BLOG ORLANDO TAMBOSI
Não é que a ficção invente um mundo à pare: nas novelas de Jorge Edwards, é a maneira insubstituível para tentar compreender o real. Arturo Fontaine para Letras Libres:
Lo
real es siempre mucho más que lo real documentado. La intuición, la
imaginación, aportan hipótesis, interpretaciones, conjeturas. La ficción
es entonces un modo de iluminar lo real a través de la imaginación de
lo real. No es que la ficción invente un mundo aparte: en las novelas de
Jorge Edwards, la ficción es un modo insustituible para intentar
comprender lo real. Edwards cuenta para entender.
Su
poética sitúa a la ficción en relación con la historia. Seha
criticadoala tradición realista sosteniendo que si tenemos la realidad,
¿para qué una copia? Es una vieja objeción que planteó ya el viejo
Platón. En las mejores ficciones de Edwards, la realidad aparece como
algo por descubrir. El relato va hurgando esa realidad que no se entrega
fácilmente. La verdad hay que buscarla a través de aproximaciones
sucesivas e imperfectas. El estilo de Edwards encarna ese espíritu. Se
suceden las tentativas y conjeturas.
La
escritura de Edwards tiene ese don irreductible a fórmulas que es el
don de la entretención pura y simple. Y esto no tiene que ver tanto con
la trama sino, más bien, con el modo. Con el tono de Edwards: natural,
irónico e inteligente pero nunca pedante, aflojado, tranquilo, natural,
desahogado, desprovisto de énfasis. En un artículo publicado
en Letras Libres con motivo de los 90 años de Edwards comenté su voz
narrativa, tan característica. Dice Pascal: “Siempre sorprende y encanta
encontrarse con un estilo natural. Esperábamos ver un autor, y hallamos
un hombre.”
Fue
en sus novelas El origen del mundo (1996) y El sueño de la historia
(2000) donde Edwards dio con una concepción estética que, desde
entonces, pasó a ser la suya propia y que en La última hermana (2016)
llama “la forma conjetural”.
A
mí la novela de Edwards que más me gusta es El origen del mundo. Es un
relato más bien breve, pero de gran intensidad, convincente desde la
primera página hasta la última. El tema es eterno: un triángulo, los
celos.Su mayor acierto, y de donde arranca su particular encanto, es el
narrador, un narrador conjetural. “El doctor Illanes, bien instalado en
un conjunto global de convicciones, siempre había sospechado que Felipe
sentía la tentación irresistible del fracaso… “‘Fracasado sí’ habrá
repetido Felipe en voz alta, hablando solo”… “Habrá calculado,
sospechaba el doctor, que…” “Así se había imaginado el doctor…”.
El
doctor va interpretando signos, va considerando hipótesis. Los celos
transforman al celoso en un investigador que al investigar corre
peligro. También los corre si no investiga. “Porque él no ignoraba,
desde luego, no ignoraba del todo, y desde hacía mucho tiempo la
debilidad de Silvia, y más de alguna vez había tenido sospechas,
sentimientos insidiosos, incómodos, que se renovaban cada vez que
observaba en terreno, en acción la capacidad de seducción y la perfecta
falta de escrúpulos de Felipe…” El doctor intenta asomarse al mundo
interior y secreto de Silvia. Imagina que existe ese mundo secreto y
prohibido para él. En ese sentido, el doctor es un novelista que imagina
la realidad para descubrirla.
En
su novela La última hermana (2016), el escritor se propuso algo que es
casi imposible de hacer hoy en día de manera creíble: mostrarnos en una
novela a un héroe, a una heroína, en este caso. La protagonista existió,
su historia es real. En el memorial Yad Vashem de Israel, María Edwards
es una de los “Justos entre las Naciones”. ¿Cómo hacer verosímil la
vida de una mujer chilena y muy acomodada que vive en París ocupado por
los alemanes, que arriesga su vida una y otra vez para salvar niños
judíos, sin ser judía, sin tener vínculos con ellos, sin conocer a sus
madres ni a sus padres? Es un verdadero tour de force. ¿Y cómo lo hizo
el autor en esa novela? Bueno, no sabiendo demasiado, dejando que su
María Edwards, sea, un poco, un ser que permanece en el misterio.
La
historia de María Edwards que va narrando Edwards sugiere que no se es
héroe o heroína como se puede ser alto o bajo, moreno o rubio. El
heroísmo, sugiere el relato, requiere temple, pero en definitiva es algo
circunstancial. Es una situación determinada la que hace que una
persona se comporte con una valentía heroica. Pasadas esas
circunstancias, ese yo heroico se hace inoperante. Queda una marca,
claro, y el regreso del héroe a casa, a la vida habitual, es doloroso.
María siente que ese yo que conquistó “con amor abnegado y con terribles
sufrimientos” ahora la “deja de repente en la cuneta”. La vida en
París, terminada la guerra, y el retorno al “remoto Chile” se empapan de
un desencanto que contagia al lector. Quizás lo más duro para la
heroína sea sobreponerse a ese desencanto, sea volver a ser una persona
común y corriente. Quizá eso requiera un nuevo heroísmo.
