a este momento […]. Y ahora puede hablar, dialogar con Perón, su padre, su hijo, su enamorado, todo a la vez. Lo que importa es el diálogo, y es ésa la originalidad del ritual que están inaugurando”.
Unos
días después, Farrell anunció que en febrero de 1946 se realizaría una
elección presidencial. Perón era el candidato obvio en una contienda
que, gracias a las interferencias del embajador estadounidense, podía
presentarse como una votación entre los Estados Unidos y la Argentina.
Como lo dijese Perón en el discurso de lanzamiento de su candidatura del
12 de febrero de 1946:
“En consecuencia, sepan quienes voten el 24 por la fórmula del contubernio oligárquico-comunista, que con ese acto entregan, sencillamente, su voto al señor Braden. La disyuntiva, en esta hora trascendental, es ésta: o Braden o Perón. Por eso, glosando la inmortal frase de Roque Sáenz Peña, digo: sepa el pueblo votar”.
El
resultado fue inequívoco: con el 54% de los votos Perón –en una
elección sin fraude– derrotó al candidato de toda la oposición unida. La
Argentina estaba en los brazos del coronel.
En el poder
El
gobierno de Perón se caracterizó por varios intentos de construir una
sociedad corporativa de rasgos fascistas. El control sobre los
sindicatos, vital en esta cuestión, se llevó a cabo con esa mezcla de
recompensas y castigos que Perón ya había utilizado con tanta habilidad
en ocasiones anteriores. Los líderes obstinados fueron duramente
perseguidos, mientras que aquellos que supieron acomodarse fueron
generosamente recompensados haciendo pasar por sus manos importantes
mecanismos redistributivos de una manera característica de los sistemas
clientelistas.
Eva
Perón desempeñó un papel clave en este asunto, controlando de hecho a
la poderosa CGT. Este fue un proceso paralelo a la formación de un nuevo
partido político (conocido, desde diciembre de 1947 en adelante, como
Partido Peronista), que se distinguió por sobre todas las cosas por su
lealtad hacia Perón –que ahora era llamado “el líder” o “el conductor”,
como él prefería que lo llamaran– y Evita (más tarde elevada por el
Senado argentino a la “dignidad” tan reveladora de “Jefa Espiritual de
la Nación”).
Esto
se alcanzó, también, por medio de una purga sistemática de los
adherentes menos obedientes, así como por un creciente y cada vez más
grotesco culto a la personalidad y una estricta verticalidad en el
mando, que alcanzó su punto culminante al dársele a Perón, mediante el
artículo 16 del Estatuto Orgánico del Partido Peronista, plenos poderes
para cambiar las políticas del partido y reemplazar a sus líderes a su
antojo, replicando así el principio nazi de la autoridad absoluta del
conductor o Führer, el famoso Führerprinzip. La sumisión absoluta al
líder fue bien resumida por el presidente del Partido Peronista,
contralmirante Alberto Teissaire, en noviembre de 1954: “Ningún
peronista entra a analizar las situaciones: basta que el general Perón
quiera una cosa, para que todos estemos dispuestos a cumplirla”.
Al
mismo tiempo, se puso en movimiento la peronización del Estado, las
universidades y los medios de comunicación. Miles de profesores
universitarios fueron despedidos, la corte suprema perdió su autonomía y
políticos prominentes de la oposición, como Ricardo Balbín, líder del
Partido Radical, fueron encarcelados. Las grandes victorias electorales
de 1948 y 1951 –cuando Perón resultó reelecto con el 64% de los votos en
la primera elección con sufragio femenino– redujeron la presencia
institucional de la oposición política a un nivel casi nulo. En 1949 se
adoptó una nueva Constitución y la doctrina social de Perón (el
justicialismo) se convirtió en la base ideológica de la nación. El
Estado argentino se proclamaba así como un “Estado ideológico” o, para
usar el concepto de los teóricos del nazismo, un “Estado de una visión
del mundo” (Weltanschauungsstaat).
A
comienzos de la década de 1950, Perón intensificó sus esfuerzos por
expandir el corporativismo estatal y establecer definitivamente “la
comunidad organizada” mediante el ordenamiento de otros sectores de la
sociedad, además de los trabajadores, en asociaciones controladas por el
Estado. Ya se había formado una organización de este tipo para los
empleadores en 1951 y más adelante se crearon otras similares para los
empleados del sector público, los estudiantes universitarios, los
profesionales autónomos e incluso para los estudiantes de la escuela
secundaria. Sin embargo, tales organizaciones nunca lograron la
presencia social ni la fuerza del movimiento sindical peronista. Sin
duda que en esta deriva autoritaria y corporativista se puede ver, como
escribe Halperin Donghi, “la construcción de un aparato político que al
alcanzar su madurez hubiera debido repetir con notable fidelidad las
grandes líneas de los totalitarismos europeos”. Afortunadamente, esto no
llegó a pasar.
