O politólogo norte-americano toma a defesa do liberalismo desde um ponto de vista pessoal até o econômico, reivindicando a propriedade privada e os contratos voluntários. Carlos Rodríguez Braun para El Cultural:
Treinta años después de su exitoso libro El fin de la historia, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama
(Chicago, 1952) presenta en este breve y vibrante volumen una defensa
del liberalismo. Lo hace en todos los frentes, desde el personal hasta
el económico, reivindicando las dos instituciones fundamentales del
mercado, la propiedad privada y los contratos voluntarios, y siempre
desde la clave de bóveda de la filosofía política liberal: la limitación
del poder.
Rechaza
las ficciones identitarias y los extremismos de toda laya, respalda el
patriotismo liberal, y apoya el libre comercio y la apertura económica
en todos los países, incluida China, sin engañarse sobre las supuestas
virtudes del comunismo y del estatismo: “es el sector privado y no las
renqueantes empresas de titularidad pública del país el responsable de
la mayor parte de su crecimiento tecnológico”.
Tiene
claro que “las sociedades liberales han sido los motores del
crecimiento económico, creadoras de nuevas tecnologías y productoras de
artes y culturas dinámicas”, y lo fueron por ser liberales. Reclama
tolerancia y moderación a izquierdas y a derechas, y parafrasea a Churchill: “el liberalismo es la peor forma de gobierno, con excepción de todas las demás”.
Sin
embargo, también sostiene que el mundo atraviesa graves dificultades
por culpa del liberalismo o, mejor dicho, del extremista
“neoliberalismo”, que define como una hipertrofia malsana de los
principios liberales. Fukuyama comparte, por tanto, el invento que la
izquierda promovió desde la caída del Muro para poder salvar sus
cochambrosos muebles ideológicos.
Haciéndose
eco del antiliberalismo hegemónico, alega que hemos vivido una etapa en
la que “todos los aspectos de la acción estatal fueron denigrados” en
pro de “la maximización de la libertad económica” que se ha enseñoreado
en el planeta tras la prédica de Hayek y Friedman y los Gobiernos de
Reagan y Thatcher. Los resultados de ese liberalismo radical han sido en
economía las crisis y la desigualdad, y en política los populismos.
Por
repetido que sea el diagnóstico, no deja de ser un error. Es cierto que
el derrumbe del comunismo impulsó una ola de liberalización que
permitió a cientos de millones de personas salir de la pobreza extrema,
lo que, por cierto, redujo la desigualdad en el mundo. Pero es falso que
el peso de los Estados se haya reducido. Las crisis, como suele
suceder, no se debieron al liberalismo sino a la intervención pública,
en particular a las políticas monetarias y fiscales expansivas, cuya
consideración Fukuyama tiene a bien eludir.
Un
análisis de los Estados en el último medio siglo impide concluir, como
hace el autor, que el populismo se originó en la disminución del peso de
la política. El populismo debió tener otras causas. Una pudo ser,
precisamente, el peso del propio Estado, cuyo impacto negativo el autor
no solo no condena, sino que aprecia: “El liberalismo bien entendido es
compatible con una amplia gama de protecciones sociales proporcionadas
por el Estado”.
En
efecto, Fukuyama, partidario del Estado de Bienestar como seña de
identidad de la “democracia liberal”, no parece creer que sus costes
tengan algo que ver con sus avatares políticos y su deslegitimación
social. Sospecho que la ponderación de esos costes podría arrojar más
luz sobre la realidad social, económica y política, que las fábulas
sobre un supuesto “neoliberalismo” que no habría dejado del Estado
piedra sobre piedra. Ausente dicha ponderación, seguirán predominando
los discursos épicos que nos convocan a ceder aún más ingresos al fisco y
libertades a los gobernantes para reconstruir un exangüe Leviatán,
legitimándolo con un nuevo “contrato social”.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
Nenhum comentário:
Postar um comentário