BLOG ORLANDO TAMBOSI
Solitário, desinteressado e dotado de uma enorme energia destrutiva, o perdedor radical pode explodir a qualquer momento. Os esforços para entendê-lo acabam conduzindo à conclusão de que se trata de um caso isolado. Ensaio de Hans Magnus Enzensberger, publicado por Letras Libres:
I
Es
tan difícil hablar del perdedor como necio callar sobre él. Necio,
porque no puede haber ganador definitivo y porque a cada uno de
nosotros, tanto al Napoleón megalómano como al último mendigo de las
calles de Calcuta, nos es reservado el mismo final. Difícil, porque peca
de simplista quien se da por satisfecho con esta banalidad metafísica.
En efecto, así se pierde la dimensión realmente candente del problema,
la dimensión política.
En
lugar de leer en las mil caras del perdedor, los sociólogos se atienen a
sus estadísticas, basadas en valores medios, desviaciones estándar y
distribuciones normales. Rara vez se les ocurre pensar que ellos mismos
podrían pertenecer al bando de los perdedores. Sus definiciones vienen a
ser como el rascarse una herida: después pica y duele más, como dice
Samuel Butler. Lo que está claro es que, por la manera en que se ha
acomodado la humanidad –“capitalismo”, “competición”, “imperio”,
“globalización”–, no sólo el número de los perdedores aumentará cada
día, sino que pronto se verificará el fraccionamiento propio de los
grandes conjuntos; las cohortes de los frustrados, de los vencidos y de
las víctimas se irán disociando unas de otras en medio de un proceso
turbio y caótico. Al fracasado le queda resignarse a su suerte y
claudicar; a la víctima, reclamar satisfacción; al derrotado, prepararse
para el asalto siguiente. El perdedor radical, por el contrario, se
aparta de los demás, se vuelve invisible, cuida su quimera, concentra
sus energías y espera su hora.
Quizá
valga la pena echar un vistazo a su antípoda, el ganador radical. Éste
es igualmente un producto de la llamada globalización, y aunque no puede
haber simetría entre los dos, comparten algunas características.
También el Master of the Universe económico, que supera en poder y
riqueza a todos sus antecesores, está completamente aislado en términos
sociales, sufre –por meras razones de seguridad– una pérdida de realidad
y se siente incomprendido y amenazado.
Pero
las categorías del análisis de clase son poco idóneas para solventar
las contradicciones que aquí interesan. Quien se conforme con los
criterios objetivos y materiales, con los índices de los economistas y
las deprimentes conclusiones de los empíricos, no entenderá nada del
drama intrínseco del perdedor radical. Se trata casi siempre de un
hombre. Puede parecer trivial apuntar las razones de que esto sea así,
pero no está de más señalarlas. Para el que se atribuye a sí mismo una
superioridad tradicionalmente incuestionada y no se ha resignado a que
el plazo de esa primacía haya caducado, será infinitamente difícil
asumir su pérdida de poder. (No hace mucho que en los hogares alemanes
existía un “cabeza de familia”.) Por todas estas razones, un hombre que
se siente un perdedor radical se encuentra al borde de un precipicio
imaginario que a una mujer le resultaría más bien ajeno.
Sin
embargo, lo que los demás piensen de él, sean sus competidores o sus
hermanos de tribu, expertos o vecinos, condiscípulos, jefes, amigos o
enemigos, y sobre todo su esposa, no le es suficiente al perdedor para
radicalizarlo. Él mismo tiene que aportar su grano de arena, tiene que
convencerse de que realmente es un perdedor y nada más. Mientras le
falte esa convicción, podrá irle mal, podrá ser pobre e impotente, haber
conocido la ruina y la derrota; pero no habrá alcanzado la categoría de
perdedor radical hasta que no haya hecho suyo el veredicto de los
demás, a quienes considera como ganadores. Sólo entonces “se
desquiciará”.
II
Nadie
se interesa espontáneamente por el perdedor radical. El desinterés es
mutuo. En efecto, mientras está solo (y está muy solo) no anda a golpes
por la vida; antes bien, parece discreto, mudo: un durmiente. Si alguna
vez llega a hacerse notar y queda constancia de él, provoca una
perturbación que raya en el espanto, pues su mera existencia recuerda a
los demás que se necesitaría muy poco para que ellos se comportasen de
la misma manera. Si abandonara su actitud, quizá la sociedad incluso le
ofrecería auxilio. Pero él no piensa hacerlo, y nada indica que esté
dispuesto a dejarse ayudar.
