BLOG ORLANDO TAMBOSI
O
politólogo retorna com um livro onde identifica as ameaças ao
liberalismo clássico: o ultraliberalismo e a política demasiado
vinculada ao identitarismo. Entrevista a Sergio Fanjul, do El País:
Francis Fukuyama
(Chicago, 69 años) responde rápido y ajustado, con precisión cirujana,
mientras entrecierra los ojos: se ve que le ha dado muchas vueltas a lo
que dice. A principios de los noventa ganó fama mundial por dictaminar
el “fin de la historia”,
después de la caída de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría.
La democracia liberal había triunfado. En su nuevo libro, El liberalismo y sus desencantados
(Deusto), detecta nuevas amenazas al liberalismo clásico que defiende.
Por un lado, el neoliberalismo descarriado, que demonizó al Estado,
acabó con la solidaridad y todo lo fio el empuje individual, generando
una desigualdad insostenible. Por otro, las corrientes identitarias
desbocadas, tanto la derecha nacionalista conspiranoica como la
izquierda demasiado centrada en las minorías. Fukuyama recibe en la sede
madrileña de la Fundación Rafael del Pino, donde este lunes daba una
conferencia.Más información
Pregunta.
Cuando hablamos de liberalismo, lo asociamos al centro derecha, aunque
si pensamos en los tiempos de la Revolución Francesa, parece estar en el
germen de la izquierda.
R.
Manejo una definición muy amplia de liberalismo que no está relacionada
con la ideología. Es cierto que en Europa el liberalismo se asocia al
centro derecha. En Estados Unidos se asocia con la izquierda. Mi
definición dice que es una doctrina que protege los derechos
individuales y limita el poder del Estado. Puede ser de derecha o de
izquierda, lo importante es el Estado de derecho como fundamento de una
sociedad.
P. ¿Cómo el liberalismo desembocó en ese neoliberalismo que usted critica?
R.
Llegados los años 70 había un exceso de regulación estatal. Ahí
aparecen políticos como Ronald Reagan o Margaret Thatcher, que
intentaron limitar algunas de estas regulaciones y se vieron apoyados
por economistas muy prominentes como Milton Friedman,
con argumentos más sofisticados para limitar al Estado. El problema es
que fueron demasiado lejos. Intentaron socavar todo tipo de actuación
estatal. Incluso las necesarias, como regular el sistema financiero. El
resultado fue una globalización que aumentó la desigualdad y la
inestabilidad del sistema financiero global. Y esto provocó una
respuesta populista, tanto por la derecha como por la izquierda.
P.
En ocasiones se escucha, desde posturas liberales, una justificación de
la desigualdad económica. ¿Hasta qué punto está justificada esa
desigualdad?
R.
Creo que siempre tiene que haber equilibrio entre el crecimiento
económico estable y la protección social de la ciudadanía. Si tienes un
Estado que busca redistribuir los ingresos de manera general,
inevitablemente va a disminuir el incentivo de las empresas que más
arriesgan. Por eso algunas economías se estancan al no permitir este
tipo de economía libre.
P. Pero en estos momentos la desigualdad comienza a ser problemática.
R.
No se puede generalizar. En Latinoamérica se ha experimentado el mayor
grado de desigualdad que se ha visto en el mundo. Muchas de las
políticas que vemos en Argentina o Venezuela son el resultado de esa
desigualdad, que lleva a resultados económicos nefastos y a muy malas
políticas, una gran polarización entre la izquierda populista y la
derecha ultraconservadora. En otras partes del mundo suceden otras
cosas. En Europa, en Escandinavia, ha habido socialdemocracia durante
mucho tiempo, que se ha encargado de redistribuir la riqueza, lo que ha
evitado la polarización.
P. Precisamente, su libro da la impresión de acercarse a la socialdemocracia.
R. Nunca me he opuesto a la socialdemocracia.
Depende mucho del momento histórico. En los años 60 las sociedades
socialdemócratas sufrieron alta inflación y un crecimiento muy lento y
en ese punto creo que era importante frenar una parte de eso. En el
periodo en el que vivimos ahora sí que necesitamos más socialdemocracia.
Sobre todo en EE UU, donde ni siquiera tenemos una sanidad universal,
siendo un país democrático y rico.
P. En España, cuando se habla de política identitaria, como el feminismo
o el movimiento LGTBI, a veces se la crítica como colectivista. En su
libro parecen hundir sus raíces en el liberalismo clásico, en la
afirmación de los individuos.
R.
La política identitaria surge porque ciertos grupos son discriminados y
es perfectamente legítimo utilizar la identidad como un medio para
luchar contra esa discriminación. Pero se vuelve problemática cuando la
identidad se convierte en lo más esencial, cuando puedes emitir juicios
de una persona por su pertenencia a algún grupo y no por lo que es como
individuo. Hay una versión aceptable de la política identitaria, pero
tiene un lado muy conflictivo.
P. A veces se acusa a estos colectivos de fomentar una cultura de la cancelación. ¿Existe tal cultura?
R.
En EE UU se dan algunas unas formas muy intolerantes de política
progresista que no quieren que se expresen visiones alternativas, algo
especialmente problemático en las universidades, que son lugares
dedicados a la libertad de expresión.
