O ensaísta Ernesto Hernández recupera, em "Mito e Revolta", sua visão sobre a tradição reacionária na definição da modernidade. Entrevista a Daniel Capó, para The Objective:
Ensayista, poeta, traductor, intelectual de muy largo aliento, Ernesto Hernández Busto
(La Habana, 1968) recupera en Mito y revuelta. Fisonomías del escritor
reaccionario (Ed. Turner, 2022) su interpretación acerca del papel de la
tradición reaccionaria en la definición de la modernidad. En esta larga
conversación, Hernández Busto reflexiona sobre la sustancia de la
cultura, el anhelo de la literatura, el rol de lo biográfico y el horror
y la esperanza presentes en la Historia.
P.
Ernesto, empecemos con la cuestión que abre el libro: ¿Por qué en
nuestra época el intelectual de derechas ocupa «un lugar incómodo»?
R.
Hay varias razones históricas tras esa incomodidad. La primera, que el
término intelectual, acuñado, como sabes, durante el affaire Dreyfus,
designaba a los llamados «progresistas». Barrès, de hecho, lo usa con
intención peyorativa. Para él, como para una parte importante de la
opinión pública francesa de esa época, los intellectuels se asociaban
con el ateísmo, la impiedad y la anarquía. Del otro lado estarían los
clercs, clérigos o sabios, término originalmente medieval, que desde
Julien Benda hasta el último libro de Anne Applebaum, incluye a los
pensadores que habrían puesto su inteligencia al servicio de causas,
digamos, reaccionarias. Por supuesto, se trata de una división
superficial, maniquea. En realidad, lo que critica Benda en su famoso
panfleto es la traición de todos los pensadores públicos, porque los
considera más interesados en el éxito social, rendidos a la opinión
pública y al compromiso partidista (a los bienes terrenales, digamos) en
vez de a sus propias convicciones o verdades.
En Rusia, la otra tradición fundadora del intelectual moderno,
el término inteligentsia, también tenía un sentido de representatividad
social: la «inteligencia» era la conciencia social del país. Por eso
alguien como Brodsky niega, en alguna entrevista, ser parte de la
inteligentsia, ser un intelectual: como poeta, sólo se siente fiel a sus
propias ideas y no a un conjunto de opiniones o a un partido.
Hoy
esa incomodidad es menos visible que hace 15 años, que fue cuando se
escribió ese prólogo, para la primera edición de este libro, que
entonces se llamaba Perfiles derechos). Pero el factor que despoja de
legitimidad intelectual a aquel que no se considera de izquierdas no ha
dejado de estar presente. Basta leer una reciente (y errática)
entrevista a Jorge Herralde para comprobarlo.
P. ¿Qué te movió a interesarte por la reacción conservadora en general?
R.
Soy cubano, nací en el 68, estudié en la Unión Soviética y fui parte de
una generación que debía encarnar el proyecto revolucionario: el
llamado hombre nuevo. Por suerte, escapé de Cuba tan pronto pude, con 21
años. Supongo que esos datos biográficos tienen algo que ver con la
curiosidad por el «lado oscuro». También, como detallo en el libro, ese
interés es el resultado de mis lecturas, de mi formación literaria.
Claro que escribir un libro sobre intelectuales de derecha no te
convierte en uno de ellos (me considero más bien liberal). Pero muchos
de los autores que me han interesado durante años comparten esa
condición desplazada que analizo en Mito y revuelta.
P.
Afirmas que «el Gran Reaccionario padece siempre el sabor amargo de una
derrota que se le figura no exenta de nobleza». Mi pregunta sería la
siguiente: ¿Cabe una derecha intelectual no reaccionaria? ¿Cuál es el
espacio acotado del pensamiento conservador? O dicho de otro modo, ¿cabe
pensar en la posibilidad de una modernidad distinta que ampare y asuma
el potencial del pensamiento conservador?
R.
Durante el siglo XX, el pensador reaccionario es, por definición, un
perdedor. Va precisamente contra el «espíritu de su tiempo», así que no
puede aspirar a la popularidad inmediata, a las listas de éxitos,
digamos. Tiene a su disposición toda una mitología del fracaso, su
historia es territorio de eremitas (Jünger), sectarios (Céline), una
mezcla de loco y magister (Pound), apestados (como el último
Vasconcelos), ocultistas (Evola) o bufones (Giménez Caballero). Cierta
marginalidad viene, como se diría, incluida en el paquete. Pero aquí
está la paradoja en la que reparó Compagnon: esa inactualidad es también
un rasgo de la modernidad, su última encarnación. Los antimodernos es
un libro que no fue muy bien leído en España (quizá porque Vallcorba, el
editor de Acantilado, se empeñó en publicar sólo la primera parte, «Las
ideas», y desechar la segunda, «los hombres», donde se precisaban
rasgos de esa genealogía). El cuestionamiento de la modernidad es parte
esencial de la modernidad, explica Compagnon; los antimodernos son los
modernos en libertad, los modernos por antonomasia. O, como dijo Octavio
Paz mucho antes, el intelectual moderno es un «hijo del limo». Una
figura clave de este contrapunto es, por supuesto, Baudelaire. Quizás
por eso hoy tantos (el propio Compagnon, Calasso, Azúa) regresan a él.
