Segismundo Álvarez Royo-Villanva resenha, para a Revista de Libros, a obra 'Nadie nace en un cuerpo equivocado: Éxito y miseria de la identidad de género', de José Errasti e Marino Pérez Álvares, lançado na Espanha este ano:
La
cuestión «trans» es actual y polémica. En España ha dado lugar a
choques entre los socios del actual Gobierno y a la fractura de los
movimientos feministas. Ahora mismo se tramita un Proyecto de Ley LGTBI
Trans, heredero de una proposición de Ley Trans de Unidas Podemos,
inicialmente rechazada por el PSOE pero ahora asumida en lo sustancial.
En Occidente se está produciendo un debate sobre la transexualidad en el
plano político, ideológico y médico. En los últimos dos años se han
puesto en cuestión los protocolos de tratamiento de la disforia de
género juvenil, y se han modificado en Finlandia1 y Suecia2
en 2020 y 2021. En Reino Unido, la condena de los servicios de Salud
británicos por haber permitido tratamientos hormonales a una menor sin
garantizar el consentimiento informado y sin control por terceros (caso Keira Bell) ha provocado una revisión oficial (Cass Review) cuyo primer informe (el Interim Report)3 ha dado lugar al cierre del centro de referencia nacional para este tratamiento, el centro Tavistock. Sin embargo, al mismo tiempo, y en sentido contrario, la OMS prepara una revisión de su manual relativo al género para decir que el sexo no es binario.
No
cabe duda, por tanto, de la oportunidad del libro de los profesores de
Psicología y Psicología Clínica de la Universidad de Oviedo (José
Errasti y Marino Pérez Alvarez), aunque no sea la primera obra que
critica la teoría dominante, que llamaremos teoría de la identidad de
género. Douglas Murray, en La masa enfurecida4, dedica el capítulo
«Trans» a rechazar la imposición de una ideología sin base científica
que pone en peligro a jóvenes y mujeres. Más recientemente el libro Un
daño Irreversible de Abigail Shrier5, se centra en el enorme incremento
de la disforia de género en chicas adolescentes en EE.UU, indagando las
causas y advirtiendo de sus peligros.
Pero
el libro de Errasti y Pérez es más ambicioso. Se centra en la crítica
de la teoría de identidad de género y no es un trabajo periodístico
-como los de Shrier o Murray- sino un ensayo académico -aunque
divulgativo- que aborda el tema desde los puntos de vista biológico,
filosófico, sociológico y psicológico. Los autores tienen una especial
preocupación por cuestiones de epistemología y de libertad de expresión,
como revela la dedicatoria del libro «a los estudiantes universitarios,
con la esperanza de que encuentren en las páginas de este libro un
espacio inseguro para sus ideas». Esto coloca al libro cerca de La
mimada mente americana de Haidt y Lukianoff,6 no solo porque defienden
el debate abierto en la Universidad y rechazan la cultura de la
cancelación, sino porque como psicólogos rechazan la infantilización y
la patologización de cualquier sufrimiento. El interés por el origen
filosófico de esta teoría les acerca también a un ensayo menos conocido,
El hombre endiosado de Alvaro Delgado-Gal7, que en 2009 advertía que
las filosofías posmodernas y libertarias convergían en la negación del
sexo biológico. En este sentido se alinean también con la crítica del
«wokismo» que hace Pablo Malo en Los peligros de la moralidad8 comentada
hace poco en un artículo de esta misma revista.
La ambición es amplia pero el libro no se hace largo y es documentado,
respetuoso y ameno. Sin duda por deformación profesional echo de menos
una mayor atención a la plasmación de la teoría de identidad de género
en el Proyecto de Ley que probablemente se apruebe en breve, por lo que
añadiré alguna referencia.
La tesis dominante: concepto y éxito de la identidad de género
Para entender qué es precisamente la «identidad de género» que los autores critican hay que empezar por definir sexo y género.
En
principio el sexo está determinado por la biología, y es binario, es
decir masculino o femenino, siendo la distinción básica los gametos que
producen los individuos de uno y otro sexo (óvulos o espermatozoides).
El «género» era un término utilizado fundamentalmente en filología pero a
raíz del movimiento feminista de los 60 se utiliza «género» para
denominar «los aspectos normativos o prescriptivos asociados al sexo»
(p. 113). En la teoría feminista se rechaza que esas normas sociales
tengan una base natural y se consideran imposiciones para mantener un
sistema patriarcal de subordinación de la mujer. Un buen ejemplo es la
definición que da la Guía para la atención de las personas trans en el ámbito sanitario
(en adelante Guía sanitaria trans) publicada por la FELTGB con sello
del Ministerio de Sanidad: «construcción cultural asignada a cada
categoría sexual, es decir, las formas de hacer, pensar y sentir que
culturalmente se espera y se enseña a cada persona según su sexo». La
esencia opresiva del género también se recoge en la Guía: «Sistema que
ejerce una relación de poder en la que se otorga un valor superior al
género masculino que al femenino». El género adquiere desde los años 60
una creciente importancia en el ámbito académico y se multiplican los
estudios de género con la finalidad de«combatir la falacia naturalista
que defendería la justificación biológica de las relaciones de poder
entre varones y mujeres» (p. 113).
