O escritor e diretor da revista Letras Libres (México) Enrique Krauze escreve artigo no El País em homenagem ao escritor e Prêmio Nobel Mário Vargas Llosa:
En la
cena de Pascua que año tras año, desde hace milenios, se celebra en la
tradición judía, hay un canto fascinante. Se titula Nos bastaría.Data
del siglo IX y es una concatenación de expresiones de gratitud por los
prodigios sucesivos que el pueblo de Israel recibió en su éxodo de
cuarenta años hacia la tierra prometida. Extraído de su contexto
religioso, el canto suena más natural y permanente. Puede expresar, por
ejemplo, la gratitud acumulativa de hijos a padres, de discípulos a
maestros. En ocasión de su cumpleaños 81, quiero recurrir a esa antigua
fórmula para expresar a Mario Vargas Llosa mi gratitud de lector, de
intelectual, de liberal y de amigo.
Si solo
hubiera leído su obra de ficción, me bastaría. Cuántas aventuras e
historias me han hecho vivir vicariamente esos libros, con su vaivén de
temas amorosos, políticos y sociales. Cuánto agradezco el anclaje de sus
novelas en la mejor tradición realista del siglo XIX, las sorpresas de
su técnica faulkneriana, las emociones de sus tramas, sus personajes
inolvidables, su magnífica arquitectura, su estilo preciso, claro y
penetrante, tan alejado de nuestros funestos ismos: barroquismo,
regionalismo, sentimentalismo.
Pensando
solo en algunos títulos que he reseñado, recuerdo Historia de Mayta.
Todo lo que hay que decir del fanatismo guerrillero en América Latina
está ahí: fue una torcida religiosidad católica radicalizada hacia el
marxismo y enamorada de su autoproclamada virtud, que llenó de muerte la
región para luego volver la vista atrás sin verdadera conciencia o
memoria de su responsabilidad en la tragedia. Años después leí La fiesta
del Chivo, ese retrato alucinante y definitivo del dictador
latinoamericano que también lo es de la sociedad y el entorno que lo
reclama y aplaude, y que, finalmente, en un raro grito de libertad, a
veces, lo exorciza. Nada más remoto a Vargas Losa que la fascinación del
poder (tan característica en nuestra cultura y nuestra literatura).
Pero lo notable es su capacidad de canalizar su repulsión hacia la
recreación puntual, quirúrgica de la maldad. La literatura se vuelve así
la mejor venganza. Y, sin embargo, no basta la venganza: es preciso
soñar con un mundo mejor, con un mundo perfecto, y ese fue el motivo de
otra novela que leí con avidez: el retrato casi titánico de Flora
Tristán, tan ligada a la historia peruana, a la historia del arte y a la
historia de una idea que obsesiona a Vargas Llosa como obsesionó a la
humanidad desde la Ilustración, y que nuestro tiempo, quizá, ha
sepultado: la idea de la utopía.
Si Mario
Vargas Llosa solo me hubiera dado, como lector, su obra de ficción, me
bastaría. Pero me ha dado también una extraordinaria obra monográfica de
no ficción. La utopía arcaica, por ejemplo. Publicado en 1996, no
conozco análisis histórico y antropológico más exhaustivo y riguroso
sobre el indigenismo. Proviniendo de Perú, con su omnipresente herencia
indígena, Vargas Llosa logra comprender (antes que criticar) el
pensamiento y la obra de autores notables (como José María Arguedas) que
creyeron en la restauración de una Arcadia incaica tan imaginaria como
imposible. En 1993 Mario publicó otra obra memorable, El pez en el agua
(su autobiografía), exorcismo de una campaña presidencial que viví de
cerca. Ese ajuste de cuentas de Mario consigo mismo me permitió
asomarme, como biógrafo, a la vida temprana de Vargas Llosa y me ayudó a
comprender los límites de la acción política para un intelectual.
