MEDIÇÃO DE TERRA

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MEDIÇÃO DE TERRAS

sábado, 1 de abril de 2023

Niilismo: radiografia de um disparate.

 

BLOG  ORLANDO  TAMBOSI


Claro que o niilismo não é a causa de todos os nossos males; mas é uma desculpa poderosíssima para os egoístas extremos e os imorais. David Cerdá García para Disidentia:


Publica Jesús Zamora Bonilla Una invitación al nihilismo y es una ocasión estupenda para comprobar de qué va este asunto y de cuánta salud goza. Explica el autor que el nihilismo consiste en creer que la vida no tiene sentido, que Dios no existe, que no hay libre albedrío ni valores morales objetivos, y en ser naturalista y materialista. Dejaré en lo que sigue de lado algunas de estas cuestiones —entre ellas, lo de «Dios no existe»; que la frase es absurda y el ateísmo un imposible lo explico en Filosofía andante— para centrarme en los aspectos éticos.

Pero antes tendré que decir algo sobre ese determinismo nihilista, y es que es moralmente irrelevante, porque se refiere a la libertad en sentido metafísico, cuando el libre albedrío es la «potestad de obrar por reflexión y elección» (DRAE), esto es, el hecho trivial de que los seres humanos elegimos, por más condicionantes que haya. Por algún motivo, para el autor solo es libre el albedrío que es «autodeterminado», esto es, aquel en el que los demás y el azar tienen efecto nulo. Es solo una libertad disparatada (inhumana) lo que no tenemos. Sorprendentemente, Zamora sostiene que este libre albedrío metafísico es esencial en términos morales, luego de negarlo poco antes —«¡Por supuesto que tenemos opciones entre las que elegir, por supuesto que tomamos decisiones!»—, para afirmar a continuación que es una ilusión que nuestras elecciones podrían haber sido distintas. La confusión proviene de su alegre triscar entre la moral y la metafísica, que lo aboca a un interminable lío: «Nuestras decisiones son, en algún sentido profundo, inevitables»; ¿qué será esa abstrusa «profundidad» que tanto le importa?


Su tesis principal se basa en este movimiento trilero: tras negar que existan los valores «absolutos», asegura que «no hay una diferencia objetiva entre lo que está moralmente bien y lo que está moralmente mal». Yo no sé qué significa «absoluto», pero sí qué significa «objetivo» (DRAE: «Que existe realmente, fuera del sujeto que lo conoce»), como sé qué es la verdad: aquel juicio que más se acerca a la realidad, en este caso a la experiencia humana de lo que hace que la vida merezca la pena. Sin embargo, el autor niega realidad alguna precisamente a aquello de lo que tenemos tantísimos juicios e investigaciones. «No existen las verdades morales», afirma, «los valores éticos son siempre relativos y subjetivos», de modo que afirmar que la violación está mal sería un caso de —erróneo— realismo ético. Según parece, existe el realismo cromático —«la silla es roja»—, pero no el realismo moral —«violar a un ser humano es malo»—, a pesar de que el propio autor reconozca que cada campo de conocimiento tiene sus reglas. «Violar no es intrínsecamente malo», nos dice, insistiendo otra vez en sus intrascendentes profundidades. La clave de la subjetividad moral, dice Zamora, es que «nadie tiene la posibilidad de ofrecer una demostración, justificación absoluta, universal y eternamente válida de que sus opiniones morales son justo las correctas», y a esta sarta de exageraciones irrazonables solo cabe responder que «nadie tiene la posibilidad de ofrecer una demostración, justificación absoluta, universal y eternamente válida» de un sinfín de cuestiones biológicas, químicas o físicas, lo cual no es óbice para la objetividad de esos saberes.

Que hombres y mujeres deban tener los mismos derechos y deberes es para los nihilistas una mera convicción que solo se debe a que estamos en la sociedad que estamos. Quienes practican la ablación no están moralmente equivocados, tan solo tienen otras preferencias; al parecer, un nihilista no es capaz de conectar una cuchilla y una niña aterrada de siete años con lo que hace que la vida sea justa, digna; el asunto es solo «una mera diferencia en las preferencias subjetivas». A pesar de ser positivista y naturalista, un nihilista no sabe nada del placer y el dolor, ni qué son el miedo, el estrés o la angustia; ahí se olvida. Que la ablación esté bien o mal, se nos dice, tiene el mismo sustento —la misma objetividad— a que prefieras el helado de vainilla al de chocolate, y «demostrar que el Holocausto fue objetivamente malvado es imposible» (sic). ¿No hay antropología, ni fisiología, ni psicología suficiente para concluir que aplicar la cuchilla al clítoris de una niña o gasear judíos es objetivamente bárbaro? «El bien y el mal moral no son más que ilusiones cognitivas», dice Zamora; pero la «ilusión de objetividad y de universalidad» que menciona existe solo en su mente y la de otros nihilistas.

«Si hubieras nacido en el Amazonas», aduce el autor, «lo más probable es que ciertas orugas vivas te parecerían un manjar exquisito», y si hubieras nacido en Roma te hubiera parecido bien disfrutar del espectáculo de personas devoradas por fieras en el circo. Pero también creerías que el sol es un dios, cosa que a Zamora, en cambio, no le parece «una preferencia subjetiva». Aristóteles consideraba moral la esclavitud, como el autor nos recuerda; pero también creía que las mujeres tenían menos dientes que los hombres. Siempre me fascinará que haya quien piense que la ética es el único campo del saber en que no cabe la ignorancia; la razón para ello es, por supuesto, la premisa inicial —«la moral es subjetiva»—, y a esto es a lo que solemos llamar razonamiento circular.