De
modo paralelo a la “peronización” del Estado y al creciente
corporativismo de su estructura, aumentaron tanto el poder y la amplitud
de sus funciones como su personal. Según los datos de la CEPAL, el
gasto público consolidado creció vertiginosamente en 1947-48, pasando
del 25% del PIB en 1946 al 42% en 1948. El déficit público creció
también de manera exponencial: del 6,4% del PIB en 1946 al 17,9% en
1948. El país se volvió cada vez más regulado y el control del aparato
estatal más los sindicatos, que controlaban buena parte del sistema de
seguridad social (conocido como “obras sociales”), generó grandes
oportunidades de empleo y el acceso a otras prebendas para los
adherentes a Perón.
De
esta forma, el Estado –que comprendía tanto la administración nacional
como las provinciales y las empresas públicas– se convirtió en el agente
más importante de la economía nacional, fácilmente explotable por
individuos ávidos por hacer carrera y gozar de privilegios. De acuerdo a
los datos de Carlos Díaz Alejandro en sus notables Ensayos sobre la
historia económica de la República Argentina, hacia 1954 el número de
empleados del sector público llegaba a 725 mil, en comparación con un
promedio de 370 mil entre 1940 y 1944. Esto impulsó un desarrollo que
acentuaría dos de los problemas más severos de la Argentina: la
creciente corrupción política y la lucha por los privilegios.
Evita
El
caudillismo populista y clientelista se manifestó no solo dentro del
radio de acción Estado y los sindicatos, sino que tuvo una de sus
expresiones más peculiares en el accionar de ese “cometa desbordado por
la energía y el resentimiento”, como el escritor argentino Marcos
Aguinis ha llamado a Eva Perón.
A
través de la fundación que llevaba su nombre puso en acción su
incansable voluntad de ayudar a “los humildes”, a su manera eso sí:
personalista y errática, y siempre al servicio de su causa, es decir,
del engrandecimiento de la figura de Perón y, de paso, de la suya
propia: “Cada regalo venía acompañado por emblemas partidarios y la foto
de la pareja gobernante. No lo daba el Estado ni el Gobierno: lo daban
Perón y Evita”, comenta Aguinis en El atroz encanto de ser argentinos.
Esta
fue la versión caudillista del Estado benefactor, acompañada del
infinito amor de la joven “Dama de la Esperanza”, lo que lo hacía
cercano y entrañable, como deben ser los caudillos para recabar la
devoción total de los suyos.
Los
rasgos del accionar de la Fundación Eva Perón resumen mucho de la
esencia doble del fenómeno peronista, con su progresismo arcaico, su
modernismo primitivo y su caudillismo adecuado a la nueva sociedad de
masas. Así lo resume Halperin Donghi en La democracia de masas (tomo 7
de la Historia Argentina):
“En la Fundación iban a coexistir, de manera característica en la Argentina peronista, una arbitrariedad de sabor arcaico, que dejaba caer las gracias desde lo alto a una multitud edificada y agradecida, y tendencias a la modernización […]: junto con mucha obra inútil y mucho derroche suntuoso, que llevó a la Fundación a parecer en algún momento el instrumento de una forma colectiva y algo delirante de consumo conspicuo, a esta vasta obra social se deben algunos hospitales de organización inesperadamente eficiente, y las primeras tentativas de introducir entre los problemas dignos de atención pública el de la difícil adaptación de los inmigrantes internos al nuevo entorno urbano. Arcaísmo y modernidad eran puestos –y muy abiertamente– al servicio de una finalidad política; la Fundación era el lazo de unión entre el gobierno y esos sectores genéricamente populares que el peronismo llamó los humildes”.
