BLOG ORLANDO TAMBOSI
En los 88 años de Mario Vargas Llosa, reproducimos este diálogo sobre la significación de su novela La guerra del fin del mundo. Enrique Krauze para Letras Libres:
¿Dónde queda Mario Vargas Llosa en el elenco de la disidencia que escribía en Vuelta? ¿Disidente? ¿Crítico?
Ambas
cosas, intensamente. Creo que la Revolución rusa fue para Paz lo que la
cubana para Mario: un advenimiento histórico que atrajo no solo su
simpatía sino su adhesión activa y apasionada. Pero la de Mario lo fue
aún más, porque se trataba de la revolución latinoamericana, la
revolución en tiempo presente, hecha por guerrilleros de su propia
generación. Como él ha narrado en varios textos, desde el primer momento
se entregó a ella y le fue fiel largo tiempo. Su rompimiento no fue
súbito, sino un proceso doloroso de decepción. Creo que tanto en Paz
como en Vargas Llosa la palabra clave es desencanto, un desencanto que
al profundizarse desemboca en una crítica feroz, una crítica
proporcional a la dimensión del compromiso anterior.
Paz
cargaba un sentimiento de culpa por haber callado cuando tenía frente a
sí evidencias irrefutables de los crímenes del régimen soviético.
No
creo que en Vargas Llosa quepa hablar de culpa, acaso sí de
remordimiento, porque, a pesar de los atropellos de toda índole que la
Revolución cubana cometió en sus primeros años, no hubo purgas de la
dimensión soviética. Paz no las hubiera tolerado y mantuvo un apoyo
discreto, a distancia, hasta fines de los sesenta. Para Vargas Llosa los
puntos de quiebre fueron la invasión a Checoslovaquia en 1968 y luego,
claramente, el caso Padilla. El proceso de decepción fue indetenible y
Castro lo ahondó con su actitud de desprecio abierto a los
«intelectuales revisionistas». Pero antes del rompimiento definitivo,
cosa que lo honra, Vargas Llosa mandó varias señales de alarma.
Recuerdas que aún en su nota sobre Persona non grata de Jorge Edwards
publicada en Plural mantenía su adhesión a la Revolución, aunque ya sin
ningún entusiasmo, con tristeza y nostalgia, con rabia contenida, en
espera casi de un milagro que no ocurrió. Cuando se escriba la biografía
definitiva de Vargas Llosa, uno de los aspectos más interesantes será
seguir esa transformación de sus convicciones que, como decía Sabato (y
Dostoyevski), es siempre fascinante y aleccionadora. Creo que su
revaloración de Camus en Plural en 1974 fue un momento clave de ese
proceso que no solo tuvo que ver con Cuba sino con el tema más profundo
de los medios y los fines en la política, en especial en la política
revolucionaria. Y, como decía Weber, ninguna «ética de la convicción»
resiste la prueba moral porque supedita y sacrifica vidas concretas a
ideales abstractos.
¿Siguió siendo socialista?