En Baudelaire está representado el creador que encarna y define
inmejorablemente a su época pero, al mismo tiempo, se coloca fuera de
ella.
Este
largo preludio es para responderte que sí, que por supuesto hay una
derecha legítima y moderna, que descree de la tradición progresista
entronizada con la Revolución francesa (el culto ilustrado a la razón,
el optimismo o la creencia en el progreso, la idea de que el hombre es
bueno por naturaleza, la libertad, igualdad y fraternidad como
fundamentos del contrato social…) y que no necesariamente se expresa en
términos de reacción. Existe un conservadurismo, una defensa de otros
valores (tradición, propiedad, autoridad, religión…) que sale de Edmund
Burke y se fortalece en la tradición inglesa. Una suerte de tradición
del common sense: De Maistre no entendía que los americanos abandonaron
las grandes ciudades ya establecidas para establecer una nueva en un
remoto pantano de Maryland. Digamos que al conservador le repugna toda
creación ex nihilo. «Las cosas siempre pueden ser peores», piensa.
Cuando esa certeza se enfrenta con la opuesta vocación revolucionaria
(«las cosas siempre pueden ser mejores») es que surge la Reacción. Son
como vectores matemáticos: la intensidad de cada una depende de su
opuesto.
Este
es un mapa simplificado que sirve, por supuesto, para explicar el
periodo comprendido entre los siglos XVIII y XX. Creo que hoy el
panorama es más complejo. Tras dos guerras mundiales y el fracaso de
muchos modelos revolucionarios tenemos (al menos, deberíamos tener) otra
mirada, capaz de integrar otro nivel de sabiduría política. En cambio,
lo que veo es una gran confusión.
P.
«La modernidad -señalas en el prólogo del libro- implica una
degradación de lo simbólico». ¿Se refiere a la degradación de todos los
símbolos o a su sustitución por un nuevo universo simbólico?
R.
Me refiero a ese proceso fundamental de la Modernidad que se denomina
secularización. No sólo en el ámbito de lo propiamente religioso, sino
como un debilitamiento de nuestro vínculo con lo sagrado y su traslación
a otras esferas, incluida la política. Dentro de ese proceso, el
creador es, por fuerza, alguien que le disputa al político su «materia
prima», y por eso Thibaudet ve en la Francia de la Tercera República un
gigantesco trasvase del impulso conservador, desde la política a la
literatura. Digamos que compiten por la misma sustancia sagrada: si unos
la tienen, los otros no, y viceversa. Obviamente, hay una degradación
de los símbolos, lo cual propicia entre escritores el llamado «culto de
lo irracional»: el interés por el mito, la idealización de la técnica,
etc. Ya Calasso criticó esa manera (lukacsiana) de ver las cosas. Pero
el hecho es que con la secularización se abre la caja de Pandora de lo
sagrado: no es que desaparezcan los símbolos sino que se multiplican en
varias dimensiones. Es un tema amplio, arduo y apasionante. Cuesta
volver a imaginar un mundo pre-secularizado, incluso cuando la opción es
defendida en libros tan inteligentes como los últimos de Calasso, sobre
todo La actualidad innombrable (ojo, Herralde), o la teoría sacrificial
de René Girard.
P.
Tras dos milenios de cristianismo, «un mundo hundido en la idolatría
sirve de escenografía a toda la obra de Ernst Jünger». ¿Ese escenario de
la idolatría a qué se debe? ¿A la descomposición de la fe cristiana en
la era moderna o a que el cristianismo no ha logrado vertebrar realmente
la conciencia del hombre occidental?
R.
Es una continuación del proceso que te describía antes. La
secularización no quiere decir que lo sagrado desaparece, sino que los
ídolos se multiplican. De ahí el paganismo de esas novelas de Jünger,
donde siempre hay lugar para describir un culto, un vínculo marginal con
«algo» sacro o «superior». Primero, toda una metafísica de la Guerra.
