Kioto é o coração das tradições japonesas. Esta crônica dos passeios por suas ruas - vazias de turistas em tempos de pandemia - mostra como a antiga capital do Japão se adapta às novas normalidades. Monserrat Loyde para a revista Letras Libres:
El
paso del tiempo deja en la madera una huella que surge, resalta, se
cubre, se deforma o ennegrece, según cambia el clima. Pero así como
puede consumirse en un instante por el infortunio del fuego, también
puede durar siglos.
Camino
por las calles de la antigua capital de Japón. Veo, respiro y toco la
madera vieja, barnizada o nueva en las casas tradicionales o modernas,
en la variedad de objetos de uso cotidiano que los artesanos elaboran en
talleres familiares, muchos de ellos fundados hace varios siglos, en
los más de dos mil templos y santuarios antiguos pero sin cesar
renovados, que guardan otras miles de esculturas también talladas en
madera de Budas, Bodhisattvas, guardianes, monjes discípulos y
personajes sagrados.
La
madera se escucha aun cuando cambian las estaciones. En el verano, la
gente –en kimono, en vestidos de lino o algodón o hasta en pantalones de
mezclilla– pasa de los zapatos a las tradicionales sandalias de madera
laqueada o al natural, cuyo armonioso tan tan sobre el piso de piedra se
mezcla con el canto de las cigarras en medio del calor sofocante.
En
el invierno, la madera también puede oírse desde las casas cada noche
entre nueve y once, cuando los vecinos, en parejas, hacen rondas
nocturnas y con dos pequeñas tablas de madera –las mismas que en el
teatro tradicional noh o kabuki avisan al espectador que se inicia o
finaliza la escena– dan dos golpecitos –¡clap clap!– cada tantos pasos,
seguidos de un coro: “¡hi no youjin!” (“cuidado con el fuego”), para
alertar a los ancianos de que estén pendientes de sus calentadores o
estufas, aun de keroseno, y ayudar así a prevenir los incendios en una
época de viento y clima seco; el mayor temor que tiene cualquier
habitante de Kioto.
Kioto
es el corazón de las tradiciones japonesas para visitantes y
residentes. Aquí germinaron y florecieron el budismo zen, el jardín de
arena, de piedra o de musgo, el arreglo de flores ikebana en jarrones de
cerámica únicos, la caligrafía, la poesía y la literatura clásicas, la
arquitectura minimalista, el teatro noh y el kabuki, el consumo
ceremonioso del té, el tofu, el kimono, las geishas yla estética
wabi-sabi, ahora tan de moda entre diseñadores. Kioto es el vestigio de
una cultura milenaria viva que, en el mundo de la diplomacia y del
consumo, se ha convertido en una marca. Se escucha a los kiotenses decir
con altanería: “el sushi es orgullo y monopolio de Tokio o de Osaka
solo porque están frente al mar.”
***
Se
ha cumplido más de un año desde la última vez que visité un museo. Fue a
principios de febrero de 2020 y lo recuerdo no porque lo haya anotado
en un diario o en una agenda, sino porque por fin había que aprovechar
el momento de no encontrarse con filas interminables de turistas.
Kioto
se fue vaciando entre febrero y marzo. Los visitantes, sobre todo de
Asia y concretamente de China, desaparecieron de los templos, los
santuarios, los jardines, las callejuelas y las tiendas, y el silencio
volvió.
En
los últimos cinco años la proliferación de turistas era tema recurrente
de los periódicos: “Viajeros japoneses evitan Kioto porque cada vez hay
más visitantes extranjeros”. “¿Cómo escapar del tumulto de turistas
dentro de Kioto?” “Turismo excesivo en Kioto: ¿se está convirtiendo en
víctima de su propio éxito?” “Impactos negativos del turismo en Kioto:
la contaminación turística y el ruido”. “Residentes de Kioto en contra
de nuevos hoteles o pensiones”. “No a AirB&B”. “Las asociaciones
vecinales piden más reglas para turistas”.
La
agencia de turismo local anunciaba con sorpresa que año con año los
visitantes japoneses disminuían, mientras que los extranjeros eran cada
vez más; solo en 2018 hubo 1 millón 300 mil, en una ciudad con una
población de millón y medio.
Quienes
no vivimos de los turistas, comenzábamos con cierto remordimiento a
disfrutar de los paseos por la ciudad; sobre todo cuando llegó, a
principios de abril de 2020, el cierre total de fronteras. Era el
momento de ir –con mascarilla– a los lugares que hace tres o cinco años
evitábamos.
***
El
bullicio se había apagado en los barrios históricos y turísticos.
Ahora, en las caminatas, escucho conversaciones de algunos vecinos o
transeúntes mientras barren sus banquetas y veo a trabajadores que
limpian con más esmero la entrada de sus negocios en espera de que caiga
un cliente:
—Pobre de Kioto, está completamente vacía.