Creo
que sí, y ahí tienes otro paralelo con Paz. Pero mientras Octavio nunca
se apartó de esa fe, o de esa posibilidad, a fines de los setenta
Vargas Llosa sí lo hizo, de manera clara y terminante. Mario formaba
parte de Vuelta, el barco intelectual de la disidencia. Lo tuve claro
siempre y más aún en 1983, cuando publicó con nosotros y en The New York
Times Magazine su largo reportaje «La matanza de Uchuraccay». Fue un
texto que cimbró a los lectores. Pasó lo siguiente. En Ayacucho, centro
de operaciones de la guerrilla Sendero Luminoso, había ocurrido la
muerte de ocho periodistas. Una parte de la prensa culpó al gobierno
democrático de Fernando Belaúnde Terry, quien decidió nombrar una
pequeña comisión investigadora en la que participó Vargas Llosa. Fueron
al lugar, recabaron testimonios y concluyeron que los periodistas habían
sido asesinados por los campesinos, porque pensaban que eran
guerrilleros. Vargas Llosa llegó a la conclusión de que el
enfrentamiento entre las guerrillas y las fuerzas armadas eran arreglos
de cuentas entre sectores privilegiados de la sociedad, en los que las
masas campesinas eran utilizadas por quienes decían querer
liberarlas.Vargas Llosa hablaba de «sectores privilegiados», más que de
universitarios, pero la realidad que revelaba ese reportaje hecho in
situ correspondía a la misma que Zaid estaba revelando en sus análisis
sobre los universitarios en el poder o hacia el poder, incluidos los
universitarios en la guerrilla. La guerrilla peruana no es obrera ni
campesina. El profesor maoísta Abimael Guzmán, «cuarta espada» del
marxismo o el comunismo (junto con Lenin, Stalin y Mao), no creía en la
autonomía de la vida campesina. Como sus congéneres soviéticos, chinos y
camboyanos, creía que había que reeducar a los campesinos, sin reparar
en la violencia de los métodos, para crear al «hombre nuevo». Y claro,
el radicalismo maoísta provocaba la reacción militarista. La trágica
espiral latinoamericana. Esa experiencia y los estragos terribles de
Sendero Luminoso (setenta mil muertos atribuibles a ellos) llevaron a
Vargas Llosa a escribir en los ochenta obras de gran tensión histórica y
moral con respecto a la idea de la Revolución, entre ellas su largo
ensayo La utopía arcaica y su novela Historia de Mayta. La primera es
una crítica al indigenismo, que si bien prohijó obras notables de teoría
social e imaginación literaria que Vargas Llosa admira y valora
(Mariátegui y sobre todo José María Arguedas) mantuvo viva la flama de
un proyecto económico y social inviable y opresivo.
Te
hago notar que Mayta (el exguerrillero trotskista a quien el periodista
de la novela encuentra mucho después de su fallido intento de foquismo
revolucionario en una aldea, entregado a la vida pacífica, sin
remordimientos ni nostalgias) era uno de esos jóvenes impacientes,
radicalizados no por carencias materiales ni desventajas sociales, sino
por una truncada o torcida vocación religiosa. En su caso, no habían
sido los jesuitas quienes lo «indoctrinaron», como a Dalton, sino los
salesianos. La novela narra la escala de la radicalización: sectas
clandestinas, lecturas, planes, conjuras. Se trataba de «asaltar el
cielo», «bajaremos al cielo del cielo, lo plantaremos en la tierra»,
decía Mayta. Su fracaso se debió a problemas técnicos, de logística, de
planeación. No tuvieron el genio irrepetible de Castro. La novela te
dejaba con la certeza de que los guerrilleros (los impacientes, los
radicales) de las generaciones venideras cuidarían más esos detalles.
Esa persistencia histórica de la Revolución es la que llevaría a Gabriel
Zaid a remontarse al origen, y encontró la obra de Joaquín de Fiore que
inventó esa idea de «bajar el cielo a la tierra». Mayta y Dalton eran
soldados en la escalera mística de la perfección revolucionaria.
Del
tiempo en que estamos hablando, el gozne entre los setenta y ochenta,
data un libro fundamental: La guerra del fin del mundo.
Para
mí es la novela más ambiciosa y extraordinaria de Vargas Llosa. La leí
deslumbrado porque entroncaba con el tema del mesianismo. En el otoño de
1981, cuando recibimos en Vuelta el primer capítulo con la descripción
del redentor Antonio Conselheiro, sentí inmediatamente que estaba ante
un fenómeno similar a los que estudió Gershom Scholem, el historiador
del mesianismo judío. La revelación de esa lectura me llevó a la
historia y la antropología de los movimientos mesiánicos, y a entender
que, si bien fueron muy característicos del Brasil (hubo otros
redentores antes y después de Conselheiro), aparecieron en otros
momentos y culturas: en la Alemania medieval, en la Italia del siglo
xix.
