BLOG ORLANDO TAMBODI
A vontade de se fazer ouvir é o argumento de que se servem aqueles que recorrem à violência para derrubar o "sistema". José Andrés Rojo para El País:
Hace casi un mes, el 10 de junio, murió Theodore Ted Kaczynski en
la celda de una prisión medicalizada en Butner, Carolina del Norte.
Tenía 81 años. Entre 1978 y 1996, envió 16 cartas bombas que mataron a
tres personas e hirieron a 23. Era un tipo brillante, había estudiado matemáticas puras,
se graduó en Harvard, hizo un doctorado en la Universidad de Michigan,
trabajó como profesor asistente en la de Berkeley. En 1971 se instaló en
las montañas para vivir apartado en una cabaña, sin agua ni
electricidad, a la manera de su maestro, Henry David Thoreau.
Hasta 1978 no inició la actividad que le daría fama.
Quería denunciar los males del progreso y estuvo casi veinte años
mandando sus explosivos a gente muy diversa: profesores de universidad,
empresarios, un informático, un publicista, el presidente de una
aerolínea. La policía se volvió loca persiguiéndolo. Se lo conocía como
Unabomber.
Ricardo Piglia se sirvió de su historia en El camino de Ida (Anagrama).
Se desarrolla en la Universidad de Taylor, donde Emilio Renzi —ese
particular alter ego del novelista— ha acudido para dar un seminario
sobre W. H. Hudson, un escritor que se hizo a la vida semisalvaje de los
gauchos y que celebraba en su obra la naturaleza, y tiene una aventura
amorosa con Ida Brown, una profesora. Un día Ida aparece muerta en su
coche. El hilo de las investigaciones conduce a un tipo que había dado
clases de matemáticas en Berkeley y que decidió apartarse del mundo para
iniciar su particular revolución.
En El camino de Ida,
Piglia tira de Joseph Conrad, que se ocupó en El agente secreto de unos
anarquistas que mucho antes de que lo hiciera Unabomber pretendieron
también liquidar el sistema. Pensaban que tenían que buscar “un acto
puro” que no se pudiera comprender ni explicar y que provocara “la
estupefacción y la anomia”. Unabomber procuró cumplir ese mismo mandato
de manera solitaria, mandando metódicamente sus cartas, sembrando el
terror para conseguir que este mundo tecnológico y descarriado se fuera
por fin al garete. Dos grandes medios de Estados Unidos le permitieron
publicar un manifiesto donde explicara los motivos de su siniestra
actividad. Su hermano menor reconoció en el texto alguno de los giros
gramaticales que lo caracterizaban, y lo denunció. El FBI lo detuvo en su cabaña en 1996.
Todo
queda ya muy lejos. Los setenta fueron años donde la utilización del
terror adquirió un enorme prestigio. Unabomber no formó parte de ninguno
de los grupúsculos que llenaron entonces el mundo de cadáveres.
Prefirió trabajar solo, pero entendía también que para propagar su
mensaje no le venía mal que hubiera unos cuantos muertos en el camino.
“El salto al mal, la decisión de matar estaba ligada a la voluntad de
hacerse oír”, escribe Piglia, que señala que su actividad fue aplaudida
por esos “grupos de chicos buenos que defienden buenas causas, con una
alegría a toda prueba”. Es malo enviar bombas por correo, pero es igual
de malo celebrar esa cualidad pura de rebelión que tanta fascinación
produjo durante aquellos años.
Postado há 3 weeks ago por Orlando Tambosi
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