El propio autor se desmiente cuando nos invita a convencer a los demás de nuestras posturas morales «mostrando sus consecuencias en las personas»… ¡«consecuencias» que son justo la base de la objetividad de los juicios morales! Enternece, en este sentido, que Zamora se entretenga en explicarnos que unos alienígenas no entenderían nuestras reflexiones morales. Gran descubrimiento este, que la moral tiene hechuras humanas; el hecho de que sostenga que lo que consideramos objetivamente malo podría haber sido muy distinto no es más que otro de sus juegos mentales. De ningún modo justifica el relativismo ético, de igual forma que pensar que podríamos haber sido voladores no justifica el relativismo aéreo, como comprobará quien intente salir volando por la ventana.

Sabemos cada vez más sobre nuestras realidades morales. Durkheim explica en La división del trabajo que «es moral todo lo que es fuente de solidaridad, todo lo que obliga al hombre a […] regular sus acciones por algo más que […] su propio egoísmo». Dice el psicólogo Elliot Turiel: «Las reglas que previenen el daño son especiales, importantes, inalterables y universales»; no son todas, por lo tanto, meras «convenciones». Y añade Jonathan Haidt, un autor esencial en algo llamado psicología moral: «Observando los descubrimientos acerca de los bebés y los psicópatas […] es claro que las intuiciones morales emergen muy temprano y son necesarias para el desarrollo moral»; también dice que «somos políticos intuitivos». «La capacidad de establecer vínculos afectivos profundos es un componente común de la psicología de los mamíferos», afirma el psicólogo evolutivo Steve Stewart-Williams. Los sociobiólogos nos enseñan que acosamos a los insolidarios (free riders) por ser un requisito para nuestra supervivencia. Según el psicólogo Michael Tomasello, la cognición humana se alejó de la de otros primates cuando nuestros ancestros desarrollaron una intencionalidad compartida, un concepto clave para entender las bases biológicas de la objetividad moral, que es distintivamente humana: dos chimpancés no colaboran ni para cargar juntos un tronco. Haidt explica en La mente de los justos que esto propicia que se desarrollen matrices morales. Etcétera.

La ética no es ni gustos ni preferencias, sino conocimiento sobre qué hace que la vida sea justa, digna y buena. Afirmar, como hace el autor, que «no existe verdad en la moral» es negar que existe una experiencia universal humana (con todos los matices, grises y asuntos cuestionables que podamos imaginar: como en la física y la biología). El nihilismo no es solo científicamente descabellado; también carece por completo de compasión. Por supuesto, para un nihilista la compasión es solo una preferencia; pero hace falta añadir mucha ignorancia histórica —he ahí otro saber que nos alumbra— para afirmar que la vida humana no es mejor ni peor porque haya compasión. Dice Isaiah Berlin en Mi trayectoria intelectual: «No soy un relativista; no digo: “me gusta mi café con leche y a usted sin ella; estoy a favor de la bondad y usted prefiere los campos de concentración”: como si cada uno de nosotros tuviese sus propios valores, que ni se pueden solapar ni integrar. Yo creo que esto es falso». La mayoría de los seres humanos, afortunadamente, estamos de acuerdo.

Pero esto último está cambiando, en favor de los nihilistas, y ese es un problema muy serio. Los malos argumentos que niegan la objetividad a los juicios morales no son un juego académico: tienen consecuencias. Porque si no hay nada que esté bien o esté mal, ¿por qué íbamos a luchar por hacer que el mundo sea cada vez más justo? ¿Por unas preferencias? Esto es justo lo que las morales inferiores aducen cuando se les pide que avancen: que es un imperialismo occidental (forzar nuestras preferencias) el que induce, por ejemplo, a intentar cambiar las condiciones de la mujer en los países musulmanes. ¿Cómo se puede hablar siquiera de «avance» o «progreso» moral si no existe una referencia? Cuando se habla de la ética (=la moral) es muy importante considerar que estamos hablando de gente de carne y hueso que ríe o llora, sufre o disfruta, sobrevive o muere; aunque supongo que morir o vivir también le parecerá una mera preferencia a los nihilistas. En un mundo basado en la errónea idea de que todo es relativo y cada uno tiene «su» verdad moral van a abundar los actos inmorales. El problema del relativismo y el subjetivismo nihilista es que no te da para intentar luchar contra la ablación en el Sahel ni para acabar con las lapidaciones, porque todo está bien si parece que está bien en el interior de esa cultura, y esas cosas, si desaparecen, son solo «cambios», no «mejoras».

«No sé qué me pasa | que ya no me afectan las cosas importantes | ni las que no son importantes | solo quiero billetes y diamantes», recita Midas Alonso en su canción “Intimíssimi”. A esta cochambre nos aboca el nihilismo. Y puesto que lo vivo, puedo asegurar al lector que cada vez hay más jóvenes nihilistas, aunque rara vez sólidamente argumentados como Zamora, que juega constantemente con el orgullo de ir a contracorriente, cuando su filosofía navega con el viento a favor del individualismo rampante. Claro que el nihilismo no es la causa de todos nuestros males; pero es una excusa poderosísima para los egoístas extremos y los inmorales (valga la redundancia). Decía Miles Kingston, periodista y músico, que conocimiento es saber que un tomate es una fruta, y sabiduría es no ponerlo como ingrediente de una macedonia. Pues eso es, en esencia, un nihilista: alguien que tal vez acumule ciertos conocimientos, pero sin ni una pizca de sabiduría.
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