MEDIÇÃO DE TERRA

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MEDIÇÃO DE TERRAS

sábado, 30 de março de 2024

John Ford, uma lenda em carne e osso.

 

BLOG  ORLANDO  TAMBOSI

Mucho se ha hablado siempre de John Ford. Las más de las veces, para encumbrarlo como uno de los mejores directores de la historia; las menos, para acusarle de reaccionario, machista o racista. Vaya por delante un hecho innegable: con sus más de 140 películas y 50 años de carrera, su coherente trayectoria profesional nos ha legado algunas de las mejores películas del séptimo arte. Por algo todavía hoy sigue siendo referente de tantos y estando en boca de todos. Carmen Gómez-Cotta para a Ethic:


«No se puede precisar o analizar a Ford», dijo una vez el director, guionista y productor cinematográfico Frank Capra. O, al menos, así lo recoge el crítico de cine Andrew Sinclair en su libro John Ford. «Es puro Ford, lo que significa puramente grande. John es mitad tirano, mitad revolucionario, mitad santo, mitad malvado, mitad posible, mitad genio, mitad irlandés; pero enteramente director y enteramente americano».

Algo hay de cierto en esas palabras. Es difícil categorizar al maestro del Western. Una definición que, dicho sea de paso, no le gustaba nada. «Alguno me ha tildado de [ser el] mejor poeta de la saga Western. No soy un poeta ni sé lo que es una saga Western», cuenta Sinclair que dijo el gran cineasta. «Sólo soy [un tipo] duro, trabajador, un director corriente».

Nacido Sean Martin Feeney en Cape Elisabeth (Maine, Estados Unidos) en febrero de 1894, fue el pequeño de 13 hermanos de una familia irlandesa que cruzó el charco huyendo de las dificultades económicas que atravesaba. Gracias a su hermano Francis, actor y director, entró en contacto con la incipiente industria de Hollywood. Consiguió un papel de extra en la película Nacimiento de una nación (1915), de D.W. Griffith, conoció a Harry Carey (actor de cine mudo) con quien recorrió el desierto de Utah -que tanto le marcaría- haciendo películas de corta duración, cambió su nombre de pila por el de John y en 1917 sustituyó a su hermano en la dirección de una película, Straight shooting (protagonizada, precisamente, por Carey), dando comienzo a una prolífica carrera como director.

En sus más de 140 películas, siempre contó historias complejas que ponían en el centro las vivencias de gente corriente: mineros, granjeros, vaqueros, colonos, soldados, indígenas. Filmes que destilan un gran compromiso con unos valores con los que comulgaba (comunidad, familia, tradición católica) y una fuerte capacidad de resistencia de sus personajes. Valgan como ejemplo Fort Apache (1948), Centauros del desierto (1956) o El hombre que disparó a Liberty Valance (1962). Hablar de Ford es hacerlo sin duda de sus personajes y de sus escenarios, pero también de su música y, sobre todo, de su fotografía. «Creo que las películas son ante todo cuadros», solía decir. «Soy un hombre del cine mudo. Eso era cuando las imágenes, y no las palabras, contaban la historia». Lo cual no excluye el hecho de que convenga, y mucho, prestar atención a los diálogos de sus películas, a rebosar de prosa, ingenio, humor y verdad.

Estilo fordiano

Considerado por muchos el padre del western, tal vez, por encima de todo, John Ford sea un género en sí mismo. De hecho, ninguna de las cuatro películas por las que recibió un Óscar a la mejor dirección (El delator, 1935; Las uvas de la ira, 1940; ¡Qué verde era mi valle!, 1941; El hombre tranquilo, 1952) transcurre en el Oeste.

Un género propio con el que creó un universo de estilo y narrativa que bien puede calificarse de fordiano. Herencia del cine mudo, rodó sus películas «de la manera más directa posible y con la imagen como elemento visual, poético y dramático con el que contar emocionalmente una historia», explica Eduardo Torres-Dulce, ex fiscal general del Estado y uno de los mayores conocedores de John Ford en nuestro país. «Pero a todo ello unió la visión del expresionismo de Murnau [director alemán de finales del s. XIX y principios del s. XX], las luces y sombras como método para adentrarse en las complejidades turbulentas de personajes y relato, y su afición por el teatro, como expresión dramatizada de la vida montada sobre un escenario limitado».