50 años de Persona non grata
En
Edwards, la ficción es siempre una extensión de la crónica, por lo ya
dicho, porque imagina y cuenta para entender. Escribió cada semana una
crónica –que publicaron El País, La Segunda y luego ABC– y dos tomos de
memorias. De sus libros, el más famoso es Persona non grata (1973), que
este año cumple 50 años. Lo he releído. Tiene hoy frescura y nuevo
interés. Desde luego, es una crónica escrita con una soltura y
naturalidad que la hace enteramente convincente. Al publicar este
testimonio, Edwards, con valentía que impresiona, se jugó su carrera
diplomática y su carrera de escritor.
Como
es sabido, Edwards llegó a Cuba como diplomático enviado por el
presidente Salvador Allende con la misión de abrir la embajada de Chile
en La Habana. Chile y Cuba reestablecían sus relaciones diplomáticas. El
de Allende era un gobierno amigo y Edwards era un escritor y
diplomático. Había estado antes en Cuba y había dado pruebas públicas de
su apoyo a la revolución cubana.
Después
de leer Persona non grata quedan en la memoria personajes inolvidables
que se mueven por las páginas con inmediatez, con espontaneidad, con esa
cosa irrefutable que tiene lo vivo. Uno de ellos es el poeta disidente
Heberto Padilla, autor del libro de poemas Fuera de juego (1968), que
obtuvo ese año en Cuba el Premio de las Américas. Padilla aparece
rodeado de humo y alcohol, lleno de humor y trasnochadas bohemias con
escritores bohemios. Es un hombre inteligente, culto, mordaz, que hace
comentarios sarcásticos sobre el estado de cosas con gran libertad de
espíritu. Es un revolucionario desencantado de la revolución y muy
consciente de la ubicuidad de los servicios de inteligencia del régimen.
Edwards se encuentra con mucha frecuencia –con demasiada frecuencia, a
ojos del gobierno– con estos escritores e intelectuales disidentes. Es
un escritor y estos son sus amigos.
Entre
tanto, al cabo de algo más de tres meses, Edwards, que no ha podido
conseguir del gobierno ni siquiera una casa para la embajada, ha sido
destinado a París, donde el embajador de Chile es Pablo Neruda. Un
domingo 21 de marzo, estando ya por partir, Edwards recibe en la suite
del hotel donde se aloja a algunos de sus amigos, quienes “empezaron a
hacer morisquetas frenéticas”, cuenta Edwards, “señalando los micrófonos
invisibles, y me entregaron un papel que decía lo siguiente: ‘Heberto y
Belkis están presos desde ayer. No conocemos los motivos de la
detención. El departamento está sellado por el Ministerio del Interior’.
Quemamos el papel, lo tiramos por el escusado…”
Ese
mismo día domingo, Edwards es citado al Ministerio de Relaciones. Lo
pasa a buscar el jefe de protocolo poco antes de las once de la noche.
En la oficina lo esperan el ministro Raúl Roa y, a su lado, Fidel
Castro, ambos de verde olivo y pistola al cinto. La conversación es
larga. Fidel a menudo se levanta y se pasea por la pieza explicándole, a
veces con furia, los motivos de su repudio a la forma en que se ha
conducido. En los hechos, lo considera “persona non grata.” El
presidente Allende ya está al tanto de estas críticas, se entera ahí
Edwards.
En
esa reunión final, Castro, con “su memoria prodigiosa”, demuestra
conocer todos los contactos de Edwards. “Como usted comprenderá,” le
dice Castro, “habría sido una estupidez nuestra no vigilarlo. Hemos
seguido en detalle cada uno de sus encuentros”.
La
explicación de Castro es simple. En suma, el régimen no tolera que un
diplomático frecuente y dé alas a la disidencia. Aunque se trate de un
escritor que se reúne con escritores. Desde el punto de vista del
régimen, queda claro que toda disidencia es antirrevolucionaria. Porque
la revolución la encarna su líder. Criticar al líder es criticar a la
revolución.
Edwards
admite que “es probable que haya actuado más como escritor que como
diplomático.” ¿Pero representaban sus amigos escritores un peligro para
Castro? Edwards pensaba que no. ¿Eran acaso agentes del enemigo? Edwards
le asegura a Castro que no, que en ningún caso. Todos ellos son figuras
comprometidas con la revolución, pero tienen críticas.
Cuando
mencionó a Padilla, Fidel, disgustado, dijo: “Ha de saber usted que
Padilla es un mentiroso. ¡Y un desleal! Y además, además, –subrayó Fidel
levantando el dedo índice– tiene ciertas ambiciones.” Y agrega Edwards:
“Guardó silencio después de esta frase, como para dejarme tiempo para
sacar todas las consecuencias.”
