Em artigo publicado pelo Instituto Cato,
o professor Alberto Benegas Lynch (h) afirma que nada têm de
capitalistas os empresários que vivem à sombra do Estado (coisa típica,
aliás, dos países latino-americanos, com o Brasil patrimonialista na
linha de frente):
Como he consignado antes la expresión “capitalismo” no es la que más
me entusiasma puesto que remite a lo material y la sociedad libre se
base en valores que van mucho más allá de lo crematístico. Se base ante
todo en principios éticos. Por eso prefiero la tan atractiva e
ilustrativa palabra “liberalismo” que como lo he definido hace tiempo en
uno de mis primeros libros es el respeto irrestricto por los proyectos
de vida de otros. De todos modos autores como Michael Novak derivan de
caput la idea de capitalismo en el sentido de creatividad, iniciativa,
emprendimientos, imaginación y conceptos equivalentes.
En cualquier caso lo que intento demostrar en esta nota periodística
es que resulta esencial comprender que el capitalismo definido como la
libertad contractual y la consiguiente preservación de los derechos de
las personas, comenzando con su propia vida y siguiendo con la libertad
de expresar sus ideas y usar y disponer de lo adquirido legítimamente,
se contrapone en el sentido más riguroso a cualquier alianza entre el
poder político y mal llamados empresarios (mal llamados porque no
compiten en mercados abiertos sino que apuntan a mercados cautivos al
efecto de esquilmar a sus semejantes).
En este sentido tienen razón los críticos del capitalismo cuando
observan que en su nombre se cometen todo tipo de asaltos a los miembros
de la comunidad. Por las razones expresadas, la crítica se dirige a un
blanco equivocado puesto que no se trata de capitalismo sino de un
aparato infame de intervencionismo estatal y una lesión grave a los
procesos de mercado y a los marcos institucionales civilizados.
Ya Adam Smith proclamó en 1776 en su libro más conocido que “Siempre
está en interés del comerciante ampliar su mercado y reducir la
competencia. La ampliación del mercado es frecuentemente del agrado del
público, pero reducir la competencia es contrario a sus intereses y sólo
sirve para que los comerciantes aumenten sus ganancias sobre lo que
naturalmente hubieran sido así imponer, para su propio beneficio, un
impuesto absurdo sobre el resto de sus compatriotas”. Y más contundente
aun en la misma obra Smith declara sobre el empresario prebendario
“tiene generalmente interés en engañar e incluso en oprimir al público y
que por ello lo han engañado y oprimido efectivamente en muchas
ocasiones”.
En la actualidad, en pleno siglo xxi, tal vez el libro más gráfico
sobre lo dicho sea Bought and Paid For de Charles Gasparino, periodista
que escribe en el Wall Street Journal, en Newsweek y comentarista senior
de Fox News. En este libro se detallan con nombre propios las empresas y
los ejecutivos que reiteradamente se alían con el poder de turno en
Estados Unidos para sacar tajada a expensas de su prójimo y tejer los
más sucios negociados, algo que no puede menos que definirse como un
pantano hediondo en perjuicio de los trabajadores que no tienen poder de
lobby. Transcribo de esta obra una de las conclusiones más relevantes
del autor: “Me he dado cuenta que a menos que algo cambie (y pronto), a
menos que el contribuyente estadounidense –el votante ordinario– actúe
para revertir la expansión sin precedentes del gobierno que está
convirtiendo lo que solía ser el bastión del capitalismo en un estado
intervencionista, a menos que esto ocurra el presente siglo no será el
siglo estadounidense”.
Algo está muy podrido en Dinamarca diría Shakespeare. En la medida en
que se generalice esta alianza infernal las bases de la sociedad libre
se carcomen a pasos agigantados y, como queda dicho, se desdibuja y se
confunde el capitalismo con su opuesto. Es realmente bochornoso que se
critique el capitalismo en un mundo donde no solo avanzan los ladrones
de guante blanco mal llamados comerciantes donde se incrementa la deuda
estatal, se hacen más pesadas las cargas tributarias, se manipula la
moneda, se eleva el gasto público a niveles elefantiásicos y se
incrementan las regulaciones en proporciones insostenibles.
Sin duda que todas las críticas no son inocentes, en muchos casos lo
que se pretende es debilitar aun más el sistema que resulta claro hace
agua por los cuatro costados debido al avance de las ideas socialistas.
