El País publica a última coluna de Javier Marías, seu colaborador desde 2003, falecido hoje em Madri:
Esta
es la última columna que Javier Marías escribió para EL PAÍS, un
homenaje a los traductores. El novelista la había dejado escrita en
julio para ser publicada a la vuelta de su habitual parón de agosto.
Este septiembre, su estado de salud impidió que volviera a su cita
semanal con los lectores en ‘El País Semanal’. Esperábamos poder iniciar
la nueva temporada con esta columna cuando se recuperase, pero tras la
muerte del escritor este domingo, se convierte en la última entrega de
‘La zona fantasma’, la número 939 desde que Javier Marías comenzó a
escribir en el diario en febrero de 2003.
Si
hay una actividad que echo de menos, esa es la traducción. La abandoné
hace ya décadas, con pequeñas excepciones (un poema, un cuento, las
citas de autores ingleses y franceses que aparecen en mis novelas), y
nada me impediría regresar a ella, salvo mis propios libros y lo mal
pagada que sigue estando esa labor esencial, sin duda una de las más
importantes del mundo, no sólo para la literatura; también para las
noticias que llegan, los descuidados subtítulos de películas y series,
el bastardo doblaje de hoy, los avances médicos, las investigaciones
científicas, las conversaciones entre los gobernantes… Pero la que yo
añoro es la literaria, a la que dediqué casi todos mis esfuerzos.
Siempre he sostenido que se parece tantísimo a la escritura que es
agotador compaginarlas. La “única” diferencia es la presencia de un
texto original al que uno ha de ser fiel —pero no esclavo de él—. Ese
original ofrece inconvenientes y ventajas. Entre los primeros, que uno
nunca es muy libre —pero sí bastante— porque debe reproducir lo mejor
posible, en su lengua, lo que en las suyas escribieron Conrad o James,
Proust o Flaubert, Bernhard o Rilke; es decir, uno no puede inventar. En
una novela sí, de la primera a la última línea, hasta el punto de que a
veces uno no sabe cómo continuar, y es entonces cuando desearía
disponer de un original que lo guiara y le dictara siempre lo que le
toca poner. El texto original, como la partitura musical, está ahí y es
inamovible, aunque tanto el traductor como el pianista tengan amplio
margen de elección. La dicción, la preferencia por un vocablo o su
descarte, el tempo, el ritmo, las pausas, son responsabilidad de ellos. Y
pueden destrozar una obra maestra, eso también.
A
menudo recuerdo, a la vez con sudores fríos y enorme placer, mis meses o
años empleados en traducir los tres textos más difíciles de mi vida: El
espejo del mar, escrito en el fantástico pero extraño inglés de un
polaco; Tristram Shandy, obra monumental del siglo XVIII no menos
laberíntica que el sobadísimo Ulysses de Joyce; La religión de un médico
y El enterramiento en urnas, de Sir Thomas Browne, sabio inglés del
XVII con una prosa tan majestuosa como sublime como alambicada, que
suscitó la admiración incondicional de Borges y Bioy. Ante ella me
rendí: no me sentía capaz de proseguir. Al cabo de unos meses, pensé que
era una lástima que los lectores de lengua española se quedaran sin
conocerla y, con renovado brío, reanudé y concluí la tarea. ¿Por qué me
importaba tanto el conocimiento de esos lectores, que en ningún caso
iban a ser cuantiosos? Ni yo lo sé. Sencillamente juzgué que esa
maravilla merecía existir en mi idioma, aunque fuera para disfrute y
provecho de unos pocos curiosos.
Algunos
traductores no viven de la traducción —los que sí, pobres, se ven
obligados a empalmar trabajos malos, regulares y buenos, y a acabarlos
todos a gran velocidad—. Los primeros poseen un superfluo y
desinteresado sentido del deber para con sus compatriotas. Si pensamos
en la primera traducción del Quijote, del dublinés Thomas Shelton y de
1612, sólo siete años después de su publicación en español, ¿qué tuvo
que impulsar a aquel hombre para embarcarse en una novela española,
larga y nada fácil, de un completo desconocido? Lo ignoro, pero cabe
imaginar que Shelton fue tan generoso como para no querer privar a los
demás irlandeses ni a los ingleses del placer que él habría
experimentado durante su lectura en castellano. Si alguna vez fue
adecuada la expresión “trabajar por amor al arte”, es para la labor de
esos traductores. Al fin y al cabo, un escritor alberga la esperanza,
por remota que sea, de vender mucho y triunfar. Al traductor nunca lo
aguardan tales glorias, y aún hoy bastantes editoriales se permiten no
poner su nombre en la cubierta, como si Ali Smith o Zadie Smith
no hubieran necesitado de un concurso. Y si hablamos de emolumentos, es
para echarse a llorar. ¿Cómo va a pagarse igual una versión de Dickens
que una del enésimo chisgarabís americano actual? Y sin embargo así
sucede. Hay editores que se han hecho de oro merced al trabajo de un
traductor, al que retribuyeron con una rácana tarifa por página y se
acabó, mientras el título en cuestión vendía cientos de miles de
ejemplares en español.
No
sé, sí: también una hija puede cuidar a su madre por el amor que le
profesa, pero eso no obsta para que su ímproba dedicación se vea
remunerada, sólo sea para que no se muera de hambre mientras renuncia a
ganarse el sustento con un empleo. Desde ese punto de vista no puedo
sentir nostalgia de mis años de traductor. Me ha ido mucho mejor con mis
novelas. He gozado de una inmensa suerte que poco tiene que ver con el
mérito ni con el talento. Y aun así, aun así… Recuerdo cómo me
satisfacía y emocionaba “reescribir” en mi lengua un texto mejor que
ninguno que yo pudiera alumbrar, como fue el caso de mis tres
traducciones mencionadas. Leer, corregir y releer cada página y pensar
(siempre sujeto a equivocación, uno es mal juez de lo que hace): “Sí,
sí, así lo habrían escrito Conrad, Sterne o Browne de haberse expresado
en español”.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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