Hasta
aquí parecen coincidir las teorías de las feministas clásicas y la de
identidad de género. Pero todo cambia cuando del concepto de género se
pasa al de «identidad de género». Según la Comisión de Derechos Humanos
de las Naciones Unidas, la identidad de género es «un sentimiento
sentido de forma interna y profunda de ser varón o mujer, o algo
intermedio u otra cosa. La identidad de género puede o no coincidir con
su sexo». La Asociación de Psiquiatría de Estados Unidos dice que «es
un sentimiento profundo e inherente de ser una mujer un varón o un
género alternativo» (p. 111). Como vemos, cuando el género se convierte
en identidad, se producen varios cambios. Por una parte, parece
desaparecer el carácter opresivo del género, que pasa de ser una
imposición social a un sentimiento propio y auténtico (p, 117). Al mismo
tiempo, el género deja de ser binario. Finalmente, el género se impone
sobre el sexo pues la vivencia interna no tiene que coincidir con el
sexo y debe prevalecer sobre este.
Estos
cambios, como dicen los autores, invierten la función del género: «si
en el pensamiento sexista tradicional un niño varón que se pinta las
uñas debe adaptar su género a su sexo, en el pensamiento generista queer
el mismo niño deberá adaptar su sexo a su género». El ejemplo es
gráfico pero revela un problema de la obra, porque se refiere a menudo
al generismo queer sin definirlo. Creo que en el libro se utiliza como
sinónimo de la teoría de identidad de género y tiene las siguientes
características fundamentales:
*La identidad de género es un sentimiento individual e inherente a la persona.
*La identidad de género no tiene por qué coincidir con el sexo.
*La identidad de género puede ser masculina, femenina u otra.
*La
identidad de género percibida prevalece sobre el sexo, tanto desde el
punto de vista jurídico como médico. Es decir, la autopercepción de
género puede imponerse al sexo legal y al sexo físico, de manera que
cada persona pueda modificar el sexo legal y optar por tratamientos
médicos que aproximen su anatomía y fisiología a las del «sexo
percibido», sin otro requisito que dicha autopercepción, que por
definición no admite control externo alguno. Esto se deriva de que la
autodeterminación de género es también una autodeterminación de sexo, no
simplemente una expresión de género distinta. La idea de «asignación de
sexo al nacer» que nuestro Proyecto de Ley admite, implica que el sexo
es interno y no puede ser observado, sino que se «asigna»
provisionalmente, pues solo el individuo conoce el sexo.
Los
autores señalan que la teoría de identidad de género no niega
directamente la existencia del sexo sino que deliberadamente confunde e
intercambia identidad de género e identidad sexual (de ahí el irónico
epígrafe «La identidad de género, digo de sexo, digo de género, digo…»).
Un buen ejemplo es el Proyecto de Ley que en el preámbulo utiliza ambas
fórmulas sin distinguirlas. Los autores explican también que el cambio
del término transexual por «trans» (que también adopta el Proyecto de
Ley) persigue englobar todas las posibles variantes (transexual,
transgénero, no binario) favoreciendo esa confusión (p. 115).
Creo
que la confusión no oculta que el elemento esencial es que el género se
impone, y finalmente anula el sexo. La teoría de la identidad de género
no consiste en permitir a las personas tener una expresión de género
distinta de la que corresponde a su sexo, es decir ignorar normas
sociales de género sin ser discriminado. Tampoco se trata de admitir que
para determinadas personas pueda ser conveniente asumir un género
distinto social o físicamente para solucionar su disforia de género. Lo
que defiende es que la única realidad es la autopercibida y por tanto es
lo mismo la identidad de género que la identidad sexual, y la
autodeterminación de género es autodeterminación de sexo. Veremos que
esto adquiere su lógica dentro de una determinada filosofía posmoderna
que sacraliza el sentimiento y la voluntad individual y considera que el
lenguaje determina la realidad.
Los
autores parten de que esta es ahora la teoría dominante no solo en el
ámbito académico sino en el político, médico, empresarial y educativo.
En
el ámbito político y legislativo, no parece discutible, vista la
definición de la identidad de género de la Comisión de la ONU. También
lo tiene claro el Proyecto de Ley, que cita en su preámbulo la
Resolución 2048 (2015) del Parlamento Europeo, que insta a los Estados
parte a «desarrollar procedimientos rápidos, transparentes y accesibles,
basados en la autodeterminación, para cambiar el nombre y el sexo
registrado de las personas transgénero (….)independientemente de su
edad»), También cita la «Estrategia para la igualdad de las personas
LGBTIQ 2020-2025» de la Comisión Europea, que recomienda a los Estados
miembros adoptar procedimientos de reconocimiento legal del género
basados en la autodeterminación, sin restricciones de edad. Hasta tal
punto esto es así que hasta el Informe del Consejo de Estado sobre el Proyecto de Ley,
que es muy crítico con el Proyecto, considera que la jurisprudencia
del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos y por el Tribunal Supremo
obliga a admitir el principio de autodeterminación de género y de sexo
(p. 64 y 69 del Informe).
En el ámbito médico, asumen esta teoría tanto la OMS como las principales asociaciones médicas de EE.UU, que siguen los documentos de la Asociación Profesional Mundial para la Salud Transgénero (WPATH), y de ahí ha pasado a las guías sanitarias estatales y autonómicas.
Llaman
la atención los autores sobre el apoyo a esta teoría de las grandes
empresas, en particular de EE.UU, con la adopción del lenguaje y los
eslóganes típicos de la ideología; también sobre el aumento de la
presencia de personas trans en los programas de televisión, series y
películas, que según los datos que aportan los autores se ha
multiplicado por 10 en menos de 10 años (p. 97/99).
Este
éxito en todos los ámbitos ha ido acompañado de lo que los autores
denominan la «inqueersición», es decir unas campañas de acusación de
transfobia a cualquier persona o institución que no se adhiera a la
teoría de la identidad de género con todas sus consecuencias. Esto es
una realidad. Son ejemplos los ataques a J.K Rowling por su apoyo a
feministas contrarias a esta teoría que detalló en una carta abierta, y que también han sufrido los autores del libro.