A
muchos profesionales, el perdedor radical les sirve de objeto de
estudio y medio de vida. Psicólogos sociales, trabajadores sociales,
políticos responsables de asuntos sociales, criminólogos,
psicoterapeutas y otros que no se autocalificarían como perdedores
radicales, se ganan el pan de cada día ocupándose de él. Pero, aun
poniendo la mejor voluntad, el cliente permanece opaco a sus miradas,
pues su empatía topa con fronteras profesionales bien afianzadas. Por lo
menos saben que el perdedor radical es de difícil acceso y, en último
término, imprevisible. Identificar entre los centenares que acuden a sus
consultas y despachos públicos al individuo dispuesto a todo hasta las
últimas consecuencias es una tarea que les desborda. Captan tal vez que
no se encuentran ante un caso de asistencia social que pueda subsanarse
por vía administrativa. En efecto, el perdedor discurre a su manera. Eso
es lo malo. Calla y espera. No se hace notar. Precisamente por eso se
le teme. Ese miedo es muy antiguo, pero hoy por hoy está más justificado
que nunca. Todo aquel que posee un ápice de poder social intuye a veces
la enorme energía destructiva que se encierra en el perdedor radical, y
que no puede neutralizarse con ninguna medida, por buena que sea y por
mucho que se plantee seriamente.
El
perdedor radical puede estallar en cualquier momento. La única solución
imaginable para su problema consiste en acrecentar el mal que le hace
sufrir. Cada semana salta a los periódicos: el padre de familia que
primero mata a su esposa, luego a sus dos hijos y finalmente acaba con
su propia vida. “No se entiende”, “tragedia familiar”, rezan las
crónicas de sucesos. Otro caso conocido es el del hombre que de buenas a
primeras se atrinchera en su piso después de haber tomado como rehén al
arrendador que venía a cobrar el alquiler. Cuando por fin aparece la
policía, empieza a pegar tiros a diestro y siniestro y mata a uno de los
agentes antes de caer desplomado en el tiroteo. Se habla entonces de
amok, un término malayo utilizado para designar esos ataques de locura
homicida. El motivo que provoca el estallido suele ser del todo
insignificante. Resulta que el violento es extremadamente susceptible en
lo que se refiere a sus propias emociones. Una mirada o un chiste son
suficientes para herirle. No es capaz de respetar los sentimientos de
los demás, mientras que los suyos son sagrados para él. Basta con una
queja de la esposa, la música demasiado alta del vecino, una discusión
en el bar o la cancelación del crédito bancario; basta con que uno de
sus superiores haga un comentario despectivo para que el hombre se suba a
una torre y ponga en el punto de mira todo lo que se mueve frente al
supermercado. Y no lo hace pese a que sino precisamente porque la
matanza acelerará su propio fin. ¿Dónde habrá conseguido la metralleta?
Por fin, el perdedor radical, tal vez un padre de familia sexagenario o
un quinceañero acomplejado por el acné, es amo de la vida y la muerte.
Después “se ajusticia a sí mismo”, como lo formula el presentador de las
noticias, y los investigadores policiales se ponen manos a la obra. Se
incautan de unas cuantas cintas de vídeo y unas anotaciones farragosas
de diario. Los padres, vecinos o maestros no han notado nada. Es cierto
que el chico ha tenido alguna mala calificación en su expediente escolar
y que acusaba un carácter levemente retraído; no hablaba mucho. Pero
ésa no es razón para ametrallar a una docena de compañeros de clase. Los
peritos emiten sus dictámenes, los especialistas en crítica cultural
desempolvan sus argumentos. Y tampoco puede faltar la alusión al debate
de los valores. Pero la investigación de las causas queda en agua de
borrajas. Los políticos manifiestan su conmoción, y finalmente se decide
que se trata de un caso singular.
La
conclusión es correcta, porque los autores de tales crímenes son
personas aisladas que no han logrado relacionarse con ningún colectivo. Y
al mismo tiempo es errónea, porque a la vista está que existen cada vez
más casos singulares de ese tipo. El hecho de que se multipliquen
permite concluir que hay cada vez más perdedores radicales. Esto se debe
a las llamadas condiciones objetivas, muletilla que puede referirse al
mercado mundial, al reglamento de evaluaciones o a la compañía de
seguros que no quiere pagar.