En
Brasil incidió el «sebastianismo», el famoso culto portugués a
Sebastián, «el Deseado», aquel monarca que había muerto en los setenta
del siglo xvi en una insensata guerra contra los califas marroquíes,
pero cuyo regreso a Portugal fue la esperanza de generaciones de
«sebastianistas» a través de los siglos.
Vargas
Llosa lo recoge en su libro. Y ha explicado que leyó varios libros
sobre movimientos mesiánicos y tratados místicos cristianos al preparar
su obra. Pero el motivo principal de aquella guerra fue la aparición del
Anticristo bajo la forma muy concreta de la nueva república brasileña,
con sus valores liberales y sobre todo su fe en el positivismo de
Auguste Comte. En México también tuvimos, en ese mismo período, es
decir, en las décadas finales del siglo xix y principio del xx, nuestra
fiebre positivista que llegaba a extremos de producir catecismos y
congregar iglesias paralelas como competencia «científica» a la Iglesia
católica. Pero en ningún país como en Brasil prendió el positivismo como
una religión de Estado que profesaban las élites políticas, militares e
intelectuales. Ese es el corazón del libro, basado Os Sertões, la obra
clásica sobre la rebelión de la región de Canudos. Su autor, Euclides da
Cunha, aparece como «el periodista miope» en la novela. La leí entonces
(buscando el tema mesiánico) y la he releído recientemente. Creo que en
términos biográficos fue una novela de transición. Al escribirla y
reescribirla, en ese tránsito entre décadas, Vargas Llosa tuvo un cambio
de piel. Pienso que entró siendo uno y salió siendo otro, porque se
aventuró por las zonas más oscuras y bárbaras, las más reales, de la
vida latinoamericana. La guerra del fin del mundo es la guerra entre
verdaderos condenados de la tierra, de nuestra tierra latinoamericana, y
las élites que buscan imponerles un esquema racional.
¿No es ese el dilema latinoamericano por excelencia?
Lo
vio Bolívar, en un pasaje de su «Carta de Jamaica», donde se burla de
que en nuestras repúblicas tratemos de copiar a Sieyès y a Hamilton. Y
Martí dice algo similar en «Nuestra América». Y, sin embargo, ambos eran
republicanos. Una contradicción profunda que no tuvieron Carpentier o
García Márquez, que optaron resueltamente por la dictadura de Castro,
aunque borrara, mucho más que la república, toda la magia y misterio de
la tribu que recrearon en sus obras. Hablo de «la tribu» en el sentido
que le ha dado Vargas Llosa, el de colectivos de identidad de cualquier
índole que subsumen al individuo en un nosotros que lo incluye y rebasa,
que lo determina y muchas veces esclaviza u oprime.
En
el caso de Brasil el pensador clave no fue Hamilton ni Sieyès sino
Benjamin Constant, que así se llamaba el líder que proclamó la república
brasileña. Era homónimo del gran liberal francés y en el nombre tenía
grabado su destino. ¿Se inclinó por algún bando Vargas Llosa en su
novela?
La
guerra del fin del mundo no es, en absoluto, una novela de tesis, pero
creo que el corazón de Vargas Llosa (y el de lectores como yo) estaba
con los seguidores de Conselheiro en Canudos. Un lienzo humano digno de
Brueghel o el Bosco rodea al mesías: asesinos brutales, bandidos de
leyenda, cangaceiros implacables, curas pecadores, enanos de circo,
prostitutas, beatos y beatas, comerciantes conversos. Es un lienzo de
miseria humana. ¿Cómo no conmoverse? Cada personaje es desgarrador,
aunque hablen poco, su vida y su silencio habla por ellos. Y algunos
como el enano son narradores naturales que realmente deambulaban por
Brasil narrando cuentos medievales. Vargas Llosa los rescata. Y hablando
de escribidores, está el invento del «León de Natuba», esa cruza de
humano deforme y felino reptante, con su inmensa cabeza y su vocación
(dictada por Dios, ¿por quién más?) de ser el Boswell de Conselheiro que
toma nota de cada frase, paso y gesto del santo redentor. Corrijo: no
es un lienzo lo que presenciamos, es un desfile dantesco, pero también
una marcha hacia la redención.
