Ensaio de Antonini de Jiménez para Disidentia:
Dos
vicios repelen al hombre desde que Petrarca en su Secretum elevara la
verdad humana a la voz de los primeros poetas: querer coronarse Dios y
hacer divinas todas las cosas mundanas. Si bien el mundo antiguo ha
reconocido en el eco del destino la posibilidad fútil de ver cumplida la
primera, el socialismo ha exigido a la fortuna que las cosas se avengan
a la segunda. El mismo Karl Marx anhela la recreación del paraíso en la
tierra cuando en momentos avanzados de su apuesta comunista el hombre
pueda liberarse de la necesidad en un ejercicio lúdico de “por la mañana
cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar al ganado (…)”.
Toda una declaración de intenciones para el que ve reconciliada la labor
de la divinidad con el más humano de los impulsos por disolver la
pasión trinitaria (proletarios, burgueses y monarcas). Mas, moldear las
leyes divinas al antojo de la voluntad introduce en el corazón del
hombre un sentimiento de extrañeza que le lleva con error a equiparar
los hábitos de la materia con los propios del espíritu.
Al
confundir las leyes del suelo con las del cielo, el hombre socialista
consigue zafarse de la responsabilidad, único apremio de nuestro encaje
en la tierra, y lo suplanta por la culpa. De este modo, su conciencia se
ve rebajada ante la responsabilidad por lo que está mal en el mundo
mientras que en silencio su corazón se llena de culpa. No ve nacer en su
interior la llamada a la acción por la pobreza que florece a su
alrededor, mientras que una culpa engrandecida por su pavor a la acción
devora su ánimo. Al subvertir el orden de las cosas reviste de una
corteza religiosa la lógica de la economía y así, en tono apocalíptico
ve primar en forma de sentencia los males del mundo moderno. La
desigualdad de la que nuestro colega solo halla culpa la encuentra
redimida sin necesidad de verla amedrentada. Pontifica haciendo uso de
los instrumentos económicos, y así riega con papel-moneda todos los
males que acierta a denunciar. Favorecido por su buena conciencia se
ejercita en un consumismo feroz sin verse sobrecogido por las
contradicciones abiertas en el capitalismo. Para ello el moderno
socialista abraza fielmente el sentimiento, instancia que usa Dios para
sus revelaciones, y hace de su cabeza corazón. Aparta de su vista las
leyes de lo económico y las sustituye por la de algún Atrida bondadoso
que reconduzca la perversión del mercado hacia el armonioso canto que
infunden los sones de la tierra prometida. Y así, al pensar como siente
destrona el poder conferido a los cielos para hacerlo gravitar sobre las
más mundanas de las empresas. Mas, ¿cuál sea ese dulce aroma que el
socialista hace bajar de lo más alto sino el que por derecho viene dado
por la incondicionalidad?
Pongamos
el concepto sobre la mesa de operaciones y extraigamos, apoyados por la
razón, aquellos atributos que lo ligan a su divina condición.
Observaremos, por un lado, que lo incondicional tiene su canto de fe en
lo universal pues en ella no se observan límites a su influencia. Lo
incondicional apela a una misma causa para cada cosa. Bajémoslo, por un
momento, del mundo ideal ¿qué cosa queda de lo universal sino la idea de
la igualdad civil con la que todos nos hacemos semejantes (ante los
ojos de Dios)? A fin de cuentas, el aprecio del hombre por la igualdad,
aquello por lo que les es querida, enlaza con la impresión de que debe
durar para siempre. Su permanencia en los corazones se acrecienta a la
vez que la incertidumbre se desata en sus vidas (el capitalismo que vive
de la libertad alimenta el deseo de igualdad entre los hombres). Ese
gusto por lo inalterable domina su ánimo y le recuerda la añorada
serenidad con la que son regidos los cielos.
En
un segundo momento lo incondicional despunta en una ausencia total de
discriminación. Si todo es igual a todo nada puede verse aupado frente a
nada. La igualdad radical que reina en el Edén, donde ni tan siquiera
la vergüenza se atreve a transgredir, aterriza en el reino de los
humanos a través de lo gratuito. Lo gratuito logra quebrantar las leyes
del intercambio (necesidad mutua) para imponer la lógica de la donación
de la que el mismo Dios se sirvió para dar origen a todas las cosas. Y
entonces, descendiendo hasta el mundo de lo político se hace viva en la
forma de derecho social. El derecho precede al hecho, y lo endereza;
reza la máxima socialista. El hombre, suspendido de la necesidad, ya no
tiene que trabajar para comer; hace del derecho su necesidad. Asistido
frente a la penuria impone ingenuamente sobre ella la condición que le
otorga el régimen de derechos. Igualdad y derechos sociales dan cierre a
la incondicionalidad donde nuestro amigo socialista ha hecho encajar en
la tierra el deseo más divino.
Sin
embargo, la historia nos demuestra que atrapar para nosotros aquellas
leyes reservadas a los dioses solo confirma un infierno en la tierra. Lo
universal termina quebrado en “mi universal” y los todos se consumen en
los míos. Ya nos decía el bueno de Adam Smith que la pérdida del más
insignificantes de nuestros dedos desvelaría nuestro sueño y
quebrantaría nuestro ánimo; cosa improbable si la tragedia hallara su
desgracia en una hambruna en la China, por ejemplo. Nuestra afección por
las cosas humanas se ve aprisionada ante la facultad para sentirnos
reconocidos en el dolor de los demás. Anhelar lo contrario no cambia los
efectos de nuestra actuación e insistir contra esta sana regla por
medio de tales pequeñeces, es estar loco con cordura como diría
Terencio. En el hombre, la corrupción (moral) enseña a las buenas
intenciones el arte de satisfacerse. Y así lo que apostaba ser un
refinamiento de las costumbres donde ninguna cabeza despuntara sobre la
otra, termina siendo un hermoso chalé de un convencido comunista
español.
Por
otro lado, advertimos que lo gratuito que es norma en el cielo, es el
precio más alto en la tierra. El hombre no puede deshacerse de la
influencia que ejerce la donación sobre su voluntad pues nada en ella
restituye el libre compromiso entre las partes. Liberado del precio,
nuestro amigo socialista se condena a un agresivo mercadeo de
voluntades. Una donación solo se devuelve con otra donación. A él queda
fijada (en deuda) la independencia del contrayente, de la que nunca más
se verá restituida. Queriendo nuestro amigo emancipar al hombre de las
leyes económicas solo consigue, por obra de un desconocimiento desmedido
de la naturaleza humana, someterlo a las leyes de la servidumbre ¡Fue
la moneda la que nos liberó del garrote y no al revés! Y así, tentado
por hacer del corazón fuente de raciocinio acerca mucho más que aleja
los vicios de los que ansía por verse aliviado. Su resentimiento obra en
favorecer por medio de un velado desprecio a su persona aquello mismo
que en él sirve al desprecio.
Antonini de Jiménez, Doctor en Ciencias Económicas.
Postado há 3 weeks ago por Orlando Tambosi
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