—¡Mira!, ya no hay quien entre a ese restaurante. Esas porciones solo comen los extranjeros.
Hoteles
apenas inaugurados están cerrados. Las flores frescas que se envían
como buen augurio al negocio desaparecen luego de un par de semanas, lo
mismo que los empleados. Los dueños, chinos, no han vuelto. En las
paradas de autobuses ya no hay turistas con maletas que desordenan la
fila y obstruyan el paso. Una gran tienda de electrónicos, dos años
después de abrir, cerró y el edificio fue demolido.
Cierto
paisaje ha ido imponiéndose en las calles: cada vez se ven más letreros
de negocios en renta o venta, restaurantes con horarios limitados o más
días a la semana cerrados, anuncios de comida a domicilio (algo que
hasta entonces muchos restaurantes se prohibían: una vez salida la
comida, no podían responsabilizarse de los gastos médicos si su consumo
provocaba algún envenenamiento o enfermedad intestinal, pues tenían que
haberse comido dentro del lugar).
Las
fachadas de casas y templos de madera se pueden apreciar de nuevo sin
esas almas disfrazadas con falsos kimonos rentados de poliéster y
colores estridentes que posaban en cada esquina o puerta para las fotos
del recuerdo.
Los
letreros con normas de urbanidad para los turistas, que se
multiplicaban en los muros en ciertas partes de la ciudad, han dejado de
tener sentido: “Cuidado, no arrastrar la maletas por estas calles”.
“Silencio, zona residencial”. “No tomar fotografías a las fachadas”.
“Multa de 300 dólares por tomar fotos a casas privadas”. “No besarse
enfrente de los templos o santuarios”.
***
La
mayoría de las actividades culturales se han cancelado, pero algunas
muy tradicionales han continuado de una manera distinta. A diferencia de
las ciudades de occidente, en las que la plaza suele ser el centro de
reunión, en Japón las plazas no existen, y son los templos budistas o
los santuarios sintoístas los lugares públicos de reunión de sus
habitantes y visitantes.
Una
práctica común en Kioto es la de acudir a los templos budistas a copiar
con pincel un sutra en papel de arroz. Después, se lee en grupo, en voz
alta, se prende un incienso y se ofrece el manuscrito al altar de
Kannon (la diosa de la misericordia) para que sea quemado por los monjes
en una ceremonia posterior, de la que la gente común ya no es testigo.
Los
sutras son escrituras milenarias que recogen las enseñanzas de Buda o
sus discípulos y que han sobrevivido justamente copiándose de mano en
mano. La práctica de copiarlos y recitarlos, se cree, es una forma de
meditación y una vía para alcanzar la iluminación, la calma, el alivio
de las preocupaciones mundanas –incluyendo la enfermedad–. El más
conocido es el Sutra Corazón.
Este
ejercicio no solo es un ritual comunitario entre ancianos, adultos o
jóvenes para acercarse a los templos y aprender frases budistas, sino
también para practicar la escritura a mano y no olvidar los trazos de
muchas de las palabras que aprenden desde la niñez.
Desde
hace poco más de cuatro años, por invitación de la maestra de
caligrafía, los días quince de cada mes asistía sin falta a esta
práctica en un pequeño templo al oeste de Kioto, en la falda de una
montaña. Ahí, de rodillas en una estera de paja frente a mesitas de
madera negra laqueada de menos de medio metro de altura, mirando hacia
un jardín de musgo con árboles y un pequeño estanque que cambiaban con
las estaciones, copiábamos un sutra, lo recitábamos en coro a la una en
punto de la tarde, prendíamos cada quien un incienso, ofrecíamos el
manuscrito al altar y después íbamos en grupos de ocho o diez a un
pequeño cuarto de madera para participar de una ceremonia de té en
silencio y con algunos monjes.
Con
el distanciamiento social, las ceremonias de té se cancelaron y la
copia del sutra ha sido irregular, según la contingencia. En marzo y
abril de 2020 empezaron a enviárnoslo a casa para que lo copiáramos y
luego lo devolviéramos por correo al templo, donde sería incinerado.
En
septiembre y octubre volví a la practica en persona y noté a la entrada
un letrero que luego he visto repetirse en otros templos. Es un mensaje
en forma de haiku:
忘れるな Wasureruna No se te olvide:
マスク消毒 masuku shoudoku la mascarilla estéril.
思いやり Omoiyari Ten compasión.
Para
copiar el sutra ahora hay que guardar dos metros de separación, no
hablar en ningún momento, usar mascarilla todo el tiempo y al recitar en
coro el sutra hacerlo mentalmente. Solo uno de los tres monjes que
suelen dirigir la sesión lo recita en voz muy baja tras la mascarilla,
mientras con un mazo da golpes a un pez de madera en forma de bola que
se usa para ritmar la respiración.