Pero después de diseccionar la fe de su generación en la técnica, de
analizar el nacimiento del Trabajador, Jünger va desplazando su interés
hacia otras figuras que para mí son como entidades paganas: el Guerrero
y, finalmente, el Anarca. Ese titanismo que rige su obra se vuelve más
perspicaz con el tiempo. Jünger pasó de un ateísmo radical a una noción
de la religiosidad muy parecida a la del último Heidegger, que hablaba
de dioses, y no de Dios. Esos dioses no crean iglesia; hablan con el
Individuo, con el Gran Solitario. Ahí tenemos sus numerosos elogios de
la vida monástica, en parte porque él mismo se volvió un poco eremita.
Creía sobre todo en las imágenes, y quizás por eso poco antes de su
muerte se refugió, como tantos otros, en el credo católico.
P.
Afirmas que la gran lección que Jünger aprende de Dostoievski es que
«el nihilismo sólo se puede superar participando en él». Si el nihilismo
no admite alternativa, ¿de qué modo invade nuestras vidas? ¿Y qué
supone para la política?
R.
Importa aclarar que los orígenes modernos del término están
precisamente en Rusia; fue popularizado por la novela Padres e hijos, de
Turguéniev. Y se reelabora luego, por así decirlo, en Dostoievski.
(Vale la pena abrir aquí un paréntesis para llamar la atención sobre la
actual tendencia a culpar a Dostoievski de todos los males de Rusia, a
verlo como la encarnación de las diferencias entre Rusia y Europa. En la
interesante polémica entre Kundera y Brodsky a propósito de este
asunto, el poeta ruso ya dejó claro que más allá del maniqueísmo
«eslavófilos vs occidentales», en Dostoievski hay dilemas que conciernen
a toda la condición humana. Esta cuestión del nihilismo, por ejemplo,
que al comienzo fue la refutación de cualquier autoridad, el impulso
ultra-racionalista, la negación del dogma). En Dostoievski, según
Jünger, nihilismo significa la salida definitiva de la comunidad, un
proceso de lucidez autodestructiva que es también la consagración del
individualismo moderno. En eso, los rusos fueron pioneros. Y más:
Ajmátova le dijo una vez a Brodsky que Dostoievski se había quedado
corto, no había captado toda la verdad. En el XIX te cargabas a una
anciana de un hachazo y la conciencia te remordía hasta tal punto que
terminabas confesando tu crimen. En el XX, sin embargo, fusilabas a una
docena de personas y esa noche te ponías a discutir con tu mujer por su
horrible peinado. Es la versión rusa de la «banalidad del Mal» de
Arendt. Los grandes intelectuales rusos del siglo XX ya no pueden creer
en el pueblo como portador de verdades o valores. Agotadas las potencias
revolucionarias, regresa el nihilismo, y ese avatar es lo que nos lleva
a considerar a los rusos como «bárbaros», a negar que sean europeos,
etc. Pero ese nihilismo ruso, me temo, nos está revelando algo del ser
humano y no una exclusividad del «alma rusa». Brodsky decía que los
rusos están acostumbrados a contemplar su vida como un experimento, una
prueba permanente a la que lo somete la Providencia. Por eso toda la
cultura rusa se había reducido a una justificación de la existencia, una
deriva metafísica, irracional si se quiere, donde lo malo también puede
ser instrumento del destino. Pero de ahí a creer, como decía Kundera,
que esa visión nihilista pone en cuestión a la civilización occidental
hay un buen trecho. La civilización occidental se basa, entre otros, en
el principio del sacrificio, en la idea de un hombre que murió por
nuestros pecados. Por eso es capaz de sobrevivir a sus cíclicas
amenazas. Mientras el hombre esté preparado para morir por sus ideales,
la civilización sigue viva.
Hay
que entender la especificidad de ese nihilismo asimilado por Jünger,
que con los rusos nunca cayó en simplificaciones de salón. El nihilismo
no es algo que se pueda simplemente ignorar, apartar como se aparta una
partícula espúrea del corpus de la civilización occidental. Siempre está
esa «parte maldita», el mysterium iniquitatis. Y la política también
tiene que lidiar con eso, no puede pregonar sólo bondad y bien común
porque entonces acaba en ingenuidad e hipocresía. O en la tiranía del
bien, de la cual hay sobradas pruebas.
P.
Es muy hermosa la imagen que empleas al presentar la figura de Paul
Morand: un escritor que se dedica a leer la decadencia en el horizonte
de la velocidad. ¿En qué se fijaría hoy un escritor como Morand para
leer la decadencia actual?
R.
