BLOG ORLANDO TAMBOSI
Claro que o niilismo não é a causa de todos os nossos males; mas é uma desculpa poderosíssima para os egoístas extremos e os imorais. David Cerdá García para Disidentia:
Publica Jesús Zamora Bonilla Una invitación al nihilismo
y es una ocasión estupenda para comprobar de qué va este asunto y de
cuánta salud goza. Explica el autor que el nihilismo consiste en creer
que la vida no tiene sentido, que Dios no existe, que no hay libre
albedrío ni valores morales objetivos, y en ser naturalista y
materialista. Dejaré en lo que sigue de lado algunas de estas cuestiones
—entre ellas, lo de «Dios no existe»; que la frase es absurda y el
ateísmo un imposible lo explico en Filosofía andante— para centrarme en los aspectos éticos.
Pero
antes tendré que decir algo sobre ese determinismo nihilista, y es que
es moralmente irrelevante, porque se refiere a la libertad en sentido
metafísico, cuando el libre albedrío es la «potestad de obrar por
reflexión y elección» (DRAE), esto es, el hecho trivial de que los seres
humanos elegimos, por más condicionantes que haya. Por algún motivo,
para el autor solo es libre el albedrío que es «autodeterminado», esto
es, aquel en el que los demás y el azar tienen efecto nulo. Es solo una
libertad disparatada (inhumana) lo que no tenemos. Sorprendentemente,
Zamora sostiene que este libre albedrío metafísico es esencial en
términos morales, luego de negarlo poco antes —«¡Por supuesto que
tenemos opciones entre las que elegir, por supuesto que tomamos
decisiones!»—, para afirmar a continuación que es una ilusión que
nuestras elecciones podrían haber sido distintas. La confusión proviene
de su alegre triscar entre la moral y la metafísica, que lo aboca a un
interminable lío: «Nuestras decisiones son, en algún sentido profundo,
inevitables»; ¿qué será esa abstrusa «profundidad» que tanto le importa?
Su tesis principal se basa en este movimiento trilero: tras negar que existan los valores «absolutos», asegura que «no hay una diferencia objetiva entre lo que está moralmente bien y lo que está moralmente mal». Yo no sé qué significa «absoluto», pero sí qué significa «objetivo» (DRAE: «Que existe realmente, fuera del sujeto que lo conoce»), como sé qué es la verdad: aquel juicio que más se acerca a la realidad, en este caso a la experiencia humana de lo que hace que la vida merezca la pena. Sin embargo, el autor niega realidad alguna precisamente a aquello de lo que tenemos tantísimos juicios e investigaciones. «No existen las verdades morales», afirma, «los valores éticos son siempre relativos y subjetivos», de modo que afirmar que la violación está mal sería un caso de —erróneo— realismo ético. Según parece, existe el realismo cromático —«la silla es roja»—, pero no el realismo moral —«violar a un ser humano es malo»—, a pesar de que el propio autor reconozca que cada campo de conocimiento tiene sus reglas. «Violar no es intrínsecamente malo», nos dice, insistiendo otra vez en sus intrascendentes profundidades. La clave de la subjetividad moral, dice Zamora, es que «nadie tiene la posibilidad de ofrecer una demostración, justificación absoluta, universal y eternamente válida de que sus opiniones morales son justo las correctas», y a esta sarta de exageraciones irrazonables solo cabe responder que «nadie tiene la posibilidad de ofrecer una demostración, justificación absoluta, universal y eternamente válida» de un sinfín de cuestiones biológicas, químicas o físicas, lo cual no es óbice para la objetividad de esos saberes.
Que
hombres y mujeres deban tener los mismos derechos y deberes es para los
nihilistas una mera convicción que solo se debe a que estamos en la
sociedad que estamos. Quienes practican la ablación no están moralmente
equivocados, tan solo tienen otras preferencias; al parecer, un
nihilista no es capaz de conectar una cuchilla y una niña aterrada de
siete años con lo que hace que la vida sea justa, digna; el asunto es
solo «una mera diferencia en las preferencias subjetivas». A pesar de
ser positivista y naturalista, un nihilista no sabe nada del placer y el
dolor, ni qué son el miedo, el estrés o la angustia; ahí se olvida. Que
la ablación esté bien o mal, se nos dice, tiene el mismo sustento —la
misma objetividad— a que prefieras el helado de vainilla al de
chocolate, y «demostrar que el Holocausto fue objetivamente malvado es
imposible» (sic). ¿No hay antropología, ni fisiología, ni psicología
suficiente para concluir que aplicar la cuchilla al clítoris de una niña
o gasear judíos es objetivamente bárbaro? «El bien y el mal moral no
son más que ilusiones cognitivas», dice Zamora; pero la «ilusión de
objetividad y de universalidad» que menciona existe solo en su mente y
la de otros nihilistas.
«Si
hubieras nacido en el Amazonas», aduce el autor, «lo más probable es
que ciertas orugas vivas te parecerían un manjar exquisito», y si
hubieras nacido en Roma te hubiera parecido bien disfrutar del
espectáculo de personas devoradas por fieras en el circo. Pero también
creerías que el sol es un dios, cosa que a Zamora, en cambio, no le
parece «una preferencia subjetiva». Aristóteles consideraba moral la
esclavitud, como el autor nos recuerda; pero también creía que las
mujeres tenían menos dientes que los hombres. Siempre me fascinará que
haya quien piense que la ética es el único campo del saber en que no
cabe la ignorancia; la razón para ello es, por supuesto, la premisa
inicial —«la moral es subjetiva»—, y a esto es a lo que solemos llamar
razonamiento circular.