Hasta
mayo de 2021 no fui a asomarme al templo, había un solo monje en la
entrada, con mascarilla desde luego, haciendo la reverencia acostumbrada
y ofreciendo disculpas porque seguía cancelada la copia de los sutras:
–Por favor, llame por teléfono, envíe un fax o visite nuestra página web para saber cuándo reanudamos.
Regresé
caminando y pasé por el Kodaiji, un templo zen de los más bonitos y
famosos de Kioto, fundado a principios del siglo XVII por Nene, la
principal viuda del Shogún Toyotomi Hideyoshi, al convertirse en monja.
El templo es vecino de casa y quería volver desde hacía tiempo, algo
imposible por el permanente tumulto turístico. Ese templo comenzó una
peculiar atracción en los meses previos a la pandemia: tiene una
androide que durante unos veinte minutos da un sermón y recita el Sutra
Corazón. Pensé que era el momento de verla y escucharla sin turistas.
Pero me encontré con otro letrero:
“Se
cancelan hasta nuevo aviso los cantos de la androide Kannon Mindar que
se habían programado para los visitantes durante 2021.”
Los
monjes del templo Kodaiji, en colaboración con un profesor de robótica,
Hiroshi Ishiguro, de la Universidad de Osaka, y una empresa de robótica
en Tokio, crearon un robot de 1.95 metros y 65 kilos hecho de aluminio y
silicona, que representa a Kannon, la diosa de la misericordia más
famosa en el budismo Mahayana, no solo en Japón, sino en todo el sudeste
de Asia.
La robot Kannon se llama Mindar, la vigilante. Cuando fui en junio de 2021 solo podía verse parte de una grabación en video
de la presentación que los monjes hicieron antes de la pandemia. La
cara, el cuello, la parte superior del pecho y las manos están hechos de
silicona, de color y textura similar al de la piel humana. El resto del
cuerpo es una estructura de aluminio y cables. De la parte alta de la
cabeza hueca sale una manguera transparente en forma circular como si
fuera su aura. La cabeza, los ojos, los labios, el torso, los brazos y
las manos tienen movimiento. La androide, con la expresión propia de su
oficio religioso, da la bienvenida y se presenta:
—Soy
Kannon Bodhisattva, puedo transformarme yo misma en lo que sea y puedo
incluso viajar a través del tiempo. Ahora puedes notar que mi cuerpo es
de metal puro. Me pregunto si esto te dará una pista para entender las
enseñanzas de Buda.
Después
da un sermón sobre el Sutra Corazón, el vacío, los sentidos y la
compasión y antes de recitar el sutra lanza una última frase:
—A través del diálogo con este yo inorgánico, desnudo de metal, ¿qué tipo de conciencia tendrán ustedes, los humanos?”
Luego
de unir las dos manos en oración, durante los últimos cinco minutos
recita con robótica voz femenina, perfectamente clara, los 262 sonidos
que conforman el Sutra Corazón.
En
Japón hay, desde la época de Edo (siglos XVII al XIX), una tradición de
pequeños muñecos autómatas conocidos como karakuri. Todos son de madera
o de cerámica y se utilizaban para entretener reuniones de las clases
altas. Ejecutaban una danza, tocaban un instrumento o incluso ofrecían
con sus manos una copa de té o de sake a los invitados. Luego se
popularizaron tanto que se llegó a construirlos más grandes para
exhibirlos en festivales en las calles como entretenimiento para la
población.
Así
que no es inusual ver androides en Japón. Se los ve en algunas oficinas
de información turística, en los aeropuertos, en las entradas de
ciertas tiendas u hospitales, dando la bienvenida y ofreciendo
orientación básica. Lo que parecía extravagante era que la androide
Kannon Mindar en un templo de la capital antigua estuviera hecha solo de
silicona y de aluminio, y no de madera.
***
Caminando
por las calles vacías, reflexiono en que hay quienes piensen que se
comete un sacrilegio con esta robot porque choca con la representación
clásica de una imagen con más de dos mil quinientos años de historia
religiosa. Pero también pienso en que los monjes zen han dado en el
clavo: ¿un androide es inmortal y esta Kannon de metal no puede ser por
el destino una reencarnación de una de madera?
Es
la primera vez que un templo de más de 500 años acoge entre sus
esculturas religiosas de madera a una Bodhisattva-robot, pero ¿acaso no
es esto un momento de “nuevas normalidades”, donde los monjes musitan
sutras debajo del cubrebocas para no esparcir saliva, y le ofrecen el
espacio a una robot para que dé el sermón y recite sin coro el Sutra
Corazón?
Kioto, mayo-junio de 2021
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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