Nego que todo aquele que discorde seja um negacionista e reclamo a recuperação da liberdade no debate cívico. Rebeca Argudo para The Objective:
Me
declaro negacionista. Pero negacionista del negacionismo. Le niego todo
valor como argumento a una palabra que utilizan los perezosos y los
tramposos para abortar el debate (ganarlo, lo llaman ellos) por la vía
de urgencia: la de acallar las ideas del otro, no con ideas mejores,
aunque puedan tenerlas, sino con base en un juicio moral falsario. El
negacionista siempre es malo, por definición. Pero nunca lo sabremos si
no le dejamos hablar, si no le escuchamos exponer sus razones. Esa
reminiscencia del término, esa impronta innegable de su origen en el
poner en duda que el genocidio nazi ocurriera, impregna al término de
una connotación perniciosa difícil de eludir.
El
negacionismo es la palabra comodín que desactiva el diálogo, que
neutraliza las discusiones, que vacía habitaciones. Pruébelo: llame negacionista al que no piensa como usted
y ahórrese el mal trago que tener que exponer un razonamiento mediante
el cual se justifique la conclusión a la que ha llegado. De no hacerlo,
de mantenerse en esa conversación sin invalidar al que le contradice o
le cuestiona, podría parecer que la ha alcanzado por intuición o por
ósmosis si no es capaz de presentar su reflexión de manera convincente.
No caiga en la trampa: grite «negacionismo» y acabe con eso. Al otro se
le quedará cara de pasmo, con la palabra en la boca, deslegitimado para
continuar hablando con un alma bella. Mano de santo, oiga.
«Negacionismo»
es el nuevo penitenciagite. Y sirve para todo, lo mismo para la
violencia de género, que para el cambio climático, para el racismo, el
fascismo o la cultura de la cancelación. Cualquier causa justa le vale,
siempre hay un negacionista para un descosido. O un activista constante
con un negacionista en la boca.
Pero
lo verdaderamente perverso y deshonesto de su uso, peligroso incluso,
es que no es solo una improperio individual: atenta directamente contra
el debate compartido, abortando toda posibilidad futura de que nos
podamos entender y respetar. Porque si se estigmatiza al discrepante y
se le expulsa de la conversación pública, incluso antes de argumentar su
postura y negacionismo mediante, no hay posibilidad de confrontación
saludable de ideas. Y sin discusión, en su segunda y gloriosa acepción,
difícilmente podremos avanzar en el conocimiento.
Así,
el uso del negacionismo como arma arrojadiza, pese a su efecto
autocomplaciente inmediato, fluoxetina sublingual, es contraproducente:
solo sirve para confundir en la cabecita del usuario el hecho de que
algo horrible ocurre con que sus ideas sobre por qué ocurre y cómo
solucionarlo sean las más justas y las únicas aceptables. Y, de paso,
para converse a sí mismo de que quien no esté de acuerdo con esas
particulares ideas, aunque sea por la mínima, no solo está tratando de
rebatirlas, sino poniendo en duda el propio hecho en sí. Lo que viene
siendo tomar la parte por el todo y ancha es Castilla.
Así
pues, aquí y ahora, me declaro negacionista del negacionismo, ese atajo
para cobardes. Niego que todo el que discrepe sea un negacionista y
reclamo que, con carácter de urgencia, desterremos la invocación de
nuestro lenguaje y recuperemos la libertad en el debate cívico: libertad
para contradecir, para ofender, para disgustar. Y para que nos
contradigan, nos ofendan y nos disgusten. Solo así seremos capaces de
encajar esas ofensas y esos disgustos sin dramitas, esas razones
contrarias a las nuestras pero legítimas, y, si no elegir de entre
todas, y entre todos, las mejores, al menos sí convivir pacíficamente
aún pensando diferente. Lo contrario, no solo es deshonesto, sino
peligroso.
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