P. Hay casos en España, pero no está claro si merecen el nombre de “cultura”.
R.
Bueno, no es una cultura general. En EE UU probablemente es un fenómeno
más extendido que en otros países, pero tiene que ver con nuestra
historia de desigualdad racial, que se convirtió en un patrón para otras
reivindicaciones. Pero estoy de acuerdo en que no está claro que sea
una cultura como tal. Es algo que sucede en algunas instituciones,
medios, universidades, Hollywood, pero no es una cultura arraigada en la
sociedad.
P. ¿Cómo ha afectado internet a la forma en la que hablamos de política?
R.
Creo que internet ha hecho posible la amplificación de ciertas voces en
una escala sin precedentes. Pero también ha podido silenciar otras.
Porque las redes sociales son el medio más potente de crítica política y
eso es problemático. Queremos que todas las voces tengan un peso
similar, pero no parece legítimo que una empresa tecnológica privada
tenga ese poder.
P. ¿Vivimos en una crisis de confianza provocada por las redes?
R.
La confianza en las instituciones ha estado en declive durante los
últimos 50 años. En los últimos tiempos ese declive se ha acelerado: hay
fuerzas antidemocráticas que quieren acabar con esa confianza. La
polarización política muchas veces es fruto de un intento deliberado de
polarizar en las redes. Hay veces que la pérdida de confianza está bien
merecida, como en el caso de la Iglesia católica y la falta de su
responsabilidad e hipocresía de su jerarquía.
P. El liberalismo defiende la autonomía del individuo. ¿Hasta qué punto deben ser individualistas las sociedades?
R.
Creo que todas las sociedades deben tener valores sociales comunes. Un
idioma común, un conjunto de referencias comunes, para poder
interactuar. Cuando los individuos se inventan sus propios valores o
viven en comunidades burbuja, creo que es un exceso de individualismo. Y
eso ha sido la tendencia en las sociedades liberales: se ha promovido
al individuo hasta que ha perdido el sentido.
P. ¿Cómo se puede moderar?
R.
Creo que hay que confiar en el hecho de que los seres humanos somos
seres sociales. Hay que navegar entre un individualismo excesivo y un
grado de conformidad social excesivo.
P. ¿Hasta qué punto se puede limitar la libertad individual, tan importante para los liberales?
R.
Todas las sociedades liberales tienen que conservar sus propias
instituciones, así que cuando aparece un partido político que es
antidemocrático o antiliberal sabes que va a socavar la libertad de
expresión. Una sociedad liberal tiene el derecho de defenderse. En la
Guerra Fría había un montón de partidos comunistas que eran
antiliberales, y había mucha resistencia a la hora de dejarles
participar en el sistema, porque existía el miedo a que cuando tomaran
el poder no lo abandonaran. La sociedad liberal tiene que protegerse de
fuerzas iliberales.
P. ¿Existe el riesgo de ir hacia un mundo iliberal?
R.
Hay dos amenazas. La más severa viene por parte del nacionalismo
populista: Orbán, Erdogan o Trump. Toda esta gente, elegida
democráticamente, utiliza su poder para amenazar las instituciones
democráticas. La otra viene de la izquierda, y tiene que ver, sobre
todo, con el terreno cultural.
P. ¿Son siempre compañeros de viaje liberalismo y democracia?
R.
Son aliados, y se apoyan, pero no tienen por qué existir necesariamente
a la vez. Orbán quiere una democracia iliberal, con elecciones, pero
sin libertad de prensa o de creencia, ni oposición libre. También hay
sociedades liberales sin democracia, como Singapur: hay libertad
individual, pero no hay elecciones.
P. ¿Qué opina del recientemente fallecido Mijaíl Gorbachov?
R.
Deja un legado muy mezclado. No quería que la URSS se descompusiera,
pero entre los comunistas era de tendencias muy liberales. También hizo
un llamamiento a una mayor libertad de expresión y eso acabó erosionando
la Unión Soviética: cuando se pudo hablar libremente, lo que dijeron en
muchos lugares es que querían la independencia de su país. Creo que sin
Gorbachov esos países seguirían estancados en una dictadura soviética,
así que a nivel histórico le estoy muy agradecido.
P. Usted habló entonces del famoso fin de la historia. Ahora hablamos más del fin del mundo.
R.
Nunca dije que la democracia liberal fuera a triunfar en todas partes,
ni que fuera el sistema que acabaría con todos nuestros problemas. Si
coges algo como el cambio climático, sobre todo generado por el
crecimiento económico, no creo que la democracia liberal sea peor para
gestionarlo que un gobierno autoritario, como a veces se piensa. Las
democracias han sido más eficientes a la hora de reducir las emisiones.
La economía china, por ejemplo, se basa en combustibles fósiles.
P. ¿Cómo ve el futuro de la civilización?
R.
Supongo que soy optimista en el sentido de que ha habido mucho progreso
histórico. Y creo que seguirá pasando en el futuro. Creo, por ejemplo,
que muchos de los problemas que provoca la tecnología podrán ser
resueltos por la propia tecnología. Pero no sé qué va a pasar. Tampoco
creo que sea especialmente productivo adoptar una visión pesimista. Si
pensamos que todo va a ir mal, no haremos ningún esfuerzo por corregir
lo que no va bien.
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