En este último sentido, es del caso subrayar que el método más
eficiente para la penetración socialista es el sistema fascista que
significa que se permite el registro de la propiedad pero usa y dispone
el gobierno, a diferencia del socialismo más abierto que usa y dispone
la propiedad directamente el gobierno sin atajo alguno. El fascismo
hace de precalentamiento y prepara el camino a la socialización total.
Esto es así no solo porque resulta en general más digerible para la
gente la manipulación desde el gobierno respecto a la expropiación lisa y
llana, sino que frente a los desaguisados que provoca el sistema el
gobierno se escuda en el hecho de que los responsables son los titulares
aunque se deba al intervencionismo.
Esto del fascismo puede aparecer como una receta alejada pero está
encima nuestro diariamente. Veamos los sistemas educativos en los que
las denominadas instituciones privadas en verdad están privadas de
decidir en su totalidad la estructura curricular que debe ser aprobada
por ministerios de educación y similares. Veamos algo tan pedestre como
los taxis en la mayor parte de las ciudades: el color con que están
pintados, los horarios de trabajo y las tarifas están determinadas por
los gobiernos con lo que la propiedad es otra vez nominal y así
sucesivamente en los sectores y áreas más importantes.
Mi libro titulado Las oligarquías reinantes, que lleva un muy
generoso prólogo de Jean-François Revel que subraya la tesis que
expongo, está prácticamente dedicado a las componendas de estos barones
feudales y sus socios para el saqueo de sus semejantes con la careta del
empresariado. A continuación voy a reproducir parte de un pequeño
relato de este libro al efecto de ilustrar el tema grave que estamos
comentando.
Estaba caminando por un terragal en Chichicastenango, era un día de
feria de modo que incluso las calles alejadas estaban abarrotadas (casi
más turistas que locales). En Guatemala cada pueblito tiene sus atuendos
particulares. Los más vistosos y atractivos son los huípiles, una
especie de poncho de largo variado con coloridos y dibujos trabajados
cuidadosamente en telares caseros y que usan las mujeres en combinación
con faldas más bien lisas. En el huípil de Chichicastenango predomina el
violeta, matizado con verdes fuertes y un negro retinto con algunos
bordados de pájaros de la zona. Algunos turistas recalcitrantes los
ponen en bastidores y los cuelgan en sus livings iluminados por las
consabidas dicroicas.
El aire en ese lugar es de una pureza que acaricia los pulmones,
probablemente debido a la altura y, en esa época del año, el cielo está
casi siempre azul sin nubes a la vista. La temperatura acoge a los
transeúntes con la más amable de las hospitalidades. En realidad estaba
yo en busca de un San Juan Bautista tallado en un palo de procesión.
Pero no logré mi cometido, puesto que ni siquiera llegué a la plaza
principal donde se desplegaban las largas mesas con los cachivaches de
la feria (mucho más adelante mi María me consiguió lo que ese día andaba
buscando).
Confieso que el turismo más bien me disgusta y que los tumultos me
trasmiten una mezcla de desconcierto y de temor irrefrenable. En
cualquier caso, me llamó la atención la cara de un hombre mayor que
estaba conversando con un chiquito en una de las maltrechas veredas del
lugar por donde se filtraba pasto y algún arbusto que tozudamente se
abría paso empujando piedras y otros materiales de construcción
evidentemente colocados sin escuadra y, aparentemente, sin mucho esmero.
No soy muy afecto a la conversación con extraños (incluso en mis viajes
en avión si me toca de vecino un entusiasta de lo cotorril, de
inmediato alego problemas en las cuerdas vocales), pero en este caso no
sé si por la mirada tierna de esta persona o por la gracia que me hizo
el chico, el hecho es que me detuve frente a la solicitud del anciano
para que lo atendiera. Hablaba un español por momentos atravesado con su
dialecto maya (Chomsky dice que la diferencia entre un dialecto y una
lengua estriba en que esta última es impuesta por las armas).
No soy bueno para calcular edades pero tendría poco más de ochenta
primaveras sobre los hombros. Pude constatar un cuadro de situación que
no es nuevo pero al recibirlo de primera mano se torna más patético. Más
dramático resultaba el cuento cuando uno miraba los profundos y
significativos surcos cincelados por una vida ruda en el rostro de este
indito anciano y anfitrión de la jornada.