En
el financiamiento de la Fundación coexistieron las donaciones públicas y
privadas, con algunos casos claros de compra de favores e incluso de
extorsión política. Sin embargo, tal como dice Martín Stawski en su
estudio sobre la Fundación, se puede constatar que “las obras realizadas
fueron financiadas casi en su totalidad por aportes obreros”. En todo
caso, lo decisivo y característico de esta institución tan influyente y
poderosa era el poder omnímodo, así como el uso absolutamente
discrecional de los medios de la Fundación por parte de Eva Perón. Así,
el artículo 7 de sus estatutos establecía lo siguiente:
“La administración corresponde única y exclusivamente a su fundadora, Doña María Eva Duarte de Perón, quien la ejercerá con carácter vitalicio y gozará de las más amplias atribuciones que las leyes y el Estado conceden a las personas jurídicas. […] la fundadora podrá, cuando estime conveniente y a solo arbitrio, designar Consejos, delegaciones y mandatarios generales y especiales”.
Este
poder omnímodo de Eva Perón no era, en realidad, más que una
reproducción de la situación de todo un país sometido a una sola
voluntad: la de Perón.
La caída
Desde
1952 en adelante los opositores de siempre comenzaron a juntar fuerza y
a ellos se unieron nuevos y aún más poderosos opositores, en particular
en el seno de la iglesia católica y crecientes sectores del ejército.
El estilo de gobierno autoritario y cada vez más caprichoso de Perón no
podía dejar de provocar a gran cantidad de personas. Sumado a ello, Eva
Perón murió de cáncer en 1952, a los 33 años de edad.Con ella Perón
perdió un valioso apoyo personal y a una agitadora popular de primera
clase. En 1953 irrumpió la violencia y tanto las sedes de los partidos
de la oposición como el venerable Jockey Club fueron devastados. En 1954
el país se vio sacudido por una súbita ola de huelgas y a mediados de
1955 se hallaba al borde de la guerra civil.
En
el invierno de 1955 se multiplicaron las manifestaciones callejeras a
favor y en contra de Perón, y los choques violentos se hicieron cada vez
más comunes. El 11 de junio, cientos de miles de opositores a Perón se
reunieron en la fiesta del Corpus Christi para realizar una marcha
silenciosa bajo la bandera papal. Unos días después, una gran multitud
de seguidores de Perón realizó una contramanifestación que terminó con
centenares de personas muertas al ser bombardeada la muchedumbre por
aviones de la Fuerza Aérea. A continuación, los peronistas lanzaron
violentos ataques contra sus opositores, en el transcurso de los cuales
se incendiaron muchas iglesias.
Tras
una sucesión de incidentes de violencia, el 31 de agosto –el mismo día
en que se reintrodujo el estado de emergencia– Perón pronunció el
discurso más agresivo y fatídico de su vida, llamando a sus adherentes a
tomar la ley en sus propias manos y prometiendo que morirían cinco
opositores por cada peronista asesinado:
“Por eso, yo contesto a esta presencia popular con las mismas palabras del 45: a la violencia le hemos de contestar con una violencia mayor. Con nuestra tolerancia exagerada nos hemos ganado el derecho de reprimirlos violentamente. Y desde ya, establecemos como una conducta permanente para nuestro movimiento: aquel que en cualquier lugar intente alterar el orden en contra de las autoridades constituidas, o en contra de la ley o de la Constitución, puede ser muerto por cualquier argentino. Esta conducta que ha de seguir todo peronista no solamente va dirigida contra los que ejecutan, sino también contra los que conspiren o inciten. […] La consigna para todo peronista, esté aislado o dentro de una organización, es contestar a una acción violenta con otra más violenta. Y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos. […] Que cada uno de ustedes recuerde que ahora la palabra es la lucha, se la vamos a hacer en todas partes y en todo lugar. Y también que sepan que esta lucha que iniciamos no ha de terminar hasta que no los hayamos aniquilado y aplastado”.
A
partir de esta convocatoria fatal a la guerra civil, los opositores a
Perón dentro de las Fuerzas Armadas no tardaron en urdir un
levantamiento que, tras la amenaza de la Fuerza Aérea de bombardear la
Casa Rosada, provocó su renuncia el 19 de septiembre de 1955. Perón se
refugió a bordo de un barco de guerra paraguayo y quince días después
voló a Asunción, la capital de Paraguay, donde comenzó un largo exilio
que lo llevaría a residir en su admirada España de Franco entre enero de
1960 y su retorno definitivo a Argentina el 20 de junio de 1973.
Perón falleció el 1 de julio de 1974, pero el peronismo lo sobreviviría hasta nuestros días.
Texto basado en el libro del autor Argentina: Breve historia de un largo fracaso (Editorial Temas: Buenos Aires 2012).

Nenhum comentário:
Postar um comentário