Como dicen los autores, la quema de libros de Harry Potter por sus
antiguos fans no deja de ser un ejemplo de la predicción de Marx de que
la historia se repite como farsa (p. 277). Tengo que decir, sin embargo,
que he escrito varios artículos en blogs y en prensa críticos con
algunos aspectos de los proyectos de ley trans, y no he recibido
prácticamente ningún ataque -aunque quizás esto solo sea una prueba de
mi irrelevancia-.
La miseria científica de la identidad de género
Los
autores reconocen el éxito de la identidad de género pero lo deploran, y
dan las razones por las que consideran que esta teoría es no solo
errónea sino perniciosa y se esfuerzan por explicar y criticar los
orígenes y fundamentos teóricos de la doctrina. Esto distingue a esta
obra y le permite complementar los estudios empíricos que empiezan a
demostrar los problemas prácticos de la teoría de la identidad de
género. Como el libro, a mi juicio, sacrifica algo el orden en beneficio
de la agilidad y frescura, pretendo en este comentario sistematizar los
argumentos y aportar algunos datos relacionados con la propuesta de
legislación. Comienzo -como el libro- con los biológicos.
La
reproducción sexuada anisogámica es una estrategia de reproducción muy
común entre los animales pues facilita la adaptación de una especie al
no ser los nuevos organismos copias de los originales. En todos la
naturaleza se realiza mediante la unión de células procedentes de dos
organismos diferenciados, que tiene unas características comunes en
todas las especies: uno aporta un gametos pequeños, móviles y numerosos,
y el otro un gameto grande y poco móvil. En todos los mamíferos el
sistema consiste en que los gametos pequeños se introducen en el cuerpo
del individuo con el gameto grande y la fecundación y gestación se
produce dentro de ese cuerpo. Esto requiere de diferenciaciones
anatómicas y fisiológicas en estos individuos, y da lugar a la
diferencia de sexo, entre machos (que aportan el gameto pequeño) y
hembras (que aportan el gameto grande o huevo). Cabría preguntarse si
era necesario explicar algo que viene en los manuales escolares, pero
los autores muestran que sí. No solo es que Mónica Oltra diga: «Yo soy
mujer no por mis genitales, lo soy porque pienso y me comporto como una
mujer»; es que en el New England Journal of Medicine unos médicos
sostienen que no debe mantenerse la asignación de sexo oficial, y que si
se mantiene «debería estar basada en la autoidentificación» (p.120).
Los
autores examinan hasta qué punto el sexo binario está puesto en
cuestión por la intersexualidad, es decir, por la existencia de personas
cuyos órganos o características sexuales difieren de las
características típicas de hombres y mujeres. Defienden que estas
variaciones no suponen que el sexo sea un continuo entre hombre y mujer
-con posibilidad de cualquier estado intermedio- pues desde un punto de
vista médico lo que existen son unos síndromes (o condiciones médicas)
que interfieren en el desarrollo de determinadas características
sexuales (que van desde más vello a malformaciones de los genitales).
Esta parece ser también la posición dominante en las enciclopedias
médicas, que definen la intersexualidad como un «grupo de condiciones
médicas» concretas.
La
postura de los autores parece acertada desde el punto de vista
científico, pero la discusión puede acabar siendo nominalista, pues
depende que como se defina biológicamente el sexo. Si se hace desde el
punto de vista de los cromosomas la práctica totalidad de las personas
llamadas intersexuales son hombres o mujeres con una condición médica
que afecta, entre otras cosas, al desarrollo de determinados caracteres
sexuales. En todo caso, lo importante es señalar que se trata de un
problema distinto del de las personas que tienen el sentimiento de
pertenecer a un sexo distinto del biológico. Las personas que sufren
estos síndromes o condiciones médicas no son por ello «trans».
Corresponderá a la medicina y determinar cuál es el mejor tratamiento y
en qué momento se debe realizar, por supuesto de acuerdo con el paciente
o sus representantes. No se puede mezclar esta situación con la de las
personas que, sin tener ninguna condición médica que afecte a sus
características sexuales, se sienten de otro sexo, porque los problemas y
las soluciones son distintos. De hecho, algunas personas con esas
diferencias de desarrollo sexual han denunciado su instrumentalización
por el movimiento queer, como recogen los autores (p.40). Esta confusión
la padece el Proyecto de Ley, que en relación con las personas
intersexuales prohíbe «todas aquellas prácticas de modificación genital
en personas recién nacidas, salvo en los casos en que las indicaciones
médicas exijan lo contrario en aras de proteger la salud de la persona».
Es sorprendente que la Ley no trate de limitar en ningún momento las
intervenciones médicas de los menores con disforia de género, pero
prohíba la intervención en las personas intersexuales. Lo lógico sería
dejar este tema al criterio médico -al que de todas maneras se remite la
norma, aunque de manera confusa-. Parece que más que proteger a estas
personas, lo que se pretende es introducir en la Ley el discutido
concepto de intersexualidad para rechazar el sexo binario y así
«deconstruirlo».
