Para os liberais latino-americanos a batalha política começa pela educação cívica. Esse é o nosso grande desafio, escreve Carlos Alberto Montaner:
En 1989, tras la caída del Muro de Berlín, hubo una especie de
euforia en todo Occidente, a la que no fue ajena América Latina. Junto a
la desaparición y el descrédito del comunismo en Europa, pronto
desaparecieron las dictaduras sandinista y pinochetista, en ambos casos
como consecuencia de elecciones, así como la narcodictadura del panameño
Noriega, derrotada por una invasión de Estados Unidos. Poco después le
tocó el turno a Haití. Sólo se mantuvo en pie una excepción: el gobierno
cubano, fuertemente consolidado por los métodos represivos aprendidos
del estalinismo soviético, quedó desde entonces como la única tiranía de
América Latina.
Para los latinoamericanos era una situación insólita: nunca antes la
democracia había sido tan abarcadora e indiscutida. Llegaba, además,
acompañada de gobiernos que huían de las viejas fórmulas estatistas. El
colombiano Gaviria, el mexicano Salinas, el boliviano Sánchez de Losada,
el uruguayo Lacalle, el chileno Alwyn -sucesor de Pinochet-, el
argentino Menem, incluso el venezolano Carlos Andrés Pérez: todos
renunciaban a los paradigmas socialistas que habían contribuido al
mediocre desempeño económico de sus países. Fue la época de las
privatizaciones y del rescate del pensamiento liberal. En la primera
mitad de la década de los noventa parecía que, al fin, América Latina,
como España tras la muerte de Franco, encontraba el camino de la
modernidad y su espacio natural en Occidente. México -por ejemplo-, tras
abandonar su tradicional nacionalismo, pasó a formar parte del Tratado
de Libre Comercio junto a Canadá y Estados Unidos.
Poco a poco ese risueño panorama comenzó a torcerse. Los viejos
comunistas reaccionaron y se reorganizaron en una especie de
Internacional llamada Foro de Sao Paulo, ciudad donde por primera vez se
reunieron los viejos camaradas convocados por Fidel Castro. Ernesto
Samper fue electo en Colombia con un discurso populista. El parlamento
venezolano cometió la insensatez de deponer a Carlos Andrés Pérez tras
desprestigiarlo con el mote de neoliberal, y luego el país eligió a
Rafael Caldera, un político democristiano de la vieja escuela estatista,
partidario de los controles económicos.
La acusación más frecuente y demoledora que se le podía hacer a un
político era la de neoliberal. ¿Qué significaba esa falsa y articial
etiqueta? Supuestamente, ser un enemigo de los pobres, vendido al Fondo
Monetario Internacional y al Banco Mudial. Alguien monstruosamente
codicioso carente del menor instinto solidario. La izquierda y la
derecha la usaron copiosamente contra los partidarios de la libertad
económica y política. Tener fama de neoliberal era un estigma atroz que
invalidaba cualquier aspiración política.
El resultado de esta atmósfera ideológica ha sido la revitalización
de la vieja cultura revolucionaria latinoamericana incubada a lo largo
del siglo XX. ¿En qué consiste? Es una fatal combinación entre el
autoritarismo vertical dirigido por caudillos, actitudes
antioccidentales -especialmente antiyanquis-, rechazo al mercado y
desprecio por las formas democráticas. Un brillante ensayista
venezolano, Carlos Rangel, acuñó un nombre definitivo para describir esa
cultura revolucionaria: el tercermundismo.
La expresión más clara de ese fenómeno es la elección y reelección de
Hugo Chávez en Venezuela: un ex coronel golpista en el que alegremente
se combinan Perón, Fidel Castro y Gadaffi, cuyo Libro Verde es citado
frecuentemente como inspiración ideológica. Un gobernante que -como
Hitler y Mussolini, o como el propio Perón- utiliza su inmensa
popularidad para desmantelar las instituciones democráticas y para
acumular poder y una desmedida cuota de autoridad personal.
No es una casualidad. Precisamente toda la franja andina -Venezuela,
Colombia, Ecuador, Bolivia y Perú-, un territorio mayor que la Unión
Europea, vive hoy un tenso momento en el que la democracia está colgada
con alfileres o, sencillamente, es una triste farsa, como sucede en el
país de Alberto Fujimori y su siniestro asistente, Vladimiro Montesinos,
hoy refugiado en Panamá.
Pero quizás donde el peligro es más terrible e inminente es en
Colombia. En ese torturado país ocurren al año unos treinta mil
asesinatos, de los cuales el 99% quedan impunes. Cuatro ejércitos,
además, actúan sobre el territorio: el oficial de la república, ineficaz
y mal armado, el de las guerrillas comunistas -alimentado por más de
dos mil millones de dólares anuales procedentes del narcotráfico y los
secuestros-, el de los paramilitares contratados por finqueros o por
cualquiera dispuesto a pagar sus sangrientos servicios, y el de los
propios narcotraficantes, infiltrado en todas las instituciones del
Estado.
