BLOG ORLANDO TAMBOSI
"Tratar bem" um animal é utilizá-lo para aquilo que ele foi criado ao longo de muitas gerações. Coluna de Fernando Savater para The Objective:
Los animales humanos
y los no humanos convivimos desde hace milenios o, por decirlo bien y
pronto, desde el principio. Sabemos algo, pero no demasiado, de las
opiniones que han tenido los no humanos sobre nosotros: podemos suponer
que según su tamaño y necesidades nos habrán visto como peligrosos,
torpes, apetitosos, protectores, insaciables… Aunque todos estos puntos
de vista son demasiado antropocéntricos para expresar bien la
consideración en que tenían a nuestros antepasados los osos de la
cavernas, los cangrejos o las larvas. Lo que parece seguro es que la
frecuentación de los animales
no nos animalizó más, sino que contribuyó a humanizarnos. Algunos
paleontólogos –y más literariamente que ellos Bruce Chatwin- suponen
nuestros orígenes mas o menos así.
En
tiempos muy remotos, los animales casi humanos vivíamos aislados en
mínimos grupos familiares o solitarios, tímidas criaturas que se
ocultaban en la maleza, trepaban a los árboles o buscaban refugio en las
cuevas. Sucedió entonces que algún gran depredador, probablemente uno
de los primeros felinos, descubrió que nuestros antecesores eran
nutritivos y muy fáciles de cazar. De perseguirlos de vez en cuando pasó
a convertirlos en su presa número uno, en la base sustantiva de su
dieta. Así entraron los hombres por primera vez de veras en la cadena
alimenticia, por abajo, como nos correspondía empezar. Nuestro
particular depredador fijó su residencia cerca de donde abundaban los
humanos y los diezmaba con total facilidad. No podían defenderse de él,
eran demasiado lentos y frágiles. Entonces aquellos animalitos dieron el
paso definitivo hacia su humanidad, es decir, se comunicaron entre sí,
se reunieron, formaron pequeños ejércitos (lo siento, pero antes que la
tribu vino el ejército) y planearon su estrategia defensiva y ofensiva
contra la bestia que les acosaba. Gracias a la necesidad de enfrentarse
al enemigo común inventaron la sociedad y probablemente desarrollaron el
lenguaje. También las leyendas: el héroe triunfador, la víctima
inocente, los sabios que pergeñaban nuevas armas, trampas y ponzoñas
para vencer al adversario feroz. El mismo gran León, el tigre colosal
que se alimentaba de seres humanos, una vez vencido se convirtió en
tótem, en una divinidad que podía llegar a ser protectora si se la
trataba con la debida veneración. Las fieras fueron primero los enemigos
que nos obligaron a pelear juntos y luego los dioses que ampararon
nuestra unión.
Perdonen
esta excursión prehistórica de un simple aficionado. Lo que quiero
decir es que la sociedad humana es inseparable de los animales no
humanos: primero, de aquellos grandes depredadores cuyo acoso nos obligó
a inventar la guerra y la tribu para sobrevivir, y después de tantos
otros a los que enseñamos a acompañarnos. Perros, cerdos, aves, vacas,
cabras, caballos… Todos ellos provienen de especies silvestres pero
transformadas por el pastoreo humano en bestias de trabajo y compañía
criadas para alimentarnos, defendernos, transportarnos… Y, sí, también
entretenernos, jugar con nosotros. ¿Con qué derecho? Pues con el mismo
que las demás criaturas de la tierra, el aire o el mar tienen de ser lo
que son y procurarse aliados o presas en el mundo viviente que les
rodea. ¿A quién vamos a preguntarle lo que debemos hacer sino a nosotros
mismos?
Un
célebre propietario y criador de purasangres español, el Conde de
Villapadierna, tuvo un excelente potro llamado Reltaj, al que hacía
correr casi cada domingo en pruebas de velocidad o de resistencia. Algún
amigo le comentó que estaba abusando un poco del animal y el Conde
respondió: «Pues si no le gustaba correr, que hubiera nacido obispo». Es
una respuesta más profunda de lo que parece. Tratar «bien» a un animal
es utilizarlo para aquello para lo que ha sido criado a lo largo de
muchas generaciones, para lo que ha sido biológicamente cincelado, para
lo que ha sido incluido en la sociedad humana. El animal tiene derecho a
ser lo que es y a ser respetado por lo que es, pero ese «derecho» le
viene del hombre que lo ha inventado y que debe ocuparse de él. La
naturaleza en su estadio crudo, anterior al único animal simbólico que
es el hombre, no ostenta derechos sino que exhibe hechos.
¿Sufren
los animales no humanos? Sin duda, como los demás seres vivos y tanto
más cuanto más alto están en la escala de la consciencia. Sentir es
padecer, como ya reflejó el gran poeta nicaragüense: «Dichoso el árbol
que es apenas sensitivo y más la piedra dura, porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor mas grande que el dolor de ser vivo, ni mayor
pesadumbre que la vida consciente». Los que sentimos, lo sentimos mucho,
padecemos pero también gozamos. Dotados de imaginación, memoria y
visión de futuro, los humanos conocemos no sólo el dolor, como el resto
de los animales, sino también el sufrimiento, una de nuestras
exclusivas. Pero además somos capaces de descentrar nuestro padecer, de
ponernos en el lugar de otros seres capaces de sentir. El sufrimiento
humano, dotado de imaginación, no acaba nunca porque incluye a nuestros
semejantes y hasta a los que menos se nos asemejan, en cuyo lugar
también nos ponemos a veces para padecer. Así es la poesía, que decora
la realidad en busca de su sentido emocional la religión, que la
trasciende. Pero la ética es la búsqueda racional de una vida humana
mejor por medio de normas que encauzan nuestros actos, no es poesía ni
desde luego religión. La religión aspira a algo mejor que la vida, pero
la ética pretende solo una vida mejor, una vida humana mejor. De la vida
en términos absolutos, de sus padecimientos y gozos generales, sólo
podría ocuparse quien la creó: y Ése o Eso no parece demasiado
interesado en el asunto.
(Comunicación leída en el Primer Simposio sobre Bienestar Animal Europeo).
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