Según parece este personaje, en sus épocas mozas, trabajaba mediodía
en casa de un conocido empresario en la ciudad. Por ese entonces no
vivía en Chichicastenango sino a unos diez kilómetros al sur de
Guatemala. Tenía otros compinches que hacían diariamente el mismo
recorrido. Todos en bicicleta. Entre algunos pobladores estaba muy
generalizado este medio de locomoción. Si mal no recuerdo, las
bicicletas costaban poco menos de ciento veinte quetzales hasta que se
produjo el desastre para esta gente laboriosa y cumplidora: los rodados
de ese tipo subieron a bastante más del doble del precio. Al principio
las reposiciones se fueron estirando con arreglos en general precarios,
pero finalmente la situación se hizo insostenible especialmente para las
nuevas generaciones que debían trabajar y no les resultaba posible
mudarse a la ciudad. Aquel instrumento de trabajo se tornaba
inaccesible. Antes de la abrupta suba, las bicicletas eran en su mayoría
importadas de Taiwan. Ahora una de las cámaras locales de empresarios
convenció al gobierno que prohibiera la importación a los efectos de
permitir que los guatemaltecos abastecieran sus propios requerimientos y
así “promover la industria nacional y el pleno empleo”.
Además se recurrió al anzuelo envenenado al argüir que de ese modo el
país podría contribuir a su independencia y, pasado un tiempo, después
de acumular experiencia, la industria local podría mostrar su
competitividad y consolidar beneficios para todos.
¿Cuáles beneficios? Si antes compraban un artículo más barato y de
calidad superior evidentemente estarán peor. Si había empresarios que
consideraban que podían mejorar la marca, nada les impedía poner manos a
la obra y si la evaluación de ese proyecto mostraba que habría pérdidas
en los primeros períodos que serían más que compensadas en los
siguientes, debieron darse cuenta que nada justifica que los referidos
quebrantos sean trasladados, a través de aranceles, sobre las espaldas
de los consumidores ajenos al negocio. Lo que sucede es que resulta más
cómodo que buscar socios para financiar el emprendimiento y más
provechoso contar con un mercado cautivo que facilita las más ambiciosas
aventuras, ya que si se toma como parámetro la rentabilidad
frecuentemente resulta en un cuento chino (con perdón de los chinos).
Ocurre que para esos fantoches como los de nuestra historia –acotada
para esta nota periodística– resulta más atractivo explotar a los demás
que servirlos en competencia. Esta acrobacia verbal de la que hacen
alarde estos pseudoempresarios está en alguna medida sustentada por
algunos ingenuos capaces de tragarse cualquier sapo y por quienes
despliegan ideas que con desfachatez llaman “proteccionistas”.
Aquel tipo de empresarios requiere de estos apoyos, puesto que sería
insostenible la argumentación basada en que necesitan mejores mansiones,
automóviles más confortables y adornar con joyas a sus mujeres o
amantes. El apoyo logístico es indispensable. Los intereses creados
tienen que escudarse en presentaciones de apariencia filosófica para
poder prosperar. Sin duda que allí donde se ofrecen privilegios habrá
largas filas para solicitarlos. De lo que se trata es de producir
cambios institucionales de características tales que imposibiliten o por
lo menos obstaculicen en grado sumo la dádiva. Para ser ecuánimes
debemos cargar más las tintas en el clima de ideas que hace posible el
mercado cautivo que en la voracidad empresarial que sólo responde a los
accionistas quienes no demandan filosofía sino retorno sobre la
inversión, en este caso mal habido.
Esta parte del relato que estampo en el mencionado libro muestra
apenas un rincón de los avatares de los bandidos que se refugian en la
figura del empresario que nada tiene que ver con el significado del
empresario en una sociedad libre donde cada uno debe esforzarse por
atender a su prójimo y si da en la tecla obtiene ganancias y si yerra
incurre en quebrantos, siempre sin privilegio alguno. Es obligación
moral de todos desenmascarar aquellos filibusteros que arruinan nuestras
vidas aunque el costo resulte alto porque como ha dicho José Martí con
volcánica temperatura moral: “mas vale un minuto de pie que una vida de
rodillas”.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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