O problema do estúpido não é ser mentiroso; o problema é que ele ignora a diferença entre mentira e verdade. Félix de Azúa para The Objective:
Se ha divulgado bastante el ensayo sobre la estupidez de Carlo M. Cipolla
(pronúnciese chipol.la), uno de los mejores que se han escrito sobre la
cuestión. Lo esencial del ensayo es la diferencia entre estupidez y
maldad, porque fue Cipolla el primero en comprender que había una gran
diferencia entre ambos. Los antiguos habían siempre igualado la maldad
con la ignorancia, tanto los paganos como los cristianos tuvieron por
firme que una persona instruida no podía caer en la tentación de ser
malvada. Para el sabio, e incluso para el medianamente educado, el mal
nunca puede ser fructífero y sólo quienes ignoran totalmente las
consecuencias de sus actos pueden creer que la maldad les favorece, como
fue el caso de los Reyes y Emperadores locos a la manera de Calígula.
La identidad de maldad e ignorancia se rompió en la edad moderna y es
muy conspicua en don Quijote.
La
diferencia fundamental moderna es que el malvado usa una cierta
racionalidad, de manera que, aunque produce daño en los demás y a veces
un daño cruel, él sale beneficiado. El malvado se enriquece, aumenta de
poder o mejora su posición gracias al sufrimiento que provoca en los
demás. El caso arquetípico es el totalitarismo en sus primeros años, el
de Mussolini, el de Hitler o el de Stalin. Todos ellos querían construir
una sociedad progresista al precio que fuera. Sus víctimas se cuentan
por millones.
En
cambio, el estúpido produce daño en los demás, a veces un daño
irreparable, pero con eso no logra ninguna ventaja, beneficio o mejora.
En el caso del estúpido no sólo interviene la ignorancia sobre el efecto
de sus actos sino también una total ceguera acerca del prójimo al que
desconoce por completo. Literalmente, el estúpido vive en una burbuja de
egocentrismo disfrazado de bondad o buenas intenciones, y presume de
estar a la última moda, en la punta del progreso, tal y como lo
entienden los informativos de masas.
El
icono del estúpido es ese leñador que comienza a aserrar una rama sobre
la que está sentado a horcajadas, pero lo hace por el lado del tronco.
Así también los sátrapas que dicen construir un país más justo y
progresista, pero acaban por destruir el país sobre el que querían
ejercer su dictadura: son profundamente estúpidos.
Por
supuesto Cipolla (como Maquiavelo) recomienda tratar o negociar con los
malvados, pero nunca jamás con los estúpidos. La estupidez del estúpido
hace imposible atenerse a su palabra, a su proyecto o a sus
intenciones. En cualquier momento puede cambiar de rumbo y negar con
perfecta convicción haber tenido nunca otra intención o dirección. El
estúpido no es que sea mentiroso, es que ignora la diferencia entre
mentira y verdad. Tampoco tiene memoria para la historia pues cualquier
pasado es sólo un estímulo para su presente mercantil.
Todos
los días tenemos pruebas de que cada vez son más abundantes los
estúpidos y que van escaseando los malvados. De ahí la dificultad de
negociación, colaboración o incluso diálogo. Una tendencia que parece
imparable va destilando de los malvados su cada vez más corrosiva
estupidez y va imponiéndose como fuerza central de toda la política
actual. A esta tendencia se la suele calificar de «populismo», dando por
supuesta la estupidez característica del «pueblo», según las élites
capitalistas y comunistas sin distinción.
Sin
embargo, lo así llamado «pueblo» nadie sabe qué es y resulta casi
evidente (aunque no para todo el mundo) que son las élites políticas,
convertidas en aristocracia mediante el control absoluto del Estado, las
que se defienden de todos los demás («el pueblo») mediante una
aplastante estupidez social de la que es muy difícil escapar. Por eso el
arrasamiento de los lugares dedicados a la lucha contra la estupidez,
los centros pedagógicos, por ejemplo, como primer bastión de
resistencia, han sido destruidos por ministros, técnicos y «expertos»
cada vez más estúpidos y partidarios de la estupidez.
Una
vez destruidos esos primeros bastiones, la elite estúpida va ahora a
por la segunda y última defensa, la democracia parlamentaria en la que
el diálogo es esencial. De un modo progresivo (y progresista) el
parlamento y los parlamentarios se van convirtiendo en aquella grey muda
y aplaudiforme de las tiranías feudales. Es el coro de aplaudistas bien
pagados que debe sustituir al diálogo en las imágenes de las pantallas.
Su modelo son los concursos televisivos, última forma de cultura de la
civilización occidental y culminación técnica de los congresos
estalinistas en los que unos pocos dictan la ley y el resto aplaude con
sonriente entusiasmo. Nuestro puro presente.
Postado há 3 weeks ago por Orlando Tambosi
Nenhum comentário:
Postar um comentário