Ese ensayo sobre Morand debió ir dedicado a Álvaro Mutis. A mediados de
los 90 yo solía visitarlo en México, y él fue quien me incito a leer a
Morand. En Vuelta, la revista de Paz, salió una entrevista que le hice,
donde dijo cosas muy interesantes sobre la literatura francesa. Morand,
hoy casi olvidado, fue un escritor muy influyente. Sobre todo en la
España de entreguerras, donde tuvo incontables imitadores. Hoy apenas se
escuchan algunos ecos suyos en nuestros mejores cronistas, en algunos
diaristas. Tal vez sea un escritor muy fechado, muy belle époque. Pero
desde una atalaya francesa vio con claridad ciertos síntomas de
descomposición. Es decir, Morand se dio cuenta de que lo moderno no era
un simple corte con el pasado, sino una incapacidad para entender ese
pasado, una incomprensión de la tradición. Fue también alguien que se
fijó en el estilo, y en la manera en que el lenguaje podía hacer
historia, crear historia. Imagino que hoy estaría fascinado con el
ultranarcisismo de las redes sociales, ese gran bazar contemporáneo.
P.
Jünger despreciaba a Céline, a quien en sus diarios apoda ‘Merline’. De
Céline, señalas en el libro que «es el más incorrecto de todos los
escritores contemporáneos». Y a continuación sostienes que «el aire de
los tiempos woke tampoco ayuda».
R.
Cualquiera que indague un poco en su biografía, o que lea sus cartas,
se da cuenta de que monsieur Destouches era un tipo detestable.
Acomplejado, quejica, envidioso, misógino, racista, oportunista, lleno
de rencores… Haciendo gala de un voluntarismo a toda prueba, a imitación
de su admirado doctor Semmelweis, construye una retórica del vituperio
que es una parte esencial de su literatura: los panfletos y piezas como
las Conversaciones con el profesor Y. Además, están sus novelas. Es
realmente un virtuoso de la prosa, de una originalidad pasmosa. Hace
poco me leí Guerre, el primero de los inéditos que acaba de sacar
Gallimard. ¡Qué maravilla de novela –y pobre del que le toque traducirla
al español! Y sin embargo, Céline hace gran literatura con un aluvión
de incorrecciones de todo tipo: racismo, misoginia, antisemitismo, y
nada de eso excluye el humor ni la inteligencia. No me extraña que en
Francia la novela se haya vendido como churros: nadie, ni siquiera
Houllebecq, sería capaz hoy de decir esas cosas, de tocar esa fibra, de
escribir así. Es la suma de todo lo incorrecto destilado en una prosa
implacable.
En
el fondo, la obsesión del pensamiento woke es la educación, nos
devuelve a todos a la escuela, a empezar de cero, como recién
bautizados. Céline no cree en nada de eso (en uno de sus panfletos, Les
beaux draps, hay páginas devastadoras sobre la educación y sobre la
formación del gusto del público; el gusto general, dice, «va hacia lo
falso como mismo el cerdo va hacia la trufa»), sólo cree en la vida.
Cuya única gran verdad, paradójicamente, es la Muerte. De ahí su
ridiculización del progreso. «Hombres que querían progreso, y un
progreso que quería hombres…», para Céline, la Historia es como un Grand
Guignol, donde los hombres, aburridos, se ponen a quemar a sus dioses, a
hacer guerras, a destruirlo todo. Es una visión terrible y fascinante.
P. ¿Cuál es tu visión de ese fenómeno conocido como wokismo?
R.
Aunque ha llegado a cotas preocupantes, me produce, sobre todo, risa.
Obviamente, es una fase, como todos esos «grandes despertares»
religiosos de la tradición norteamericana. Bien la define Borges en su
poema desde New England: «un antiguo rumor de Biblia y guerra». El otro
día Quintana Paz hacía notar algo interesante: el wokismo, esa tendencia
de la izquierda a sustituir la verdad por la Bondad, es como una
religión pero sin perdón. Claro, hombre, porque viene, en el fondo, del
protestantismo, de una mentalidad protestante, donde la culpa importa
más que el perdón. Por otra parte, me cuesta trabajo pensar en términos
de «guerra cultural». La «guerra cultural» no es cultura, sino política
por otros medios –y a veces por los mismos. Siempre han existido los
estúpidos, pero en el capitalismo la cultura crea sus propios antídotos.
No hay que lanzarse al ruedo a pelear con la estupidez, mejor reírse de
ella.
P.
