Mário Vargas Llosa comenta o livro do advogado Javier Melero sobre o "procés" catalão, que considera simpático e justo:
En la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México), un amigo
me regaló un libro dedicado al procés independentista y le dije que el
asunto me tenía hasta la coronilla y que dejé de leer la prensa al
respecto desde que el Tribunal Supremo dictó la sentencia, condenando a
quienes pretendieron emancipar a Cataluña de España, violando así la
Constitución. “No es lo que te imaginas”, me insistió. “El autor es
antiindependentista y sin embargo defiende a Joaquim Forn. Te aseguro
que te interesará”.
Comencé a hojear El encargo, de Javier Melero, esa misma noche,
seguro de que me aburriría a la segunda página, pero dos horas después
todavía lo estaba leyendo. Y lo continué dos días después, en el avión
que me llevaba a Guatemala, donde la cantidad de compromisos me impidió
seguir la lectura, pero lo terminé en el viaje a Miami. Y ahora lo
recomiendo sobre todo a los lectores que están ya hartos de oír hablar
del procés catalanista. El libro de Melero se ocupa de él, por supuesto,
pero de una manera tan libre, tan sin orejeras, con tanta gracia y
personalidad, y en un español tan certero, que no tiene desperdicio.
¿Quién es Javier Melero? Por lo visto, un distinguido penalista
catalán, que ha enseñado en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, y
sido socio de estudios de prestigio internacional. Pero, por encima de
todo eso, es un escritor ameno y ocurrente, divertido y feroz, que
cuenta las cosas relacionadas con el movimiento independentista y el
juicio a que dio lugar con total sencillez, sin darles demasiada
importancia, convenciendo a sus lectores de que tampoco la tenían, pues
todo eso se inscribe en el despelote histórico español, de mucho ruido y
poquitísimas nueces.
Está contra el independentismo, en efecto, pero sin pasión y hasta
con cierto aburrimiento, porque detesta todas las cosas que tienen que
ver con himnos y banderas, y, por ejemplo, a sus amigos independentistas
los llama, tomándoles el pelo, “los mártires del proceso” y aún cosas
peores. Pero no es menos severo con los llamados españolistas, y en
general sus tiros más mortíferos van contra los seres apasionados y
militantes de lo que sea, pues enturbian la vida y nos apartan de las
cosas agradables que ella tiene, como los cigarrillos, el boxeo, las
películas, los libros, el Dry Martini y una buena comida. Sus amigos
cubren toda la palestra ideológica y, por ejemplo, entre los adversarios
del independentismo catalán figura nadie menos que Arcadi Espada, con
quien cena en el libro y, además, firma un manifiesto solidario cuando
la Generalitat intenta procesarlo por un artículo.
A mí me recuerda mucho a esos intelectuales catalanes que conocí en
Barcelona, los años que viví allá entre 1970 y 1974, muy cultos y
actuales, algo frívolos, siempre irónicos y sofisticados, que, a la
manera de Josep Pla, no creían en nada y se burlaban de todo, salvo tal
vez de la cultura. Ellos desaparecieron súbitamente cuando el puñado de
independentistas se multiplicó y empezó a llenar las calles y avenidas
de la Ciudad Condal. Me alegro de que por lo menos uno de ellos esté
vivo y escribiendo, pues constituían una especie que alegraba la vida,
le inyectaba ideas y poses divertidas y sacaba a las letras y a las
artes de las academias y seminarios, y las aireaba en los cafés, los
bares y las discotecas.
El libro de Melero tiene lugar dentro del juicio del procés, pero, en
vez de ocuparse de lo central que ocurre en él, se concentra felizmente
en las minucias e insignificancias marginales, como las ropas que
llevan los fiscales, jueces y abogados y testigos, y las caras que ponen
en los momentos más graves, así como de las charlas que los ocupan en
los descansos, y todo ello con un ingenio tan sutil y pertinente que, de
alguna manera difícil de definir pero inequívoca, va sacando a la luz
todo lo que el famoso procés quisiera ocultar. Sus viñetas de personajes
son memorables y ellas rescatan o sepultan a gentes de ambos bandos; le
interesan la ropa y la elegancia, la seriedad y la sonrisa de las
caras, la manera de expresarse, sus bromas y su malhumor y sus
transformaciones a la hora de rendir su testimonio ante el Tribunal.
Toda una sociedad pintoresca aparece allí, entre la que hay personas
serias, eminentes, e idiotas consuetudinarios, contra los que suele ser
implacable, porque entre todos los horrores de este mundo, el que Javier
Melero no tolera es la estupidez de los humanos, por ejemplo la de los
testigos que, sin darse cuenta, dan testimonios que favorecen a sus
adversarios.
Su profesión le interesa, desde luego, pero, más que para encumbrarla
a las grandes causas, el Estado, la Libertad, la Democracia, como un
juego arriesgado y sutil, en el que el talento —es decir, el
conocimiento, el esfuerzo, el manejo de las trampas— determina la
victoria o la derrota. Él no tiene problema en trazar una línea de
defensa de su cliente que no coincide necesariamente con la de los
abogados de los otros imputados, pero procura, en lo posible, no
interferir con la de éstos, aunque a veces ocurre, qué se le va a hacer.
Conoce tanto Madrid como Barcelona, su ciudad, que, en un momento
sorprendente de su libro, le arranca unas frases sentimentales, aquel
rinconcito de la Diagonal donde transcurrió su infancia, un lugar donde
todas las tiendas fracasaban y es ahora un rincón tan concurrido y
exitoso como la Quinta Avenida o los Champs Elysées. En Madrid, va al
Retiro y sabe la historia de los grandes edificios, quién y cuándo los
construyó, y los buenos menús de las tascas más escondidas. Debe de
tener los pulmones tapizados de nicotina, pero no se avergüenza en
absoluto del gozoso fumar, y del boxeo no sólo sabe de memoria todas las
vidas y peleas de los grandes boxeadores, sino que también da y recibe
puñetazos periódicos boxeando en el gimnasio que frecuenta. Las
películas que cita son todas de gran calidad, y asimismo los libros,
pero se diría que aquellas le interesan más que estos últimos. Tal vez
me equivoco, porque no escribiría tan bien si fuera así: todos los
buenos escritores son ávidos lectores.
La ironía suele ser un arma de doble filo, una manera de darle menos
importancia a aquello de lo que se habla, de rebajarle la mordacidad o
el veneno que encierra, pero en Javier Melero es simplemente una manera
de expresarse, algo que forma parte de su ser, y por eso nos parece
natural e inevitable, una manera de ver las cosas, de descubrir lo que
hay en ellas y en las personas de más secreto, de escudriñarlas como
hacen las máquinas sanitarias. Y, también, de volcar sobre ellas una
corriente de simpatía, de amistad, algo que, por encima o por debajo de
las diferencias, las acerca y hermana. El encargo es uno de esos raros
libros, sobre todo en nuestra época, que nos levanta la moral, que no
escamotea las grandes diferencias que separan a las personas en los
asuntos religiosos, políticos, o de gustos y costumbres, pero nos
recuerda sobre todo las cosas que compartimos, que, por encima de las
diferencias, hay un vasto territorio en el que podemos entendernos y
hasta amistarnos y querernos. Hace mucho tiempo que no leía un libro tan
ecuánime, sano y simpático. Estos adjetivos me hubieran hundido en la
ignominia a cualquier libro que cayera en mis manos hace algunos años.
Pero el de Javier Melero me ha hecho reflexionar y convencido de que
también un libro bueno puede ser excelente literatura.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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