¿Cómo puede terminar ese drama? Tras la insólita concesión a las
guerrillas comunistas de la Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia
(FARC) de un territorio de 42 000 kilómetros cuadrados -la superficie de
Suiza-, no debe descartarse otro paso suicida si la administración de
Andrés Pastrana continúa dando muestras de debilidad e ingenuidad: el
establecimiento de una especie de cogobierno en el que los comunistas,
tras treinta años de barbarie, accedan a una parte del control del
Estado. Probablemente ese sería el primer paso para la toma total del
control del país.
En cuanto a Cuba, mi país, nada bueno me atrevo a vaticinar. Tras la
desaparición de la URSS todos pensamos que se iniciaría en la Isla una
suerte de transición hacia la democracia, pero Castro prefirió cavar
trincheras e insistir en el modelo calcado de Moscú, pese a su evidente
inferioridad. En 1959, cuando comenzó la revolución, los cubanos
teníamos el doble del per cápita de los españoles. Hoy tenemos una
décima parte del per cápita de los españoles. Cuando comenzó la
revolución, Cuba era, junto a Argentina y Uruguay, el país más rico de
América Latina. Hoy, con $1 540, es el más pobre, seguido por Nicaragua,
que con $2 100 ocupa el segundo lugar en los tristes niveles de la
miseria. Pero nada de eso parece importarle al Comandante, quien, lejos
de rectificar, en los últimos dos años ha involucionado, restringiendo o
anulando algunas medidas levemente liberalizadoras ensayadas a partir
de 1993, cuando la crisis llegó a la casi virtual parálisis del país.
Este regreso a la ortodoxia estalinista ocurre en medio de crecientes
medidas represivas ampliamente denunciadas por los organismos
internacionales encargados de velar por los Derechos Humanos. Entre esas
medidas está, naturalmente, el constante acoso a los grupos liberales
que existen dentro de la Isla: el Partido Liberal Democrático de Cuba,
presidido por Osvaldo Alfonso Valdés, Solidaridad Democrática, presidido
por Fernando Sánchez -ambos miembros de la Internacional Liberal- y
Félix Bonne Carcassés, presidente de la Corriente Cívica Cuba na, un
distinguido ex profesor de la Facultad de Ingeniería, líder de una buena
parte de la intelligentsia rebelde que subsiste en el país, pese a los
maltratos o las condenas a cárcel que ha debido padecer por atreverse a
redactar un lúcido documento –La patria es de todos– junto a otros tres
prestigiosos disidentes: Vladimiro Roca, Marta Beatriz Roque Cabello y
René Gómez Manzano.
¿No hay ningún síntoma alentador en América Latina para nosotros los
liberales? También los hay. El caso de Chile es muy interesante. Tras el
establecimiento de la democracia, los gobiernos de Alwyn, Frei, y ahora
Lagos, dentro de ciertos matices, mantienen las líneas maestras de la
economía liberal, y pareciera que allí a la vieja cultura revolucionaria
y tercermundista le quedan muy pocos aliados. El Partido Socialista, el
del presidente Lagos, notablemente radical y marxista en época de
Allende, es hoy moderadamente socialdemócrata, algo parecido al PSOE de
los españoles o a los laboristas de Tony Blair. La Democracia Cristiana
ha dejado de ser socialcristiana, y la derecha, felizmente, bajo el
liderazgo de Lavín, se aleja de los esquemas autoritarios y se presenta
con un perfil liberal. El liberalismo, pues, ha preñado a todas las
fuerzas políticas chilenas. Algo que ha demostrado ser muy beneficioso:
en este momento Chile es el país más rico de América Latina, con $12 500
per cápita. Algo menos que Grecia, el país más pobre de la UE, que
apenas alcanza los $13 400. Pero el dato más alentador no es ése, sino
la disminución de los índices de pobreza. En 1990 el porcentaje de
pobres alcanzaba el 42% del censo. Hoy está en torno al 20%.
El otro dato esperanzador es el de México. Con sus casi 100 millones
de habitantes, sus dos millones de kilómetros cuadrados y sus $7 800 per
cápita, se trata de la gran potencia hispanoamericana. Ese país, a
partir de diciembre, será gobernado por un político, Vicente Fox, que
parece tan liberal como Zedillo en el terreno económico, pero mucho más
liberal que el PRI en materia de libertades políticas. Fox, por otra
parte, ha prometido poner fin a la absurda política aislacionista
mexicana en materia de asuntos exteriores -la llamada «Doctrina
Estrada»-, basada en la ciega y sorda consigna de «no intervención en
los asuntos internos de los otros países», sustiyéndola por una defensa
activa de la democracia y los derechos humanos donde quiera que se
encuentren en peligro.
¿Puede sacarse alguna conclusión de este panorama? Sí, y muy
importante: es evidente que en América Latina sobreviven los paradigmas
de la vieja cultura revolucionaria tercermundista. Eso explica la
recaída en el error y en vicios de gobierno que se creían superados. De
donde se deduce que la principal tarea de los liberales de esta parte
del mundo es de carácter pedagógico: hay que modificar esa percepción de
la realidad. Hay que convencer a los latinoamericanos de las inmensas
ventajas que la libertad económica y política le trae a las grandes
masas. Hasta tanto esta labor no se lleve a cabo es muy difícil que las
causas políticas liberales se sostengan por periodos prolongados. Es
obvio: para los liberales latinoamericanos la batalla política comienza
por la educación cívica. Ése es nuestro gran reto.
BLOG ORLANDO TAMBOSI

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