BLOG ORLANDO TAMBOSI
Em artigo publicado em 2018 pela revista Disidentia, Frank Furedi examina a obra de Oswald Spengler, que veio à luz no verão de 1918:
El
libro del filósofo e historiador alemán Oswald Spengler, La Decadencia
de Occidente (Der Untergang des Abendlandes), publicado en el verano de
1918, hace justo un siglo, obtuvo inmediatamente un enorme éxito. En
esta obra, Spengler describía la desilusión que afligía a toda Europa y
expresaba la convicción de que los ideales centenarios que inspiraron al
Viejo Continente no sobrevivirían inalterados tras la Primera Guerra
Mundial. Al conmemorar un siglo de la publicación de este libro, es
necesario señalar que, a pesar de los enormes cambios que el mundo ha
experimentado entre 1918 y 2018, el intenso pesimismo cultural, que
Spengler describió en su obra, persiste todavía hoy en las sociedades
occidentales.
Publicado
meses antes de la firma del Armisticio, que marcó el fin de la Primera
Guerra Mundial, la decadencia de Occidente señalaba el profundo estado
de desmoralización, desorientación y pérdida de confianza imperante
entre las élites europeas. Numerosos autores se percataron de que la
Primera Guerra Mundial había socavado de forma terrible e irreversible
el dominio de Europa en los asuntos mundiales. La idea de que, tras las
enormes pérdidas y sufrimientos de la guerra, Europa no recobraría su
influencia hegemónica sobre el orden mundial, era compartida por
observadores situados en todos los lugares del espectro político. Así,
el escritor ruso Máximo Gorki comentó en 1917 que Europa se había
suicidado.
La
razón principal por la que el lamento de Spengler por la decadencia de
Occidente se convirtió en tema de conversación habitual en los salones
europeos fue su forma tan contundente de describir el sentimiento
generalizado de fin de una Época que afectaba a las élites de Europa. El
ambiente intelectual que prevaleció a partir de 1918, en la etapa de
entreguerras, comenzó a aceptar que todos los escritos cargados de
fatalidad que apuntaban a la decadencia europea eran evidentes por puro
sentido común.
Más tarde, en 1936, el sociólogo Louis Wirth describiría muy bien este ambiente intelectual al señalar la «extensa literatura que hablaba del ‘final’, la ‘decadencia’, el ‘ocaso’ o la ‘muerte’ de la civilización occidental«. Spengler reflejó este sentimiento de fin de época mediante una teoría que representa la historia como una serie de ciclos en los que cada civilización llega a su límite y comienza a decaer.
LAS ÉLITES EUROPEAS PIERDEN LA CONFIANZA EN SÍ MISMAS
En
aquel entonces, Spengler, como muchos de sus pesimistas colegas,
asociaba la decadencia de occidente al auge de las masas. Spengler
albergaba una marcada animadversión hacia las masas, rayana en la la
paranoia. Escribió que las masas odian «las buenas maneras, cualquier
distinción de rango, el orden que proporciona la propiedad, la
disciplina del conocimiento«. Concluyó que las masas constituían la
encarnación de ese final y señaló que «la masa es el fin, la total
nulidad«.
Releyendo
los escritos de Spengler, y de otros pesimistas culturales del período
de entre guerras, resulta evidente que su obsesiva hostilidad hacia las
masas era la expresión sublimada de un problema mucho más profundo: su
incapacidad para afrontar su propia pérdida de fe en la civilización
occidental. Su fijación con las masas funcionaba como una transferencia
psicológica: evitaba tener que aceptar su propia incapacidad para apoyar
y defender los ideales y el legado de su civilización. Este sentimiento
se extendió de manera especial entre las clases altas. Como señaló el
historiador William McNeill; «las clases altas educadas parecían
percibir que, en lugar de progresar, la civilización se estaba
derrumbando a su alrededor con una ‘rebelión de las masas’ en su propio
país y una creciente inquietud de los nativos en los imperios
ultramarinos«.
Una manifestación masiva en la Potsdamer Platz, Berlín, 29 de diciembre de 1918.
En
efecto, las clases dominantes habían perdido la confianza en su propio
estilo de vida y, en lugar de asumir el control de la situación,
simplemente aceptaron el traspaso del mando. Este aspecto fue
identificado por José Ortega y Gasset, quien en La Rebelión de las Masas
(1929) advirtió: «Si el europeo se habitúa a no mandar él, bastarán
generación y media para que el viejo continente, y tras él el mundo
todo, caiga en la inercia moral, en la esterilidad intelectual y en la
barbarie omnímoda»
Los
problemas a los que aludía Spengler, y mucho más elocuentemente Ortega y
Gasset, han de entenderse como una especie de derrumbe moral. Para
muchos miembros de las clases dominantes, la Primera Guerra Mundial no
representó solo un revés material o una catástrofe militar: también la
aniquilación de una forma de vida. Por ello, ninguna potencia europea
podía sentirse genuínamente vencedora en esta Guerra. La contienda había
agotado y debilitado a los países que habían vencido en el campo de
batalla tanto como a los que fueron derrotados.
