BLOG ORLANDO TAMBOSI
Artigo de Fernando Bermejo Rubio para o El País destaca o esquecimento dos que foram crucificados junto com Jesus de Nazaré:
Hay algo intelectual y éticamente inquietante en la celebración de la Semana Santa.
Los cristianos comienzan conmemorando la pasión y muerte en cruz de
Jesús de Nazaret bajo las órdenes de un prefecto romano. Más allá de la
inercia de la liturgia y de la costumbre, sin duda, es posible discernir
la respetabilidad de reivindicar a una víctima de tan bárbaro suplicio.
Lo preocupante es el hecho de que no sean recordadas las crucifixiones
de esos otros que padecieron también bajo Poncio Pilato.
En efecto, los propios evangelios canónicos indican que, junto al
galileo, hubo dos ejecutados más: en el Gólgota tuvo lugar una
crucifixión colectiva. Por alguna razón, empero, el afán de recordación
resulta aquí llamativamente selectivo, pues no se extiende a esos otros
desdichados.
Merece
la pena caer en la cuenta de lo que tal olvido denota: no hay razón
alguna para suponer que esos hombres no fueran también maltratados antes
de ser conducidos al patíbulo, o que el tormento de sus cruces fuese menos cruento y doloroso que el de Jesús.
No obstante, convertidos en sombras insignificantes —vulgares
“ladrones”—, han sido reducidos a detalles secundarios y negligibles de
ese trágico escenario en el que agoniza el Hijo de Dios. Que una
tradición religiosa que presume de tener como uno de sus más altos
valores el amor al prójimo permanezca tan desmemoriada respecto al
sufrimiento de los otros ajusticiados debería, a cualquier conciencia
reflexiva, dar mucho que pensar.
El destino de esos crucificados,
víctimas también de damnatio memoriae, a nadie parece importar un
ardite. A nadie, salvo a algunos historiadores inquisitivos, que no han
dejado de preguntarse por su identidad. Pero ¿es posible averiguar algo
sobre individuos acerca de los cuales los textos son tan parcos? La
búsqueda parecería inútil, si no fuese porque a menudo la verdad se
agazapa en los detalles. El evangelista presumiblemente más antiguo,
conocido como Marcos, los denomina lestai —un sustantivo que retoma
Mateo y que, a diferencia de lo que suele creerse, no significa
“ladrones”—. El término designa a “bandidos” o “bandoleros”, pero es el
mismo que usan por doquier el cronista judío Flavio Josefo
y los autores romanos que escriben en griego para referirse, de forma
despectiva, a los insurgentes que se oponían a la dominación imperial.
Esto, además del hecho de que, según las fuentes disponibles, en la
Palestina sometida a Roma la pena de crucifixión se aplicase casi en
exclusiva a los rebeldes políticos y a sus secuaces, permite inferir que
los crucificados junto a Jesús no fueron simples “ladrones”, sino
patriotas, insurrectos, luchadores por la libertad de su nación.
A
esta luz, la escena del Gólgota deja de ser un episodio flagrantemente
absurdo (¿por qué dos simples ladrones y un predicador inocuo habrían
sido crucificados, y a la par?) para cobrar todo su sentido. Recordemos
el título de la cruz de Jesús: “Rey de los judíos”. Que esa designación
no fue una acusación maliciosa lo prueban no pocos pasajes evangélicos
en los cuales el elocuente protagonista enarbola una pretensión regia.
Ahora bien, tal aspiración representaba, en el Imperio Romano,
un inequívoco crimen de lesa majestad por cuanto entrañaba un
llamamiento a la subversión y a la independencia. Se puede empezar
entonces a vislumbrar la relación que hubo de existir entre los tres
crucificados, así como a comprender por qué Pilato mandó ejecutarlos
juntos del mismo modo, al mismo tiempo y en el mismo lugar: todos ellos
se habían mostrado, de una manera u otra, enemigos de Roma.