La miseria lógica y filosófica
La
primera falla de la teoría de la identidad de género es conceptual. Se
parte de que el género es un constructo social que se impone a las
personas de un determinado sexo, pero al mismo tiempo se dice que la
identidad de género/sexual es una autopercepción inherente a la persona,
que no puede ser discutida por terceros y que se puede manifestar a
edades muy tempranas. Así lo expresan no solo los materiales de las
organizaciones queer (p. 119) sino también las definiciones vistas:
«sentimiento sentido de forma interna y profunda» o «sentimiento
profundo e inherente». Un documento en teoría para uso de profesionales
sanitarios como la Guía sanitaria trans dice: «Solo la criatura será
capaz de decirnos, cuando así lo haya decidido y tras todas las
exploraciones que ésta precise, si como sociedad nos equivocamos al
registrarla con un género determinado incluso antes de que nos lo
pudiera decir por sí misma». Lo mismo se deduce del concepto de
«asignación» de sexo que el Proyecto de Ley asume. El problema es que es
contradictorio defender que es innata la percepción de pertenecer a un
género, y al tiempo defender que es un constructo social, que por tanto
ha de ser aprendido (p. 117). Según los autores, la sensación subjetiva
de ajuste o desajuste con esas normas sociales responde «al aprendizaje
social organizado alrededor de los estereotipos sexistas tradicionales, o
también a un modelado resultante de la mezcla de una cultura que ha
empezado a promocionar estas ideas y un entorno personal especialmente
sensible a estas cuestiones» (p.122). Que el género se aprende y que la
reacción al mismo está condicionada en parte por elementos externos
(como todo en nuestra vida) parece evidente, pero se rechaza por los
defensores de la identidad de género. Por eso el conocido estudio de la ginecóloga Lisa Littman,
de la Universidad de Brown, que advertía de un posible efecto imitación
y de la influencia de las redes sociales en la percepción de género de
chicas adolescentes, fue anatemizado por el movimiento trans hasta tal
punto que fue retirado por la Universidad -para después ser repuesto sin
correcciones sustanciales-.
Una
segunda contradicción se produce con la función del género. Si el
género viene impuesto por la sociedad para oprimir a las mujeres, ¿cómo
puede ser la base de una identidad? Si alguien no se siente identificado
con las normas que el género impone a su sexo, lo lógico será luchar
contra ellas, no cambiar de sexo. Me sorprende que el movimiento
feminista no destaque que eso es precisamente lo que han hecho desde
hace más de un siglo: modificar los estereotipos de género. Ya nadie
considera «no femenina» a una mujer por llevar pantalones o por fumar;
la conocida entrevista del Fary, calificando de «hombre blandengue» al
padre que empuja el carrito del niño, es hoy más ridícula que graciosa.
Esto es el progreso social, mientras la teoría de la identidad de género
supone algo tan reaccionario como alentar la interiorización de
estereotipos inadecuados con consecuencias como la mutilación o la
dependencia de por vida de fármacos.
La
teoría también lleva a una disolución de los propios conceptos que
utiliza. El eslogan «las mujeres trans son mujeres» implica la
prevalencia del género sobre el sexo. Pero además, si es mujer quien se
siente mujer, como decía Mónica Oltra, el subjetivismo anula el concepto
de mujer. Como dicen los autores, «si cada mujer es diferente y lo que
la hace mujer es diferente, ser mujer no significa nada» (p.125).
Tendrían razón las feministas que sostienen que la teoría de la
identidad de género supone el borrado de las mujeres (aunque cabría
añadir que también de los hombres).
El
carácter no binario del género (y del sexo) también entra en
contradicción con el concepto de género. Con cierto humor (que abunda en
el libro) los autores enumeran algunos de los 251 géneros que reconoce
una asociación queer y refieren que en la «LGTBI wiki» son más de 4.000.
Es cierto que el género, como es un constructo social, conceptualmente
puede no ser binario, aunque el sexo lo sea. Pero si la función del
género es justamente imponer formas de actuación diferenciadas a varones
y hembras, necesariamente ha de ser binario. No parece posible
«autopercibir» un constructo social que no ha sido construido. Por
supuesto eso no quiere decir que las personas no tengan derecho a
rechazar las expresiones de género estereotipadas y a ser respetadas.
Pero es rechazo no es una “identidad inherente”, ni las convierte en
personas de otro sexo.
La
infinita variedad de géneros y la idea de género fluido o no constante
también están en contradicción con una «autopercepción» de algo profundo
e inherente. El libro recoge relatos de las asociaciones trans que
sistemáticamente se refieren al descubrimiento por niños de su «esencia»
como hombre o mujer, pero eso es difícilmente compatible con la fluidez
o los cambios de percepción y también con el respeto a la voluntad
cambiante de la persona. Si algo es «inherente» y «profundo» no puede
ser cambiante ni estar sometido a la voluntad.
El
carácter fluido del género/sexo parece contradictorio con el rechazo a
las terapias de aversión y conversión voluntarias. Añado aquí que quizás
la norma más peligrosa de todo el Proyecto de Ley es la que prohíbe
«métodos, programas y terapias de aversión, conversión o
contracondicionamiento, en cualquier forma, destinados a modificar la
orientación o identidad sexual o la expresión de género de las personas,
incluso si cuentan con el consentimiento de las personas interesadas».
Desde un punto de vista de técnica jurídica, es inadmisible que una
regla cuya infracción lleva aparejada graves sanciones incluya supuestos
tan amplios e indeterminados. Esto supondrá en la práctica un grave
riesgo para cualquier psicólogo o médico al que se le solicite ayuda, y
en consecuencia que se deje de atender adecuadamente a muchas personas.
Pero limitándonos al aspecto lógico, si de lo que se trata es de
respetar la autonomía personal -hasta el punto que para el cambio de
sexo de menores la Ley prescindirá de la participación de padres,
psicólogos o jueces-, es incomprensible que una persona con plena
capacidad no pueda acudir a los procedimientos que quiera para tratar su
disforia de género. Con la literalidad de la norma, podría llegarse al
absurdo de considerar sancionable la terapia preferida por defensores de
esta teoría, es decir, la afirmación de género, pues podría
considerarse un «método para modificar la identidad sexual» aunque sea
querida por el individuo.
