Séculos antes da "revolução cognitiva", Spinoza sustentou a existência de uma força que impele todo vivente e, também, o laço indissolúvel de emoções e pensamento. Para o filósofo, conhecer é também entender nosso corpo, nosso lado não racional. Maurício García Villegas para o dossiê spinoziano de Letras Libres:
El
investigador Edward Wilson propuso, en 1975, que el comportamiento
humano se estudiara exclusivamente a partir de la biología. Las
reacciones en su contra, alimentadas por afirmaciones temerarias que
Wilson utilizaba como propaganda de sí mismo, no se hicieron esperar. Se
le acusó de defender propósitos racistas, misóginos y hasta
eugenésicos. Fueron necesarias varias décadas para que las aguas se
calmaran. Hoy en día, casi cincuenta años después, muchas (no todas) de
las intuiciones de Wilson, agrupadas bajo la etiqueta de sociobiología,
han sido confirmadas gracias a los avances de la neurociencia, la
inteligencia artificial, la psicología evolutiva y la ciencia
computacional, todo ello en un conjunto de saber que se conoce como
revolución cognitiva. Revivió así la intuición darwiniana de que la
fuerza interna de la vida para mantenerse en pie es el origen de todo.
Esa pujanza que lucha por mantener el pálpito vital es la homeostasis,
un concepto que se suele asociar con dos fenómenos biológicos:
autorregulación y equilibrio. Aquí me ciño a las explicaciones recientes
del neurocientífico Antonio Damasio, para quien la homeostasis es más
bien la fuerza que asegura la regulación de la vida en un rango que no
solo es compatible con la supervivencia, sino también con el
“florecimiento y la proyección futura de un organismo o de una especie”.
Incluso en las manifestaciones más simples de la vida, en las
bacterias, por ejemplo, el impulso homeostático está siempre activo. No
solo cada organismo defiende su existencia, sino que en ese empeño se
une con otros para ser más efectivo. En entornos con alimentos escasos,
los individuos se juntan formando cadenas colaborativas que les permiten
sobrevivir. Cuando otras colonias compiten por ese alimento escaso,
viene la guerra. Los que no colaboran son aislados y reducidos. El ojo
humano que, con la ayuda del microscopio, observa el universo diminuto y
básico de las bacterias es testigo de las primeras manifestaciones de
una moral elemental de empatía y rechazo. La colaboración no solo ocurre
entre individuos, sino en el interior de cada uno de ellos. La vida es
una red de sistemas interconectados (el nervioso, el gástrico, el
linfático, etc.) construidos a partir de componentes simples (moléculas,
células) que colaboran entre sí y forman configuraciones intrincadas
que, tarde en la evolución, dieron lugar a la conciencia.
Se
suele pensar que las emociones y los sentimientos son patrimonio
exclusivo del ser humano y que aparecieron con el desarrollo de los
lóbulos frontales del córtex cerebral. Los sentimientos, según esto,
tendrían una nobleza evolutiva propia de las cumbres de la selección
natural. Pero, como ya lo había vislumbrado Darwin, los sentimientos y
la conciencia tienen antecedentes muy remotos en la evolución. Se han
encontrado formas básicas de conciencia en organismos unicelulares,
esponjas e hidras y cefalópodos, lo cual sugiere que los sentimientos
son invenciones biológicas. Durante la mayor parte de la historia de la
vida, dice Damasio, “numerosas especies de animales y plantas exhibieron
comportamientos sociales inteligentes”. Los organismos más elementales
detectan el entorno a partir de mecanismos sensoriales básicos. De allí
derivan sensaciones que son valoradas de manera positiva o negativa,
según favorezcan o no la fuerza homeostática. Esas valoraciones
primitivas, que Damasio denomina “valencias”, son el origen de las
emociones. Algunos de estos organismos lograron crear imágenes de su
entorno. En los seres vivos con sistemas nerviosos complejos, las
emociones se juntan formando experiencias mentales que denominamos
sentimientos. Cuando los vertebrados fueron capaces de articular un
lenguaje y de ser conscientes, la conciencia adquirió formas más
sutiles, más complejas y más cooperativas. En este barro emocional se
amasó el alma humana.
Todo,
o casi todo lo que mueve al Homo sapiens, desde el atónito llanto de un
bebé al momento de nacer hasta el lánguido suspiro del moribundo,
pasando por los sabores en el paladar, las imágenes en los ojos, las
sensaciones en las manos, el placer envolvente del sexo, el goce del
viento frío en la cara en una tarde soleada, los sortilegios del amor,
el asombro del arte, la revelación de la literatura, las recompensas de
la amistad, todo eso y muchísimo más es el producto de las emociones y
de los sentimientos que ellas crean. No solo de las emociones, claro
está, pero ellas son lo primero y lo esencial, aquello sin lo cual la
vida animal es irreconocible. La cultura, los gobiernos, la ciencia, la
filosofía, la justicia y las religiones, entre muchas otras cosas,
obedecen a la valoración positiva de una chispa emocional que les dio
origen. La civilización está sólidamente anclada en los afectos. Nada de
lo que ha ocurrido en la historia de la humanidad podría ser explicado
si no existiera el asombro ante la belleza, la compasión ante el dolor o
la rabia ante la injusticia. El intelecto, con sus razones, viene
después, a veces para encauzar ese torrente de sensaciones, a veces para
moderarlo, a veces para impulsarlo y otras veces para asistir,
impávido, a su paso arrollador. Más que animales racionales somos
animales emocionales. “Hay una historia subterránea –dicen Theodor
Adorno y Max Horkheimer– que corre por debajo de la historia que
conocemos de Europa. Es la historia de los instintos y de las pasiones
humanas reprimidas o desfiguradas por la civilización.”