Edwards
recordó entonces que Padilla a veces hablaba de que él sobrevivía
gracias a ciertas luchas de corrientes al interior del régimen. Era “muy
aficionado a sugerir misteriosos vínculos entre él y algunos poderes
secretos”. ¿Sería verdad o la fantasía de un poeta? ¿O eso era una
fantasía paranoica de Fidel o, sencillamente, una mentira? En ese
momento de la conversación, a pocas horas de saber que estaba preso,
Edwards piensa que tal vez es verdad que Padilla se tomaba las
libertades que se tomaba porque pertenecía a una facción con poder
dentro del régimen mismo. Entonces sus contactos y amistad con él
–diplomático de un gobierno socialista diferente, elegido
democráticamente– adquirían un cariz no solo literario, sino también
político. Eso conjetura Edwards mientras se entera de lo que Fidel
piensa de él y ha comunicado al presidente Allende. En cualquier caso,
que los intelectuales críticos fueran partidarios de la revolución era
justo lo que los hacía peligrosos. Y que Edwards representara a Allende
–la nueva cara del socialismo latinoamericano– y los acogiera solo
agravaba el peligro.
Castro
luego arremete contra “el grupito de los escritores y de los artistas
burgueses que hasta ahora han actuado y hablado tanto.” Había llegado la
hora de suplantar, dijo, “la vieja cultura burguesa que siempre lograba
sobrevivir después de la revolución” y de abrir paso a “la nueva
cultura del socialismo.” Así había ocurrido en la Unión Soviética y en
la China con su revolución cultural. “No hay ningún país socialista que
no haya pasado una etapa así”, afirma Fidel. La revolución cubana
“ingresaba”, entendió Edwards, a “un período estalinista”.
El
caso Padilla se hará célebre cuando el poeta aparezca confesando en
público sus pecados en contra del régimen, su “autocrítica”. Ese hecho
fue un parteaguas. La carta de protesta que escribió Vargas Llosa fue
firmada por Sartre, Simone De Beauvoir, Marguerite Duras, Italo Calvino,
Julio Cortázar, Carlos Fuentes, entre muchos otros.
Castro,
esa noche, también le habla de Chile. Allende ha conseguido el
gobierno, pero no el poder. Al fin, el enfrentamiento armado será
inevitable. Después de su visita de casi dos meses a Chile y, sobre
todo, después de la marcha de las mujeres con las “cacerolas vacías”,
que le tocó ver en Santiago, Fidel no cree viable una revolución
socialista por la vía legal-democrática. Edwards recordó entonces algo
que le dijo en su primera entrevista, recién llegado a La Habana, lleno
de ilusiones. En caso de intervención armada, le dijo, no duden en
pedirnos ayuda a los cubanos. “¡Seremos malos para producir, pero para
pelear sí que somos buenos!”.
La
idea que deja Edwards de la revolución es que el régimen ha
evolucionado hasta llegar a ser una dictadura personal. Fidel interviene
en todo. Hasta selecciona las fotos suyas que aparecerán en la primera
página del diario Granma. ¿Pero qué nutre la fidelidad a la revolución?
Según Edwards, hay que entender la adhesión a la revolución como una
“reacción, como oposición al American way of life. Frente al becerro de
oro, frente a la estrepitosa y mentirosa vulgaridad del Norte, el mundo
hispano-afro-americano ofrecía un rostro barbudo, surcado por los
desvelos, sin afeites que disimularan la realidad terca y dura.” Años
después volverá sobre la misma tesis: “Fidel Castro representaba el
antiyanquismo visceral.” (Diálogos en un tejado, 2013, columna publicada
en noviembre, 2002)
Demos
el paso siguiente: lo que nutre el compromiso con la revolución es una
forma de nacionalismo. Eso potenciado, claro, por el repudio al
imperialismo bárbaro mostrado, por ejemplo, en el golpe de Estado en
Guatemala (1954) y que noveló Vargas Llosa (Tiempos recios, 2019). Como
en todo nacionalismo, hay una herida –en este caso causada por Estados
Unidos– a partir de la cual se construye una identidad. Como en todo
nacionalismo, hay una resistencia moral ante una cultura y modos de vida
que se infiltran, modifican y diluyen formas y experiencias
tradicionales. Como en todo nacionalismo, hay una defensa de “lo propio”
amenazado por “lo ajeno”. El capitalismo representa siempre una
“destrucción creativa”, para usar la expresión de Schumpeter. Esa
capacidad transformadora mina costumbres, hace tambalear lo establecido y
crea inestabilidad. El marxismo real, entonces, sería una máscara del
nacionalismo. Sorprendente: si Edwards tiene razón, en el apoyo a la
revolución ha habido siempre un trasfondo conservador y reaccionario. Se
trataría más de una oposición a los modos de vida del capitalismo que
de una utopía o un proyecto futuro. La revolución socialista es
melancólica.
Arturo Fontaine es un novelista chileno. Su última novela es La vida doble (Tusquets).
Postado há 1 week ago por Orlando Tambosi
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