También
es incoherente la solución propuesta por esta teoría cuando se produce
la discordancia entre el sexo biológico y el autopercibido. La solución
es el «enfoque afirmativo», es decir que padres, escuela, médicos y
psicólogos no deben nunca cuestionar y siempre apoyar la autopercepción y
la transición al otro sexo. El problema es que no es posible defender
al mismo tiempo que la disforia de género no es una patología y que la
solución son agresivos tratamientos médicos que tienen efectos negativos
muy graves (esterilidad, anorgasmia y muchos efectos secundarios) en
general irreversibles (p.180). Volveremos sobre ello.
También
se reitera en varias partes del libro la incoherencia ideológica (p.
156, 180). La teoría surge en ambientes universitarios de izquierdas,
dentro de las tendencias de la defensa identitaria de las minorías, pero
termina consagrando los estereotipos sexistas tradicionales, se alinea
con el liberalismo más individualista y favorece a la industria
farmacéutica y médica, al convertir a las personas trans en clientes de
por vida de un tratamiento farmacológico (y al mismo tiempo en enfermos
crónicos). Quizás más que una incoherencia es una nueva ideología basada
en la prevalencia del individuo y de sus emociones sobre cualquier otro
principio, que se pone al servicio del consumismo más extremo. En este
caso a través del consumo de drogas y cirugía, o en la gestación
subrogada a través del alquiler de la gestación.
La miseria psicológica y médica
Sin
perjuicio del interés de los aspectos lógicos y filosóficos, es en la
atención psicológica y médica donde nos estamos jugando el desarrollo y
la felicidad de muchos jóvenes con problemas. Aunque el libro cita
varios estudios, añadiré referencias a los muy recientes informes sobre
actuación sanitaria con menores que se han realizado en Suecia,
Finlandia y Reino Unido.
Lo
que la psicología y psiquiatría deberían aportar en los casos de
disforia de género es una explicación de por qué se produce y terapias
que reduzcan los efectos negativos sobre la persona. Sin embargo, en la
teoría de la identidad de género, nada de esto es posible. Según la Guía
sanitaria trans el «diagnóstico psicológico-psiquiátrico solo ha
servido para aumentar la discriminación y el estigma social de las
personas trans». Esto es coherente con la idea de que cada persona que
«nace» con una identidad de género «inherente» e independiente de su
sexo, que ella misma percibe de forma «profunda». En esa línea el
Proyecto de Ley prohíbe exigir cualquier examen médico o psicológico
para el cambio de sexo.
Los
autores, sin embargo, rechazan el esencialismo de género, es decir que
el género sea inherente a la persona e independiente de cualquier
influencia social. Primero por una razón de pura lógica: siendo el
género un constructo social, no puede preexistir en la persona (p. 200,
209). Esto parece avalado por distintas evidencias recientes. Por
ejemplo, uno de los hechos que ha generado más preocupación en la
comunidad científica es el enorme aumento de la disforia de género en
chicas adolescentes sin que antes hubieran existido síntomas (de un
4400% en 8 años en el Reino Unido y más del 1000% en distintos países
occidentales avanzados). El citado estudio de Littman identificó
factores comunes en el periodo inmediatamente anterior a la aparición de
la disforia: inmersión intensa en redes sociales, estrés psicosocial y
diagnósticos de salud mental concurrentes (p. 197). Consideran los
autores que la disforia puede constituir en muchos casos la respuesta al
estrés del adolescente que busca su identidad (p. 70), y que a esto
contribuye la hiperprotección de la infancia y la adolescencia que crea
jóvenes vulnerables (en la línea de Lukianoff y Haidt en págs. 163 y
ss. de La mimada mente americana). También señalan que puede contribuir a
este aumento la hipersexualización de las niñas, el adelanto de la
pubertad y las redes sociales, cuyo uso está asociado a índices mucho
más elevados de ansiedad y depresión, en particular en las adolescentes.
El informe Cass
confirma, por una parte, que el aumento de casos de disforia de género
se concentra en mujeres al principio de la adolescencia; por otra, la
sobre-representación en este grupo de personas con trastornos del
espectro autista y otros tipos de afecciones neurológicas.
Todo
esto confluye en la idea de que la intervención de psicólogos y médicos
no es una agresión sino un apoyo para tomar una decisión adecuada. Me
gustaría añadir la perspectiva de un jurista. La identidad de género,
aunque sea un «sentimiento», sólo puede trascender si se manifiesta, si
se convierte en una manifestación de voluntad de la persona, es decir en
un «consentimiento». Pero para que el consentimiento sea válido, es
necesario que la voluntad sea informada y auténtica. En relación con lo
primero, no puede haber consentimiento sin conocimiento del objeto de la
decisión y de las consecuencias de esta. El legislador interviene de
formas diversas para garantizar este «consentimiento informado», incluso
para actos mucho menos importantes de personas plenamente capaces. Por
ejemplo, para contratar un simple préstamo hipotecario, se exige que el
banco entregue con antelación una completa información, y que se
concierte una entrevista previa a la firma de la hipoteca con un notario
-sin presencia del Banco- para asegurar la perfecta comprensión de
todas las condiciones y tener tiempo para exigir cambios o tomar otra
decisión.
Por
otra parte, el consentimiento tiene que ser auténtico, lo que implica
que la persona tiene que tener capacidad para comprender esa información
y procesarla, y por otra debe estar libre de influencias externas. Por
poner un ejemplo, una persona borracha o amenazada no presta un
consentimiento válido. Cuando la Ley considera que determinadas
personas, por su falta de madurez o por discapacidades intelectuales,
tienen más dificultades para comprender o decidir se establecen ayudas y
reglas de protección. Por eso los menores de edad no pueden tomar
ciertas decisiones por sí mismos y las personas con discapacidad pueden
requerir apoyos. En algunas ocasiones la ley establece límites
absolutos: recientemente se ha modificado el Código Civil para prohibir
el matrimonio de los menores no emancipados. Hoy todos entendemos que es
razonable prohibir el matrimonio infantil, por muy convencida que esté
la novia de 14 años y aunque lo consientan sus padres.