A
pesar de recuperar las regiones de Alsacia y Lorena, Francia cayó en un
estado de parálisis política. «La década de los 30 se considera
generalmente como una etapa de miseria y sordidez casi sin precedentes
en la historia moderna de Francia«, escribió el historiador
norteamericano, Stuart Hughes. Y añadió que los rasgos indeseables de
esta época suelen «agruparse bajo el título de ‘deterioro moral‘».
Incluso
el Reino Unido comprendió que, a pesar de su victoria sobre el papel,
la Guerra representó el final de la Pax Britannia. A fines de la década
de 1920, la conciencia británica de potencia imperial de elevada moral
sufrió un gran revés. Gran Bretaña perdió su compromiso con las que
consideraba anteriormente sus misiones imperiales. Y su autoridad como
cabeza de un Imperio benévolo quedó desacreditada.
Se
puso cada vez más de moda entre los miembros de la élite británica, y
particularmente entre los intelectuales, alardear de la irrelevancia del
legado de su país. Esta desconfianza en el modo de vida británico fue
expresada con cierta sorpresa por Lord Eustace Perry, cuando señaló en
1934 que no había ya ninguna «idea natural en la que no creamos«. Y
añadió que «hemos perdido esa autoconfianza que distinguió a nuestros
abuelos victorianos y que todavía distingue a nuestros contemporáneos
norteamericanos«.
Con
la ventaja que otorga la retrospectiva, es evidente que la Gran Guerra
sirvió como catalizador para desbaratar l’espirit de corps de las élites
europeas. Todos intuyeron que algo importante se había perdido. El
sociólogo alemán Max Weber, en su profética conferencia de 1918, «La
política como vocación» llamó la atención sobre una nueva era, donde el
liderazgo de la autoridad brillaría por su ausencia. «No debemos esperar
las flores del verano sino, más bien, una gélida noche polar oscura y
severa«, se lamentó Weber. Y su visión de futuro carente de fe y
esperanza expresaba ese estado de ánimo de inseguridad existencial y de
ansiedad interna que afligía a las élites de Europa
EL DISTANCIAMIENTO DE LOS VALORES EUROPEOS
Algo
más de una década después de publicarse La decadencia de Occidente,
Winston Churchill, posiblemente el mejor estadista del siglo XX,
reflexionó sobre un mundo que le resultaba difícil de reconocer. En su
autobiografía, My Early Life (1930), Churchill llamó la atención sobre
la distancia que había tomado su sociedad con respecto al legado y los
valores del pasado: «me pregunto con frecuencia si alguna otra
generación ha sido testigo de revoluciones de hechos y valores tan
asombrosas como las que nosotros hemos vivido. Casi nada, sea material o
inmaterial, sobre lo que fui educado para creer que era permanente y
vital, ha perdurado. Y todo aquello sobre lo que estaba seguro que no
podía ocurrir, o me enseñaron que no era posible, finalmente ha
sucedido«.
Pero
Churchill tuvo un gran mérito al reconocer que lo fundamental es no
renunciar a los valores que sustentaron la civilización europea sin
antes luchar. A diferencia de los fatalistas, que teorizaron la
decadencia de la civilización, Churchill afirmó que la defensa de estos
valores no era una causa perdida.
En
su conferencia de 1965, «Algunas cuestiones de filosofía moral«, Hannah
Arendt aludió a la reflexión de Churchill sobre la desaparición de esos
valores que antes parecían permanentes. Arendt señaló que «sin ser muy
conscientes de ello» los valores morales que ayudaban a las personas a
«distinguir el bien del mal» se habían «derrumbado casi de la noche a la
mañana«.
La
pérdida de esa estructura moral inspiradora de la civilización
occidental, que preocupaba a Arendt, continúa siendo un problema en la
actualidad. Se diría que las instituciones creadas por la Unión Europea
constituyen un intento de acomodarse al ambiente moral y al sentimiento
de decadencia, que tan trágicamente evocaba Spengler. Y, al menos en
cierto sentido, los líderes de la Unión Europea perciben la amenaza a su
forma de vida en unos términos que no son muy distintos a los de
Spengler.
El
pensador alemán atribuyó lo que él consideraba una inexorable
decadencia de Occidente al auge de las masas incultas. Los líderes de la
UE son demasiado finos y sofisticados para utilizar un lenguaje que
apunte específicamente a las masas. En su lugar, señalan con el dedo
acusador a los ciudadanos no instruidos y moralmente inferiores que
apoyan a ciertos partidos y a causas que ellos tachan de populistas.
Sin
embargo, al contrario que Churchill o Arendt, que se encontraban
profundamente comprometidos con la recuperación de los valores de la
civilización europea, el establishment de la UE simplemente quiere
olvidar estos valores. Una razón por la que destilan tanto odio hacia
ese tipo de partidos es porque, consciente o inconscientemente, algunos
de estos movimientos intentan reconectarse con el legado europeo del
pasado. Que un siglo después de la publicación de La decadencia de
Occidente, haya tantas personas que aún consideran importante el legado
histórico de Europa, indica que la recuperación de estos valores no es,
ni mucho menos, una causa perdida.
Postado há 1 week ago por Orlando Tambosi
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