Frente a los autores analizados -a los que hay que añadir otros como
Ezra Pound o Henry de Montherlant-, te detienes en un pensador
esotérico, Julius Evola. ¿Por qué te interesa Evola? Es interesante lo
que comentas acerca de su influencia sobre determinados círculos del
trumpismo y del populismo de signo antimoderno en general.
R.
Evola es una figura fundamental, un divulgador nato, que odiaba a casi
todos sus «seguidores». Cuando se publicó la versión anterior del libro,
no era tan conocido fuera de Italia. Ahora se habla mucho de él, por
las citas de Bannon, Alexander Duguin y otros apóstoles de una
geopolítica populista. En el ensayo que le dedico intento cubrir,
justamente, esa parte ocultista/tradicionalista del pensador
reaccionario, investigar de dónde sale esa crítica ocultista del mundo
moderno, que suele derivar en «conspiracionismo» y en una especie de
«oportunismo mítico». El otro día leía un libro muy bueno de Anna della
Subin, Accidental Gods, dedicado a estudiar varios casos de apoteosis,
hombres que fueron divinizados, elevados a la categoría de dioses. Hay
un caso curioso que ejemplifica muy bien eso del «oportunismo mítico».
En los años 30, en la India, un grupo de brahamines decidió que Hitler
era el último avatar de Vishnú, que vendría a inaugurar una nueva edad
dorada para todos los hindúes. Así es como el enemigo de tu enemigo se
convierte en Dios. Dentro de la historia del tradicionalismo hay muchos
ejemplos como este.
Hoy
ese tradicionalismo degradado se ha convertido en el nuevo horizonte
temporal del pensamiento reaccionario: vende una temporalidad específica
para consumo del público iletrado. Son como los nuevos magos. Lo
curioso es que esa idea temporal ha servido por igual a pensadores de
izquierda y de derechas. Cada una de esas transformaciones políticas del
tradicionalismo suele acabar en totalitarismo. Duguin puede estar
contento: el último ejemplo de tradicionalismo encarnado es la Rusia de
Putin, cada vez más aislada de Occidente, a punto de volver a
convertirse en la Unión Soviética.
P.
Le dedicas un capítulo a Giménez Caballero. ¿Qué puedes decirnos de los
reaccionarios intelectuales españoles del siglo XX? ¿Pasarán la prueba
del tiempo y de las leyes de memoria democrática?
R.
Giménez Caballero, como ya he dicho por ahí en alguna otra entrevista,
es un caso curioso porque empezó como vanguardista y acabó como
reaccionario. No era algo muy común en la España de su época. Tiene un
atractivo especial, un lado camp, de exageración artificiosa, que es muy
divertido. Al menos, visto desde fuera. Era un tipo muy inteligente,
con buen ojo, aunque con el tiempo se volvió un pensador perezoso, lleno
de clichés. Pero hay en esa derecha española –en Sánchez Mazas, en
Foxá, en Pla– una mirada especial y, en sus mejores momentos, un tipo de
prosa que no debería quedar arrinconada por los prejuicios. Trapiello
ya marcó brillantemente el camino para una comprensión íntegra de la
relación entre «las armas y las letras» durante la guerra civil y el
franquismo. Que no es precisamente el punto de vista de esa reciente ley
que mencionas, tan poco democrática. Por otra parte, hay que dejar que
cualquier «Ley de Memoria» cumpla su esencial y nominal ridículo; así no
es como funciona la cultura.
P.
Para terminar, «el escritor reaccionario -leemos ya al final de Mito y
revuelta- vive su presente vuelto hacia el pasado». También podríamos
decir lo opuesto: el escritor modernista vive su presente vuelto hacia
el futuro. ¿Dónde se oculta la realidad entre esas dos conjugaciones
verbales, el pasado y el futuro?
R.
Me gusta creer en aquello que decía Nicolás Gómez Dávila, siempre tan
lúcido, cuando explicaba que el reaccionario no es un soñador nostálgico
sino un cazador eterno. Sus rivales son el progresista radical (la
tradición que identifica razón y necesidad) y el progresista liberal
(que ve la historia como realización de la libertad). En cambio, la
dimensión del reaccionario es la suprema aristocracia del monje
contemplativo en su celda. O como el Anarca, alguien emboscado, dedicado
a minar las soberbias de la historia. Hay otra idea de libertad, más
allá del entramado dialectico de voluntades: el reaccionario defiende
causas que, a fin de cuentas, no importa perder. La literatura, por
supuesto, puede reconciliarse con cualquiera de los credos libertarios o
progresistas, proponerse como proyección del tiempo que vendrá, como
vanguardia social, etc. Pero siempre que haya mito o metáfora, existirá
la pretensión de un tiempo que sea todos los tiempos.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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