Sin
embargo, en aras de la despatologización de las personas trans, todo
esto se olvida. El Proyecto de Ley permite el cambio de sexo a partir de
los 16 sin información, asesoramiento ni control parental o judicial
alguno y desde los 14 simplemente con el acuerdo de los padres o en su
defecto de un defensor judicial. En todos los casos se excluye
expresamente el examen o asesoramiento psicológico. Sin embargo, la
experiencia demuestra el riesgo de decisiones de cambio de sexo tomadas
sin la necesaria madurez o capacidad. La High Court de Londres (caso Keira Bell)
condenó al servicio de salud inglés a indemnizar a una menor que se
arrepintió de su cambio de sexo por no haberla informado adecuadamente
de sus consecuencias ni contrastado su madurez. El nuevo protocolo finlandés
advierte que para los menores es especialmente difícil entender «la
realidad de un compromiso de por vida con la terapia médica, la
permanencia de los efectos y los posibles efectos adversos físicos y
mentales de los tratamientos,….y que no se podrá recuperar el cuerpo no
reasignado ni sus funciones normales». El Informe sueco
también concluye que para los jóvenes es difícil tomar una decisión
madura sobre esta cuestión. A la vulnerabilidad derivada de la inmadurez
se añade la que resulta de la concurrencia de otras patologías, que
como hemos visto en muchos casos concurren con la disforia.
Pero
volvamos a la perspectiva médica. Los autores critican que el
tratamiento único sea el enfoque afirmativo o «gender affirming care».
Este supone que todos (incluidos médicos y psicólogos) deben confirmar
lo que afirma la persona con disforia de género y facilitar su
«transición» al otro sexo. Esto tiene una proyección social y jurídica
(cambio de nombre, pronombres y sexo registral), pero sobre todo médica,
mediante el ajuste de las características corporales a la apariencia
del otro sexo a través de la hormonación y la cirugía (p. 223). En un reciente artículo de The Economist9
se describe lo que sucede en la práctica en EE.UU cuando una menor
solicita terapia por disforia de género: antes de la primera visita la
llamaron para obtener el consentimiento informado para administrar
hormonas y tras dos visitas le recomendaron cirujano para una doble
mastectomía. La justificación es que estos tratamientos mejoran la
situación psicológica de los afectados, pero el problema es que eso no
está acreditado. El estudio de Littman reflejaba un empeoramiento de la
situación psicológica de las menores tras comenzar con la transición
social y física, y los autores citan varios estudios en ese sentido (p
232). Cabría añadir que los servicios sanitarios públicos de Suecia,
Finlandia y Reino Unido coinciden en sus últimos informes en que no hay
evidencia científica de las mejoras derivadas del enfoque afirmativo en
general, ni del tratamiento hormonal y quirúrgico en concreto, y
rechazan que la administración de bloqueadores de la pubertad sea un
compás de espera, pues afecta al desarrollo de la persona. Literalmente
el documento finlandés dice: «La intervención de primera línea para la
variación de género durante la infancia y la adolescencia es el apoyo
psicosocial y, si es necesario, la terapia de exploración de género y el
tratamiento de los trastornos psiquiátricos comórbidos. A la luz de las
pruebas disponibles, la reasignación de género de los menores es una
práctica experimental».
Los
autores proponen alternativas como la aplicada por el psicólogo Kenneth
Zucker (p. 209): una terapia de espera atenta acompañada de una
evaluación psicológica que valorara los motivos y funciones de los
malestares asociados. Se ha comprobado la coexistencia de diversos
malestares concurrentes con la disforia (p, 236), de ahí que atendiendo a
aquéllos haya una reducción de esta. Estos tratamientos son mucho más
coherentes con la experiencia en la mayoría de las disforias infantiles y
juveniles, que en su gran mayoría suelen desaparecer antes de la edad
adulta (p. 235-236). La propuesta de los autores supone volver al
tratamiento que se aplicaba antes del triunfo de la teoría queer, y
también alinearse con las nuevas líneas de actuación de los países más
avanzados, que ya han ido comprobando las deficiencias del «affirmative
care».
Cabe
plantearse si no hay que ir más lejos en las conclusiones. Si el único
requisito para aplicar este «enfoque afirmativo» es la voluntad del
paciente y se proscribe el diagnóstico médico y psicológico, la toma de
bloqueadores de la pubertad u hormonas no pueden considerarse un
tratamiento médico sino una toma voluntaria de fármacos, ilícita si está
prohibida su compra libre (como es el caso de la testosterona). De
igual modo la cirugía, sin una causa médica que la motive, se convierte
en mutilación, también ilícita penalmente. Por tanto, sin descartar que
se puedan aplicar estos tratamientos cuando sea lo mejor para una
persona concreta, la protección de los interesados exige que se haga
tras un diagnóstico psicológico y médico, y con las salvaguardas que en
general se aplican para los menores o personas con discapacidad.
También
cabría plantearse si hay que aplicar estas reglas de protección a la
transición social, que muchas veces se produce a edades mucho más
tempranas. El documento finlandés señala que las terapias «pueden
consolidar una identidad de género que de otro modo habría cambiado en
algunos de los adolescentes tratados». Esto es aplicable no solo a la
transición médica sino a la social, pues obviamente tras haber realizado
públicamente la opción por una nueva identidad, existe una presión muy
fuerte para mantener la identidad y para seguir los procesos médicos
(hormonación, cirugía). Esta también es la conclusión una agrupación de
médicos creada para el estudio de estas terapias (SEGM) en un artículo reciente10.