*
Para
Baruch Spinoza la vida está impulsada por una fuerza interior
denominada conatus y que no solo está presente en los humanos sino que
parte de la vida. “Cada cosa –decía– se esfuerza por perseverar en su
ser”; y además, “ese esfuerzo […] es su esencia”. Todos los seres
humanos estamos jalonados por esa fuerza biológica y espiritual a la
vez, que nos fortalece y nos mejora. Hay una extraordinaria similitud
entre este concepto y el de homeostasis y de ahí, en parte, la
fascinación de Antonio Damasio por Spinoza. El conatus se manifiesta en
el deseo, que es “la esencia del hombre”, dice Spinoza. No hay nada
virtuoso en la supresión de los deseos, por el contrario, hay mucho de
sospechoso; es tanto como cercenar la vida y acercarse a la muerte. De
hombres sabios, decía Spinoza, es disfrutar, guiados por la razón, de
las emociones que nos ofrece el cuerpo. Podemos, por ejemplo, optar por
un placer duradero y enriquecedor, como el amor o el arte, en lugar de
optar por uno efímero y destructor, como la embriaguez.
Spinoza
sostenía, siglos antes de la revolución cognitiva, que el espíritu es
la expresión intelectual del cuerpo y este es la expresión corporal del
espíritu; lo emocional y lo cognitivo están inextricablemente unidos. El
conocimiento de sí mismo, para él, no viene de ninguna fuente
metafísica, de un alma inmortal, por ejemplo (Spinoza era más bien un
panteísta, aunque este es un asunto muy debatido), sino del esfuerzo que
hacemos por entender nuestro cuerpo y sus emociones. Así de simple y
así de difícil. Hay que conocer las emociones humanas, los sentimientos,
de la misma manera que tratamos de entender los tornados o las
inundaciones. El error de los filósofos y de los sacerdotes, decía, ha
sido justamente tratar la naturaleza humana no como lo que es, sino como
lo que se quiere que sea. No tenemos, como suponen los teólogos, un
espíritu iluminado que comanda el cuerpo, sino un cuerpo que nos
sobrepasa y nos conduce, sin que lo entendamos plenamente: nuestra
capacidad para conocer lo que somos es una facultad muy limitada. La
conciencia es una facultad asediada por las ilusiones; que conoce poco y
sueña despierta.
No intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo consideramos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos.
Suprimir
el deseo, matar los placeres, como lo predican las religiones, es
renunciar al conocimiento y extraviarse en mentiras imaginarias, decía
Spinoza. No solo eso, también es vivir una vida triste. El verdadero
dualismo, para Spinoza, no es entre alma y cuerpo, sino entre los que se
rinden a la tristeza, suprimiendo el goce, y los que viven de manera
alegre, en armonía con las emociones y guiados por la razón. “El goce
–dice– es el paso de una menor a una mayor perfección.” No por eso
recomienda una vida de pasiones desenfrenadas; lo suyo era el goce
inteligente y libre, sin caer en el exceso ni en la abstinencia. La
libertad consiste en depurar los deseos para que nos den la mayor
satisfacción posible, las mayores alegrías. Esa es, decía, la verdadera
“beatitud”. Desear algo no es un desplome, una caída, como piensan san
Pablo y san Agustín; al contrario, es una potencia que, bien dirigida
por la razón, nos hace mejores y más felices.
Todo
lo que somos, decía Spinoza, se explica por el tipo de encuentros que
tenemos en la vida. Somos el resultado de encuentros con cosas y con
personas. Una comida que nos cae mal o un animal que nos rasga la piel
son malos encuentros. La muerte es un mal encuentro; nada más que eso, y
siendo tal cosa no debe ser objeto de nuestra preocupación: “El hombre
libre en nada piensa menos que en la muerte”, decía; es necesaria, pero
también ajena; está por fuera de la vida. Estamos hechos para la vida y
solo para ella, lo demás no existe.
Con
las personas tenemos los encuentros que más hacen de nosotros lo que
somos. Cada hombre completa a los otros y es completado por ellos, dice.
Un encuentro feliz que conviene a nuestra naturaleza nos vitaliza,
refuerza nuestras emociones más positivas, como la alegría, la
confianza, el amor y potencia la vida (conatus). Y a la inversa, los
malos encuentros nos disminuyen, nos apocan, nos entristecen. La
sabiduría consiste en escoger los mejores encuentros, para espantar la
tristeza y aumentar la potencia vital. El mal no existe, lo que hay es
malos encuentros, malas relaciones. No existen el bien y el mal, sino lo
bueno y lo malo; lo bueno es lo que va en el sentido del conatus, de la
vida y de la alegría, lo malo es lo que va en el sentido de la muerte y
de la tristeza.