El
propio autor se desmiente cuando nos invita a convencer a los demás de
nuestras posturas morales «mostrando sus consecuencias en las personas»…
¡«consecuencias» que son justo la base de la objetividad de los juicios
morales! Enternece, en este sentido, que Zamora se entretenga en
explicarnos que unos alienígenas no entenderían nuestras reflexiones
morales. Gran descubrimiento este, que la moral tiene hechuras humanas;
el hecho de que sostenga que lo que consideramos objetivamente malo
podría haber sido muy distinto no es más que otro de sus juegos
mentales. De ningún modo justifica el relativismo ético, de igual forma
que pensar que podríamos haber sido voladores no justifica el
relativismo aéreo, como comprobará quien intente salir volando por la
ventana.
Sabemos
cada vez más sobre nuestras realidades morales. Durkheim explica en La
división del trabajo que «es moral todo lo que es fuente de solidaridad,
todo lo que obliga al hombre a […] regular sus acciones por algo más
que […] su propio egoísmo». Dice el psicólogo Elliot Turiel: «Las reglas
que previenen el daño son especiales, importantes, inalterables y
universales»; no son todas, por lo tanto, meras «convenciones». Y añade
Jonathan Haidt, un autor esencial en algo llamado psicología moral:
«Observando los descubrimientos acerca de los bebés y los psicópatas […]
es claro que las intuiciones morales emergen muy temprano y son
necesarias para el desarrollo moral»; también dice que «somos políticos
intuitivos». «La capacidad de establecer vínculos afectivos profundos es
un componente común de la psicología de los mamíferos», afirma el
psicólogo evolutivo Steve Stewart-Williams. Los sociobiólogos nos
enseñan que acosamos a los insolidarios (free riders) por ser un
requisito para nuestra supervivencia. Según el psicólogo Michael
Tomasello, la cognición humana se alejó de la de otros primates cuando
nuestros ancestros desarrollaron una intencionalidad compartida, un
concepto clave para entender las bases biológicas de la objetividad
moral, que es distintivamente humana: dos chimpancés no colaboran ni
para cargar juntos un tronco. Haidt explica en La mente de los justos
que esto propicia que se desarrollen matrices morales. Etcétera.
La
ética no es ni gustos ni preferencias, sino conocimiento sobre qué hace
que la vida sea justa, digna y buena. Afirmar, como hace el autor, que
«no existe verdad en la moral» es negar que existe una experiencia
universal humana (con todos los matices, grises y asuntos cuestionables
que podamos imaginar: como en la física y la biología). El nihilismo no
es solo científicamente descabellado; también carece por completo de
compasión. Por supuesto, para un nihilista la compasión es solo una
preferencia; pero hace falta añadir mucha ignorancia histórica —he ahí
otro saber que nos alumbra— para afirmar que la vida humana no es mejor
ni peor porque haya compasión. Dice Isaiah Berlin en Mi trayectoria
intelectual: «No soy un relativista; no digo: “me gusta mi café con
leche y a usted sin ella; estoy a favor de la bondad y usted prefiere
los campos de concentración”: como si cada uno de nosotros tuviese sus
propios valores, que ni se pueden solapar ni integrar. Yo creo que esto
es falso». La mayoría de los seres humanos, afortunadamente, estamos de
acuerdo.
Pero
esto último está cambiando, en favor de los nihilistas, y ese es un
problema muy serio. Los malos argumentos que niegan la objetividad a los
juicios morales no son un juego académico: tienen consecuencias. Porque
si no hay nada que esté bien o esté mal, ¿por qué íbamos a luchar por
hacer que el mundo sea cada vez más justo? ¿Por unas preferencias? Esto
es justo lo que las morales inferiores aducen cuando se les pide que
avancen: que es un imperialismo occidental (forzar nuestras
preferencias) el que induce, por ejemplo, a intentar cambiar las
condiciones de la mujer en los países musulmanes. ¿Cómo se puede hablar
siquiera de «avance» o «progreso» moral si no existe una referencia?
Cuando se habla de la ética (=la moral)
es muy importante considerar que estamos hablando de gente de carne y
hueso que ríe o llora, sufre o disfruta, sobrevive o muere; aunque
supongo que morir o vivir también le parecerá una mera preferencia a los
nihilistas. En un mundo basado en la errónea idea de que todo es
relativo y cada uno tiene «su» verdad moral van a abundar los actos
inmorales. El problema del relativismo y el subjetivismo nihilista es
que no te da para intentar luchar contra la ablación en el Sahel ni para
acabar con las lapidaciones, porque todo está bien si parece que está
bien en el interior de esa cultura, y esas cosas, si desaparecen, son
solo «cambios», no «mejoras».
«No
sé qué me pasa | que ya no me afectan las cosas importantes | ni las
que no son importantes | solo quiero billetes y diamantes», recita Midas
Alonso en su canción “Intimíssimi”. A esta cochambre nos aboca el
nihilismo. Y puesto que lo vivo, puedo asegurar al lector que cada vez
hay más jóvenes nihilistas, aunque rara vez sólidamente argumentados
como Zamora, que juega constantemente con el orgullo de ir a
contracorriente, cuando su filosofía navega con el viento a favor del
individualismo rampante. Claro que el nihilismo no es la causa de todos
nuestros males; pero es una excusa poderosísima para los egoístas
extremos y los inmorales (valga la redundancia). Decía Miles Kingston,
periodista y músico, que conocimiento es saber que un tomate es una
fruta, y sabiduría es no ponerlo como ingrediente de una macedonia. Pues
eso es, en esencia, un nihilista: alguien que tal vez acumule ciertos
conocimientos, pero sin ni una pizca de sabiduría.
Postado há 1 week ago por Orlando Tambosi
Nenhum comentário:
Postar um comentário