¿Como hemos llegado hasta aquí?
Además
de argumentar su crítica, la obra trata de explicar cómo es posible que
una teoría insolvente desde el punto de vista biológico, filosófico y
médico haya podido imponerse. Intento, de nuevo, sistematizar los
motivos que dan los autores, sin que por supuesto se pueda considerar un
resumen de un libro que merece una lectura completa.
Ideológicos.
Consideran los autores que se contribuye a esta teoría desde la
izquierda y la derecha. Señalan que una parte de la izquierda ha optado
por la defensa de identidades necesitadas de protección, dejando de lado
las preocupaciones del interés general y de la lucha de clases que eran
los postulados clásicos de la izquierda, como han denunciado autores
como Félix Ovejero (p. 128). Pero también se apoya desde la derecha,
porque el neoliberalismo consumista considera a la persona no como
ciudadano responsable sino como consumidor (en este caso de drogas y
cirugías, p.104).
Sociológicos.
El desprestigio de la reproducción y su separación radical de las
relaciones sexuales suponen para los autores sacar al sexo de su quicio
natural y sería una de las causas del éxito de esta teoría. La
prologuista de libro, la filósofa Amelia Valcárcel, va más lejos pues
considera que el origen del problema de la identidad de género está
justamente en que las teorías feministas han pretendido abolir el
género, es decir, las normas que rigen el comportamiento de las personas
según su sexo. La «anomia de género», según Valcárcel, es lo que
alimenta el delirio del género, que se convierte en opcional y absorbe
al sexo. Lo que está desquiciado no es el sexo «sino las normas que
aseguraban su puesto» (p. 15). La idea me parece extraordinariamente
sugerente porque revela también una incoherencia en el feminismo que
critica la ideología queer. En general las feministas consideran el
género como una opresión y un obstáculo para que las personas,
independientemente de su sexo, puedan expresarse como quieran y no estén
encorsetadas por los estereotipos. Pero el problema es que abolir el
género no es coherente con reconocer las necesidades especiales de las
mujeres en multitud de ámbitos. Negar el género implica que la sociedad
no puede reconocer las diferencias derivadas del sexo biológico: no se
podrá discriminar a las mujeres, pero tampoco dictar normas o establecer
procesos que las protejan en función de sus diferencias anatómicas,
fisiológicas o reproductivas. Por poner un ejemplo gráfico: si abolimos
el género, no podría haber competiciones deportivas separadas de hombres
y mujeres, algo que a casi todos nos parece razonable. En determinados
casos, admitir algunas diferencias entre hombres y mujeres no será una
discriminación sino una garantía de la dignidad de las mujeres, y la
posibilidad de establecer reglas que tengan en cuenta las diferencias
biológicas, como sostiene Steven Pinker en La tabla rasa, ya en 200211.
En este libro, por cierto, ya se oponía a la teoría de la identidad de
género y de la supuesta asignación del sexo cuando relataba el terrible
caso de John Reimer, un niño al que de verdad se trató de asignar un
sexo distinto del biológico por indicación del «generista» doctor Money
(sic). Por otra parte, no es necesario negar el género para defender que
ese constructo tiene que adaptarse a los cambios sociales, médicos y
técnicos en general. Admitir el género, además, es perfectamente
compatible con defender que la dignidad de la persona ha de ser
respetada en todo caso, aunque no se ajuste a ese esquema.
El
segundo elemento sociológico determinante del éxito de la teoría sería
el narcisismo. Los autores afirman que, si hasta la Ilustración el orden
social derivaba de Dios y después de la naturaleza, conocida a través
de la ciencia, el individualismo neoliberal y la filosofía posmoderna
han desacreditado la ciencia y colocado como única referencia del
conocimiento al Yo. Un Yo auténtico (p. 56) que ha de desarrollarse
libremente sin intervención de nadie y que nunca puede ser cuestionado
(p. 59). De esta manera se combinan individualismo, sociedad de consumo y
sentimentalismo para hacer de la persona no un ciudadano sino un ser
autorreferente que tiene como fin a sí mismo. Como destacan los autores,
esto ha pasado a los textos legales (p. 69). Es curioso, pero hasta
leer este libro nunca había reparado en que el «libre desarrollo de la
personalidad» se considera por nuestra constitución nada menos que
«fundamento del orden político y de la paz social», al mismo nivel que
la dignidad de la persona y los derechos fundamentales (art. 10). Victor
Lapuente comparte este diagnóstico y propone alternativas en su
magnífico «Decálogo del buen ciudadano», cuyo subtítulo es «cómo ser
mejores personas en un mundo narcisista»12.
Filosóficos.