III
Quien
desee entender al perdedor radical tal vez debería profundizar más en
las cosas. El progreso no ha eliminado la miseria humana, pero la ha
transformado enormemente. En los dos últimos siglos, las sociedades más
exitosas se han ganado a pulso nuevos derechos, nuevas expectativas y
nuevas reivindicaciones; han acabado con la idea de un destino
irreductible; han puesto en el orden del día conceptos tales como la
dignidad humana y los derechos del hombre; han democratizado la lucha
por el reconocimiento y despertado expectativas de igualdad que no
pueden cumplir; y al mismo tiempo se han encargado de exhibir la
desigualdad ante todos los habitantes del planeta y en todos los canales
de televisión durante las 24 horas del día. Por eso, la
decepcionabilidad de los seres humanos ha aumentado con cada progreso.
“Cuando
los progresos culturales son realmente un éxito y eliminan el mal,
raramente despiertan entusiasmo”, observa el filósofo. “Más bien se dan
por supuestos, y la atención se centra en los males que continúan
existiendo. Así actúa la ley de la importancia creciente de las sobras:
cuanta más negatividad desaparece de la realidad, más irrita la
negatividad que queda, justamente porque disminuye.”1
Odo
Marquard se queda corto; pues no se trata de irritación sino de rabia
asesina. Lo que al perdedor le obsesiona es la comparación con los
demás, que le resulta desfavorable en todo momento. Como el deseo de
reconocimiento no conoce, en principio, límites, el umbral del dolor
desciende inevitablemente y las imposiciones del mundo se hacen cada vez
más insoportables. La irritabilidad del perdedor aumenta con cada
mejora que observa en los otros. La pauta nunca la proporcionan aquellos
que están peor que él; a sus ojos, no son ellos a quienes continuamente
se ofende, humilla y rebaja, sino que es siempre él, el perdedor
radical, quien sufre tales atropellos.
La
pregunta de por qué esto es así contribuye a sus tormentos. Es incapaz
de imaginarse que quizá tenga que ver con él. Por eso tiene que
encontrar a los culpables de su mala suerte.
IV
¿Quiénes
son, pues, esos agresores anónimos y superpoderosos? Responder a esta
punzante pregunta desborda a ese ser singularizado, reducido a sí mismo.
Si no le sale al paso un programa ideológico, su proyección no
encuentra ningún objetivo social; lo busca y lo halla en el entorno
cercano: el superior injusto, la esposa rebelde, los niños vociferantes,
el vecino maligno, el colega intrigante, la autoridad tozuda, el
facultativo que le niega el certificado médico, el profesor que le pone
malas notas.
¿Y
no habrá también maquinaciones de un enemigo invisible y sin nombre? En
este caso, el perdedor no tendría que confiar en su propia experiencia y
podría echar mano de lo que ha escuchado en alguna parte. A los menos
les es dado inventar una quimera aprovechable para sus fines. Por eso,
el perdedor aprovecha el material que flota libremente en la sociedad.
No es difícil localizar a los poderes conminatorios que le tienen
ojeriza. Se trata generalmente de los inmigrantes, servicios secretos,
comunistas, norteamericanos, multinacionales, políticos, infieles. Y
casi siempre de los judíos.
Semejante
proyección es capaz de aliviar al perdedor por un tiempo, pero no puede
calmarlo de verdad. Pues a la larga resulta difícil afirmarse frente a
un mundo hostil y es imposible disipar total y absolutamente la sospecha
de que pueda haber una explicación más sencilla de su fracaso, a saber,
que tenga que ver con él, que el humillado es culpable de su
humillación, que no merezca en absoluto el respeto que reivindica y que
su vida no valga nada. Identificación con el agresor es como los
psicólogos llaman a esa mortificación. Pero ¿quién se aclara con esos
conceptos peregrinos? Al perdedor no le dicen nada. Y si su vida ya no
tiene valor, ¿cómo van a preocuparle las vidas ajenas?
“Tiene
que ver conmigo.” – “Los otros tienen la culpa.” Los dos argumentos no
se excluyen. Al contrario, se retroalimentan según el modelo del
circulus vitiosus. Ninguna reflexión puede liberar al perdedor radical
de ese círculo diabólico; de él saca su inimaginable fuerza.
