BLOG ORLANDO TAMBOSI
Cormac McCarthy (1933-2023) hitoriou e tornou lenda uma região que antes dele havia sido inapreensível para a literatura. A fala de suas personagens era uma extensão natural do estado de espírito dessa paisagem. Juan José Rodríguez Ramos para Letras Libres:
Mantén un poco de fuego encendido;
sin embargo pequeño,
sin embargo oculto. ”
Cormac McCarthy, La carretera
Ha
enmudecido el narrador de voz lacónica, cadenciosa, espaciada y
destinada a los espacios abiertos. Cormac McCarthy, el hombre que
historió y volvió leyenda la región de México y la América anglosajona
en la que los espectros del alma nativa aún destellan en el habla y el
paisaje. Una zona bizarra que, antes de él, había sido inaprensible para
la literatura. Ahora convive en la imaginación con La Mancha, el
Londres de Dickens o la Siberia de los exiliados rusos.
Más
allá de los ambientes y el fervor calvinista de sus lectores, Cormac
McCarthy creó una estética propia, una forma de esgrimir la lengua
inglesa que no es fácil de imitar sin caer en el pastiche. Su
originalidad es tan silvestre que se impone como las plantas de yuca a
la orilla de las terracerías o esos sahuaros monolíticos, fijos en el
horizonte, vibrantes como líneas de puntuación del calor desértico que
nunca se acaba.
Como
en Rulfo, como en Faulkner, el habla de sus personajes era una
extensión natural del estado de ánimo del paisaje. Con el tiempo se
distinguirán con mayor claridad sus alcances estéticos en la lectura que
hagan de él los paisanos migrantes, los espectadores de Breaking Bad
(que no está basada en ninguno de sus libros) o en el desencanto de todo
aquel que detenga su truck en un corner store en medio de la nada,
frente a esas grandilocuentes columnas de basalto.
En sus novelas,
el Southwest no aparece como en el cine de John Ford o las fantasías de
Marcial Lafuente Estefanía. El gringo real, el americano impasible,
gravita entre el mexicano feo y el navajo airado, que son otras formas
del americano impaciente, rabioso por salir del universo de los coyotes,
las rocas afiladas y las torretas del sheriff en lo alto de la colina
amenazante. Cormac McCarthy es un hito y un hijo de ese silencio que hoy
comienza para siempre.
Miembro
eminente del Club de los sin Nobel, su eterna candidatura pareció
enfrentarse con una tendencia de la academia sueca a replegarse más
hacia Europa y a escritores radicados ahí. Sin rubor, con su partida
física McCarthy entra a la galería que incluye a Borges, Nabokov, Rulfo y
quizás a Milan Kundera, quien ya se encuentra en estado de reclusión
sanitaria. Nadie como él ha hecho más grande a América: es lo opuesto al
sino de Trump que ahora se retuerce en Florida.
Meridiano
de sangre es la novela que para algunos divide en dos su narrativa: fue
seleccionada en 2006 por The New York Times entre las cinco más
importantes en los últimos 25 años. Su narrativa hermética fue
recientemente revitalizada con el dueto de El pasajero /Stella Maris,
par de novelas cuya concepción estructural, de confluencia de tramas,
recuerda Las palmeras salvajes de William Faulkner. Cualquier libro de
este jinete puede ser leído como el primero o el último. Los fuegos
secretos de la oscuridad del alma plasmados en su obra están lejos de la
pasividad de salón que otros autores han dejado en el café, la alcoba o
los higiénicos suburbios.
Este
campeón de algo que no debemos llamar minimalismo nació en 1933 en el
estado más pequeño de la Unión Americana, Rhode Island, hijo de un
abogado. Su literatura hace que lo imaginemos en un establo y arriba de
un tractor. Pasó su infancia en Tennessee, donde compraría una granja,
recién casado, en 1969. Como si fuera un personaje del Oeste, se casó
con la cantante de un bar, a la que no conoció en el océano de la
pradera sino a bordo de un buque de línea en el que viajaba para conocer
Irlanda. Como un auténtico personaje heroico del Oeste, murió en Santa
Fe, Nuevo México, habiendo concentrado su literatura al sur de los
Apalaches y rehuyendo esa Nueva Inglaterra tan cara a Henry James, John
Cheever o Phillip Roth, nacido también en 1933.
Llegó
a ser estrella mediática del sueño americano, a pesar de cierta
hosquedad suya que le hizo decir que prefería la amistad de científicos a
la de los escritores. Ganó el premio Pulitzer; fue llevado al cine por
los hermanos Coen y por Ridley Scott; fue bendecido por el club del
libro de Oprah, que también consagró a Roberto Bolaño
internacionalmente; todo eso no socavó su pública melancolía. Será
asociado como parte de nuestra época, al igual que Brad Pitt, quien
pidió hacer uno de sus personajes y lo hizo. Como García Márquez, sabía
hacerse perdonar su éxito contando agobiantes historias de sus años de
pobreza. Un hijo suyo produciría con él una adaptación cinematográfica
de Blood meridian. Su paternidad tardía y difícil fue un tema recurrente
en las pocas entrevistas que concedió.
Más
allá de los reconocimientos que obtuvo, Cormac McCarthy, con todo y sus
temas agrios, prosa árida e hipnótica a fuerza de su ritmo repetitivo,
logró crear una base fiel de lectores emotivos e incondicionales. Se
decía que, en la agenda de los Nobel, había un sitio reservado para el
novelista que abordara con maestría el globalizado tema del narco y que
esa asignatura bien podría recaer en el estadounidense, quien no rehuyó
el complicado elemento mexicano en sus tramas. De ser cierta esa teoría
conspirativa, otro será quien capture esa fantasmal encomienda. No
importa: McCarthy hace su último rodeo cabalgando desde el río Gila y El
Paso, Texas, cruzando la frontera varias veces sin obstáculo, tal como
lo que fue en vida: un animal narrativo, un monstruo de la naturaleza. ~
Juan José Rodríguez Ramos (Mazatlán,
Sinaloa, 1970) es escritor mexicano. En 2004 recibió el Premio Mazatlán
de Literatura por la novela Mi nombre es Casablanca. Su libro más
reciente es Lady Metralla (Ediciones B, 2017).
Postado há 3 weeks ago por Orlando Tambosi
Nenhum comentário:
Postar um comentário