Lo
anterior es solo uno de los numerosos indicios que, a más tardar desde
el siglo XVI, han llevado a estudiosos de muy diversas procedencias
ideológicas a concluir que ese visionario apocalíptico que fue Jesús
debió de estar implicado en algún tipo de resistencia antirromana: sus
estereotipos y su actitud despectiva hacia los no judíos (a los que en
alguna ocasión llama “perros”), su elección de doce discípulos como
símbolo de las doce tribus y del anhelo de reconstitución del pueblo
judío, su promesa a esos doce de que gobernarían sobre Israel, los
vestigios de la profunda hostilidad entre Jesús y el prorromano Herodes
Antipas, su pretensión de ser el rey mesiánico, la (plausible) acusación
de que se opuso al pago del tributo al Imperio, la orden a sus
discípulos de adquirir espadas y la presencia de tales armas en manos de
aquellos, así como ciertos rastros de comportamientos violentos… son
solo algunos de los abundantes elementos textuales proporcionados por
los escritos neotestamentarios que, de forma convergente, apuntan hacia una fisonomía muy distinta a la del manso ser que los teólogos y sus adláteres se han esforzado en construir.
A
diferencia de la mirada del adorador, que aísla y singulariza su objeto
de veneración, postulándolo como único e incomparable hasta el punto de
tornarlo en un enigma; la del historiador hace justamente lo contrario:
reinserta al personaje en su contexto, lo relaciona con otros —en
virtud de la verdad elemental de que ningún ser humano es una isla— y lo
somete al escalpelo del análisis y de la analogía, volviéndolo así
comprensible. Tal implacable rigor ha sido aplicado al judío
Jesús/Yeshua, hijo de José, cuya vida y cuya muerte adquieren de ese
modo pleno sentido en la Palestina, sometida al yugo romano, del siglo I
de la era común.
La
medida en que una aproximación estrictamente histórica resulta
iluminadora es visible en el hecho de que incluso la creencia en la
resurrección del galileo, celebrada el Domingo de Gloria, puede ser
entendida cuando uno se toma la molestia de documentarse y de razonar lo
bastante. El proceso de magnificación de Jesús y de su conversión en
Dios fue desde luego complejo, pero su génesis y su desarrollo se
explican no solo en función de las intensas necesidades psicológicas de
sus, al principio, defraudados discípulos, sino también a la luz de las
culturas de la cuenca del Mediterráneo. El nacimiento virginal, la
preexistencia, la taumaturgia, la muerte vicaria, la inmortalidad, la
ascensión al cielo, la resurrección como deificación…
son, todas y cada una, nociones que se encontraban ya en la polimorfa
religiosidad de época grecorromana, de donde fueron —consciente o
inconscientemente— tomadas (piénsese, por ejemplo, en el culto al
emperador). Ello significa que, lejos de constituir el misterio
proclamado por el oscurantismo institucionalizado de ciertos púlpitos y
cátedras, también la divinización de Jesús resulta ser un fenómeno
suficientemente inteligible.
La Semana Santa podría adquirir sentido incluso para quienes no comparten el mito cristiano
si fuese la reivindicación, no de la muerte brutal de un solo hombre
hace dos mil años, sino de la vulnerada dignidad de todos aquellos que
entonces fueron víctimas de la sevicia del poder, incluyendo a los
crucificados con Jesús a las afueras de Jerusalén. Quizás esa
conmemoración incrementase aún su trascendencia si lo fuese de quienes
hasta hoy siguen viendo destrozadas sus vidas por Estados criminales.
Después de todo, las infamias y tropelías perpetradas por los déspotas
que sueñan con viejos o nuevos imperios acaban siempre por volver —ahí
se hallan ahora, nítidamente perceptibles, en la barbarie padecida al este de Europa— de forma tan insistente como retornan, año tras año, vigilias y procesiones.
Fernando
Bermejo Rubio es profesor del departamento de Historia Antigua de la
UNED y autor de 'La invención de Jesús de Nazaret' (Siglo XXI).
Postado há 3rd April por Orlando Tambosi
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