Los autores hacen un admirable esfuerzo por explicarnos la filosofía
queer a través de dos de sus representantes más conocidos, Judith Butler
y Paul B. Preciado. Admirable porque tiene mérito bucear en la
incomprensible verborrea posmoderna de Butler y desmontar las
incoherencias e imprecisiones de su pensamiento. En el caso de Preciado,
es difícil tomar como otra cosa que una provocación una «ontología del
dildo» o un libro titulado Testo yonqui. Aunque cada persona puede
optar por distintas formas de sexualidad y presumir de la adicción a
determinados fármacos, creo que pretender hacer de eso una filosofía es
como si los aficionados a la caída libre desarrollaran la teoría de que
el ser humano vuela. En cualquier caso, tiene mucho interés el análisis
que hacen los autores de la base filosófica en la que se asientan estas
las teorías de Butler y Preciado. Repasan las contribuciones del
constructivismo, el posmodernismo y los demás movimientos que confluyen
en las filosofías woke, las mismas que examina Pablo Malo en Los
peligros de la moralidad. En todas ellas concurren elementos de la
irracionalidad (p. 133) y el sentimentalismo que sirven de base a las
teorías queer. Esto me recuerda la tesis del El olvido de la razón, de
Sebreli, que de manera convincente encuentra en el romanticismo el
origen de toda la filosofía posmoderna que impugna las conquistas de la
Ilustración. También están cerca del ensayo de Alvaro Delgado-Gal, El
hombre endiosado. Comentando una entrevista de Pedro Flores D´Arcais a
Zapatero, Delgado-Gal señalaba que al aplicar la palabra matrimonio a
las uniones homosexuales se trataba de anular a nivel simbólico las
diferencias sexuales «que provisionalmente persisten en el plano de la
naturaleza». Coincide también con los autores del libro en que la
esencia filosófica se encuentra en la negación de la racionalidad,
porque la racionalidad es «un boomerang. No solo dota de instrumentos y
capacidades al hombre, sino que lo humilla explicándolo… como si fuera
un objeto natural» (p.44). La forma de superar esa humillación es negar
la ciencia (solo una creación humana más), y disolviendo la realidad en
el lenguaje: «si la realidad es el lenguaje, el que manipula el lenguaje
manipula la realidad».
Conclusión
Los
autores son constructivos en sus propuestas. Reconocen la realidad de
los problemas de las personas con disforia de género y no se oponen en
ningún momento a que en determinados casos lo más adecuado pueda ser una
transición al otro sexo. Sin embargo, defienden que desde el punto de
vista biológico, el sexo es binario y que si las personas se sienten a
disgusto con su cuerpo o su sexo eso no significa que tengan una
«esencia inherente» o «alma» del sexo contrario, ni un sexo equivocado,
sino que tienen desajustes con la construcción vigente del género.
Podría añadirse, siguiendo a la prologuista Amelia Valcárcel, que pueden
ser tan opresivas las normas de género tradicionales como
angustiosamente desconcertante la «anomia de género» de algunas
sociedades occidentales. También se pronuncian los autores claramente en
contra del llamado enfoque afirmativo o terapia de afirmación de género
como tratamiento universal y proponen tratamientos alternativos. En
esto, como hemos visto, empieza a crearse un consenso en algunos de los
países que más habían avanzado en la aplicación de la identidad de
género y del enfoque afirmativo y han comprobado sus problemas. Por eso,
aunque es probable que la autodeterminación de género sin reglas que
protejan a los más vulnerables sea Ley en España en breve, en el medio
plazo hay razones para ser optimista. Es probable que se realicen nuevos
estudios y que médicos, psicólogos, padres y educadores se formen y se
centren en las necesidades individuales, sin apriorismos en los
tratamientos, y siempre con el respeto a la dignidad de cada persona
como guía. Este libro puede ser una importante contribución en ese
debate.
En
cuanto al telón de fondo de esta teoría, el horizonte parece más
oscuro. Que las sociedades más prósperas y avanzadas técnicamente de la
historia de la humanidad hayan aceptado de forma acrítica una teoría sin
base científica que puede estar produciendo graves daños a las personas
más vulnerables es un síntoma preocupante. Y no es el único. El
descrédito de la reproducción que refiere el libro y la efectiva
disminución de la natalidad muy por debajo de la tasa de reposición no
son buenos augurios para nuestra civilización. A eso hay que añadir que
las filosofías que amparan la teoría de la identidad de género, que
desprecian la racionalidad y la ciencia y entronizan las identidades y
los sentimientos, son también la base de los populismos y de la
polarización que amenazan las democracias más avanzadas. Finalmente,
desde el punto de vista psicológico, el narcisismo imperante, alentado
por el sentimentalismo y por la sociedad de consumo, no parece llevar a
la felicidad sino a la angustia y a la depresión. Parece que a los
occidentales, una vez liberadas de la tutela de Dios, no nos resulta tan
sencillo independizarnos de la naturaleza. Por una parte, porque la
realidad se empeña en contradecir la omnipotencia del Yo, y por otra
porque parece que el hombre adopte el papel de Dios tiene sus
servidumbres y conduce más a la ansiedad que a la felicidad.
Pero
hay otros caminos y otras filosofías. En la obra Contra la perfección,
Michael Sandel13 ya advertía, al tratar la manipulación genética, que
aceptar las limitaciones naturales no era una opresión. Por el
contrario, lo verdaderamente angustioso es tratar de controlarlo todo,
pues la omnipotencia conlleva una infinita responsabilidad: no
tendríamos que contentarnos con que nuestros hijos hablaran idiomas y
aprendieran a jugar al tenis y a tocar el piano sino que antes
deberíamos contratar los servicios de los mejores genetistas para
asegurarles un mejor puesto en la sociedad. Victor Lapuente, en su
Decálogo, también apunta a la humildad, la aceptación de las
limitaciones y el agradecimiento como caminos de virtud, siendo esta la
auténtica vía a la felicidad. La civilización occidental tiene en su
herencia greco-romana-cristiana-ilustrada recursos en para buscar un
modelo, no de hombre endiosado sino de ciudadano responsable activamente
preocupado por la polis. No es casualidad que tras un recorrido por
autores de todas las épocas Lapuente termine reivindicando a los
estoicos. Este libro mismo es un motivo de esperanza, pues muestra que
hay académicos que no solo se atreven a ir en contra de la opinión
dominante sino que son capaces de hacerlo de forma respetuosa, seria y
entretenida a la vez.
BIBLIOGRAFÍA
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