La
única salida a su dilema es la fusión de destrucción y autodestrucción,
de agresión y autoagresión. Por un lado, el perdedor experimenta un
poderío excepcional en el momento del estallido; su acto le permite
triunfar sobre los demás, aniquilándolos. Por otro, al acabar con su
propia vida da cuenta de la cara opuesta de esa sensación de poderío, a
saber, la sospecha de que su existencia pueda carecer de valor.
Otro
punto a su favor es que el mundo exterior, que nunca quiso saber de él,
tomará nota de su persona desde el momento en que empuñe el arma. Los
medios de comunicación se encargarán de depararle una publicidad
inaudita, aunque sólo sea durante 24 horas. La televisión se convertirá
en propagandista de su acto, animando de ese modo a los émulos
potenciales. Como se ha demostrado, particularmente en los Estados
Unidos de América, ello representa una tentación difícil de resistir
para los menores de edad.
V
Al
sentido común, la lógica del perdedor radical le resulta
incomprensible. Aquél apela al instinto de conservación, considerándolo
un hecho natural, indiscutible e incuestionable. Sin embargo, esta
noción responde a una idea precaria, históricamente muy variable. Es
cierto que ya los griegos se referían al instinto de conservación. Todo
animal y todo ser humano estaban predispuestos, desde su nacimiento, a
hacer lo posible para sobrevivir: así lo enseñaban los estoicos. También
en Spinoza el concepto desempeña un papel central. Habla de conatus,
entendiendo por ello una fuerza que habita sin excepción en todo ser
viviente. Kant, en cambio, ofrece una lectura distinta: según él, no se
trata de un instinto natural puro, sino más bien de un postulado ético.
“La […] primera obligación del hombre consigo mismo es, por su condición
de bestia, la conservación de su naturaleza animal.”2
De lo que Lichtenberg deduce: “Qué deplorable es el hombre si todo debe
hacerlo él mismo; exigirle su autoconservación es exigirle un milagro.”3
“Y siempre he juzgado que un hombre cuyo instinto de conservación se ha
debilitado tanto que se le puede reducir muy fácilmente, podría
asesinarse a sí mismo sin culpa.”4
Hasta el siglo xix la obligación no se convirtió en un hecho científico
indubitable. Los menos lo veían de otra manera. “Los fisiólogos
deberían pensárselo bien antes de afirmar que el instinto de
conservación es el instinto cardenal de un ser orgánico.”5 Pero la objeción de Nietzsche siempre ha caído en oídos sordos entre los que quieren sobrevivir.
Más
allá de la historia de los conceptos, parece que la humanidad nunca ha
aceptado que se haya de considerar la vida propia como el bien supremo.
Todas las religiones primitivas supieron apreciar el sacrificio humano, y
en épocas posteriores los mártires fueron muy cotizados. (Conforme a la
fatídica máxima de Blaise Pascal, se debe “creer sólo a aquellos
testigos que se dejen matar”.) En la mayoría de las culturas, los héroes
ganaron fama y honor por su desprecio a la muerte. Hasta las batallas
de material de la Primera Guerra Mundial los estudiantes de bachillerato
tenían que aprender el famoso verso de Horacio según el cual es dulce y
honroso morir por la patria. Otros afirmaban que lo necesario no era
vivir sino dedicarse a la navegación, y todavía en la guerra fría hubo
gente que gritaba “antes muerto que rojo”. ¿Y qué pensar, en condiciones
absolutamente civiles, de los funámbulos, deportistas extremos, pilotos
de carreras, investigadores polares y otros candidatos al suicidio?
Por
lo visto, el instinto de conservación tiene poco fundamento. Así lo
avala ya tan sólo la notoria predilección transcultural y transepocal
que nuestra especie ha mostrado por el suicidio. Ningún tabú y ninguna
amenaza de castigo han podido disuadir a los humanos de quitarse la
vida. No existe una medida cuantitativa de esa propensión; todo intento
de documentarla estadísticamente fracasa por la elevada cifra oculta.
Sigmund
Freud intentó resolver el problema de forma teórica, desarrollando,
sobre una incierta base empírica, el concepto del instinto de muerte. Su
hipótesis se manifiesta más claramente en la vieja y sabida conclusión
de que puede haber situaciones en las que el ser humano prefiera un
final terrible a un terror –sea real o imaginario– sin fin.
Este ensayo forma parte del libro Los hombres del terror. Ensayo sobre el perdedor radical, publicado por editorial Anagrama .

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