Y sin embargo el mesianismo condujo al Apocalipsis.
Precisamente
así se entiende el mesianismo en la tradición judía. Por eso las
corrientes racionalistas en la propia religión judía temían su
advenimiento y rechazaban a los mesías. Vargas Llosa retrata muy bien al
«periodista miope» que desde la razón comienza por condenar el
fanatismo de los seguidores de Conselheiro, pero poco a poco, conforme
avanza su experiencia directa de los hechos, comprende la lógica interna
y la emoción de los mesiánicos y entiende que las categorías que se les
aplican son inadecuadas, falsas. Y entonces, no solo el periodista,
también Vargas Llosa matiza. Más que «fanáticos», esos ejércitos de la
fe son trágicos. Y finalmente, parece preguntarse legítimamente Vargas
Llosa, ¿quiénes son más fanáticos, los fervorosos seguidores de
Conselheiro o los intelectuales armados de teorías abstractas como la
propia idea de la república representativa, no se diga la doctrina
positivista? En todo caso, eran como él ha dicho «fanatismos
recíprocos», universos incomprensibles el uno para el otro. Por eso el
título es perfecto: es la guerra del fin del mundo porque así la
vivieron sus protagonistas, pero también porque una oposición así entre
el llamado milenarista de la tribu y los preceptos racionales y modernos
no puede llevar sino a una conflagración total, final.
Finalmente, a un costo espeluznante, sobrevivió la República.
Y
sobrevivió la fe. Así pasó también en México en la Cristiada, guerra
entre los campesinos y rancheros católicos mexicanos y un Estado que se
empeñaba en imponer la religión de la razón. Pero en México no existió
el fenómeno notable del líder mesiánico. Finalmente, en Brasil y México,
la realidad dio al César lo que era del César y a Dios lo de Dios. Pero
murieron decenas de miles en esas guerras religiosas, ecos de las
guerras europeas del siglo xvii. Y presagios de las guerras religiosas
de principios del xxi.
Y Vargas Llosa se volvió un liberal.
Sí,
como el periodista miope de su novela, en cierta forma.Por eso digo que
La guerra del fin del mundo es una novela de tránsito. Por más místico o
mágico que resulte el mundo encantado del mesianismo, con sus
comunidades fervorosas y sus ancestrales creencias, si creemos en la
libertad estamos obligados –como explicó Max Weber– a desencantarlo. No
me refiero, obviamente, a reprimir u oprimir a quienes permanecen en la
tribu. Me refiero a construir un orden en donde prive la razón, si
quieres la razón con minúscula. La razón spinoziana de la claridad, la
separación de lo sagrado y lo profano, la libertad de pensar y publicar,
la tolerancia. Por eso creo que de esa inmersión en el corazón de las
tinieblas latinoamericanas salió el liberal Vargas Llosa.
Alguna vez dijo: «En Perú, tenemos un Canudo vivo en los Andes.»
Lo
cual es cierto aún ahora y quizá lo será siempre, pero creo que al
concluir esa novela, y al confrontar el proyecto que Sendero Luminoso
tenía para los Andes (obra diabólica de ese remedo atroz y sanguinario
de mesías, de ese mesías asesino que era Abimael Guzmán), Vargas Llosa
desembocó en la convicción de que no había, para Canudos o para los
Andes, mejor opción que la modesta utopía republicana y liberal con todo
y sus «abstracciones». Pero ese orden no debe ni puede ser impuesto.
¿Cómo hacerlo atractivo y eficaz para los miembros de la tribu? ¿Cómo
lograr que no se rindan a nuevos mesianismos no defensivos (como los de
Conselheiro) sino revolucionarios? Sigue siendo un tema de nuestro
tiempo.
Fragmento de Spinoza en el Parque México.
Enrique Krauze - Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.
Postado há Yesterday por Orlando Tambosi
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