La
Ética de Spinoza está inspirada en el propósito de organizar e impulsar
la vida (los deseos) para reducir la tristeza y aumentar la alegría. Es
una ética del goce contra la ética de la congoja. Tampoco es una ética
de los deberes, sino de las virtudes: no se pregunta qué debo hacer
según una regla, sino cómo puedo ser mejor.
Parte
esencial de su obra está dedicada a denunciar a tres personajes que han
empobrecido al mundo: el esclavo, el tirano y el sacerdote. El primero
es triste por su condición; el segundo vive de la tristeza de los demás y
el tercero vive de hacer apología de la vida triste.
Spinoza
muestra la dependencia recíproca entre los tiranos y los esclavos. El
gran secreto de la monarquía despótica consiste en engañar a los
súbditos haciéndoles creer que su obediencia no es su sumisión sino una
salvación. Esto recuerda lo dicho por Étienne de La Boétie (el amigo de
Montaigne), casi un siglo antes, sobre la servidumbre voluntaria. Para
esclavizar a un pueblo hay dos métodos posibles, decía La Boétie, por
medio de la fuerza o por medio del engaño, y este segundo es tal vez más
común y efectivo.
Los mismos tiranos encuentran muy extraño que los hombres puedan tolerar a un individuo que les causa mal; por eso se empeñan en adornarse con la religión y, de ser posible, en apropiarse de una porción de divinidad para conservar su perversa vida.
Spinoza
tiene la misma preocupación: los tiranos necesitan de la tristeza de
los sometidos y estos necesitan creer en los tiranos como si fueran sus
salvadores. Los profetas son los otros grandes propagadores de tristeza.
Difunden una moral que castiga el cuerpo y las pasiones y entristecen a
los seres humanos inculcando la culpa, la humillación, la crueldad, la
venganza y la rabia. Los profetas no tienen ningún conocimiento
particular o superior que les permita imponer esta moral, solo se valen
de las ilusiones de la conciencia, de las debilidades del conocimiento,
para imponerse. Su teología no tiene que ver con la verdad sino con la
fe y la fe tiene que ver con la obediencia, con la sumisión. Así, en
unión con los tiranos y con la complicidad de los esclavos, propagan la
tristeza por doquier y hacen del mundo un sitio achicado y lúgubre.
Hay
que evitar, dice Spinoza, todo encadenamiento a las emociones tristes,
como la rabia, la envidia, la venganza, el miedo, la desesperanza, la
indignación, la vergüenza, el remordimiento, la cólera, etc. Todas ellas
alimentan una vida afligida, sin conatus o con un conatus tanático que
apaga la vida. Hay que romper el ciclo vicioso de la rabia. Para
lograrlo, necesitamos de la inteligencia y sobre todo de las buenas
relaciones. “El odio que es completamente vencido por el amor se
transforma en amor, y ese amor es por ello mismo más grande que si el
odio no lo hubiera precedido.”
La
sabiduría, dice Spinoza, no es un deber, es la posibilidad que tenemos
de aumentar nuestra potencia vital por medio del goce inteligente,
ponderado. No hay que suprimir el deseo, como hacen las religiones. La
verdadera vida ética consiste en pasar de la tristeza al goce, de la
servidumbre a la libertad y de la impotencia a la potencia.
La
razón necesita de los sentimientos para conducirnos hacia la sabiduría.
No es posible, por ejemplo, acabar con la rabia por medio de un
silogismo racional o de un pensamiento puramente intelectual. Si usted
quiere aplacar la cólera de alguien, sugiere Spinoza, lo menos adecuado
que puede hacer es darle un argumento contrario al que defiende, o
tratar de convencerlo con razones; lo ideal es mostrarle una emoción
contraria a la emoción que late en él. Se me ocurre un buen ejemplo,
entre muchos posibles, para ilustrar esto. Se trata del plebiscito de
1988 en Chile, que puso a decidir si el dictador Augusto Pinochet seguía
en el poder o no. Los partidarios del No tuvieron un gran debate sobre
qué tipo de mensaje deberían difundir como estrategia para vencer en las
urnas a los partidarios del Sí. Unos, la mayoría, estimaban que lo
mejor era denunciar las atrocidades cometidas por la dictadura. Otros,
la minoría, estimaban que lo que había que hacer era una campaña serena,
que hiciera soñar a la gente con un futuro mejor. Finalmente, se
impusieron estos últimos, no sin graves tensiones previas, y pusieron en
marcha una campaña publicitaria que empezaba diciendo “la alegría ya
viene”; “nace el arco iris después de la tempestad”. Así, contra todos
los pronósticos, vencieron. ~
Fragmento del libro El país de las emociones tristes, publicado por la Editorial Planeta Colombiana, bajo el sello de Ariel.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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