Si
Vargas Llosa solo nos hubiera dado sus novelas y sus monografías y no
hubiera escrito ensayos, reportajes o artículos, nos bastaría. Pero
ocurre que también nos ha dado (y sigue dando) una obra vasta y aguda en
esos géneros. Sus ensayos no son académicos ni teóricos: son ensayos
narrados, llenos de color y vivacidad. Y de combatividad moral. Cuando
comencé a leerlo en Plural, comprendí que Mario era una especie de
cruzado de la libertad. Su adhesión a la revolución cubana no fue un
acto de sumisión ideológica: fue un acto de fe en una causa liberadora
que pronto reveló su cara autoritaria. En aquellos años setenta, Mario
transitó de la liberación a la libertad, de Sartre a Camus, del universo
racionalista y revolucionario francés al universo empírico y liberal
inglés. Sus autores fueron los míos. Fue entonces cuando lo conocí en
Lima. Estábamos en la antesala de la década de los ochenta, en la que
Vuelta se enfrentó a las dictaduras de derecha y las revoluciones de
izquierda. Mario dio buena parte de esa batalla en la revista de Octavio
Paz. Sus causas eran las nuestras. Fue un decenio decisivo en su vida,
con la publicación de La guerra del fin del mundo (esa obra maestra en
la tradición tolstoiana), sus desgarradores reportajes como La matanza
de Uchuraccay y sus textos sobre la alternativa democrática y liberal
para América Latina. Mario no piensa ya como Sartre pero encarna
puntualmente al “intelectual comprometido” con su tiempo. Toda
injusticia, todo conflicto, todo extremo lo incita a escribir, a
reportear, como un joven impetuoso en busca del peligro, en Irak, en
Oriente Próximo, en Venezuela.
Si Mario
nos hubiera legado su obra de ficción, sus monografías y ensayos, sus
artículos y reportajes, pero no hubiera desplegado ningún esfuerzo
político directo, obviamente nos bastaría. Pero también ha desplegado
ese esfuerzo. Su campaña presidencial, vilipendiada en su tiempo, fue la
semilla de los cambios democráticos que, desde entonces, no sin
recaídas lamentables, ha vivido la región. En 1990 (¿cómo olvidarlo?)
sentenció al sistema político mexicano con dos palabras: “dictadura
perfecta”. Años más tarde creó la Fundación para la Libertad, que ha
congregado al pensamiento liberal ofreciendo soluciones prácticas a los
problemas de la región. He acompañado a Mario en varios encuentros de la
Fundación pero ninguno se compara al que tuvo lugar en Venezuela,
cuando Hugo Chávez, en una de sus típicas bravuconadas, lo retó a un
debate público. Aquella noche en el hotel rodeamos a Mario como un
equipo en torno a un boxeador que la mañana siguiente libraría una pelea
por el campeonato mundial. A última hora Chávez reculó: él solo debatía
con presidentes, no con escritores.
Si a lo
largo de más de medio siglo de actividad literaria e intelectual
nuestros caminos no se hubieran cruzado, le estaría obviamente
agradecido. Pero para mi fortuna nuestros caminos se cruzaron. Nuestra
amistad se construyó alrededor de las revistas Vuelta y Letras Libres. Y
hemos sido compañeros de una larga travesía liberal en la cual yo he
aprendido mucho. No cesa de admirarme su combatividad, su energía, su
capacidad para reinventarse. ¿De dónde provienen?
Muchas
veces he creído ver en el rostro de Mario una expresión de tristeza o
lástima ante el macabro espectáculo del mundo. Pero de pronto, con
naturalidad, aparece una sonrisa. Hay un estoico en el fondo de Mario,
pero un estoico que responde con imaginación, ironía e inteligencia. Y
con humor. El trabajador espartano se divierte y reencuentra el amor.
Por eso, en momentos de desfallecimiento o duda, me basta hablar con él
por teléfono para recobrar la alegría.
Gracias,
Mario. No llegaremos a la Tierra Prometida. No existe la Tierra
Prometida. La Tierra Prometida es la literatura: vida en libertad.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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