Con su narrativa, contó como nadie un periodo de la historia de Estados Unidos en el que el capitalismo empezaba a imponer unos avances políticos, sociales y económicos que transformaron sus instituciones, costumbres y hasta paisajes. Y, lejos de lo que muchas veces se ha opinado, Ford no presenta este nuevo modo de vida, fruto del progreso, como un triunfo, sino, sobre todo, como una realidad que requería ser analizada de manera profunda desde distintos puntos de vista.

«Ford era condenado sin ni siquiera mirar cómo eran en realidad sus películas, de qué hablaban o qué decían», escribió Javier Marías en 1995. «Bastaba con que en ellas apareciera el ejército y hubiera indios muertos para que a partir de semejante superficialidad se lo tildara de reaccionario. Cualquiera que hoy vea [alguna de sus películas] comprobará con facilidad cómo la visión de los indios está llena de respeto y aun de sentimiento de culpa, y cómo el tratamiento dado a los soldados es siempre ambiguo y en el fondo trágico. Cómo, sobre todo, hay un afán de comprenderlo todo, a unos y a otros, cómo la mirada de Ford no es nunca maniquea ni abarcadora, cómo se enfrenta a los conflictos más con un espíritu de reconciliación que de ninguna otra cosa».

Tachar a Ford de representante del colonialismo norteamericano «me parece una soberana tontería inscrito dentro de estos movimientos de lo políticamente correcto y de corrección de la historia», opina Torres-Dulce. «A cada artista hay que colocarlo en el contexto del momento en el que hace la obra y [estas] deben analizarse según criterios objetivos». Desde su punto de vista, «hay pocos directores que, en el año 48 cuando rueda Fort Apache, otorguen la voz a los indios para que hablen de los problemas y de cómo están siendo engañados y masacrados por los blancos [en boca de Cochise, jefe de la nación Apache] y retraten a un oficial estadounidense [coronel Thursday, representado por un magistral Henry Fonda] que se revela como un xenófobo, racista y supremacista de tomo y lomo». Un caso donde la inutilidad del heroísmo y el triunfalismo se hace patente. «La conquista del Oeste tuvo sus luces y sus muchas sombras, evidentemente; pero lo que hay que ver, como él dice, es si puede contar la leyenda», explica este gran conocedor de Ford.

Tampoco faltan quienes han tildado su cine de heteropatriarcado capitalista de Hollywood; algo que, cuanto menos, denota poco conocimiento. Porque en la filmografía de Ford, «los personajes más importantes, los que acaban moviendo dramáticamente a los protagonistas, son las mujeres, como la madre de los Joad en Las uvas de la ira o la de los Morgan en ¡Qué verde era mi valle! Y cuando se han metido con el personaje de Maureen O’Hara en El hombre tranquilo, conviene recordar que por lo que lucha es por su dignidad y libertad de mujer», defiende Torres-Dulce. Y continúa: «Estoy seguro de que [hay ciertas cosas que] Ford no rodaría ahora, como el final de La taberna del irlandés [con John Wayne en el papel de Donovan azotando el culo de su querida], pero ¿vamos a corregir la historia? ¿Contarla desde nuestro punto de vista actual? No niego que John Ford es producto de una cultura, de una formación y que tenga cosas que alguien pueda criticar, que ya se le criticaron en su momento. Incluso los que tenemos formación religiosa vemos que los santos nunca fueron perfectos, empezando por San Pedro, que negó a Jesucristo tres veces».

Todo un patriota

Así fue Ford: católico e imperfecto, como el común de los mortales de su época. Y un gran patriota, como no tantos. Su fuerte sentimiento de responsabilidad, unido a su pasión por el mar, hizo que se alistara en la Marina en cuanto estalló la Segunda Guerra Mundial. Poco importó que sus condiciones físicas no fueran las más adecuadas; por encima de todo primaron su destreza como director y su brillante reputación en el mundo del celuloide. Hechos, sin duda, que no pasaron desapercibidos para William Donovan, director de la recién creada OSS (Office of Strategic Service).

Su aportación sería documentar la labor estadounidense en el conflicto bélico. Así, pocos días después del ataque a Pearl Harbor (que motivó la entrada de Estados Unidos en la guerra), a petición del propio Roosevelt, Ford se trasladó a Islandia a rodar Iceland, un cortometraje documental de 15 minutos que muestra las instalaciones militares en la isla y la complejidad logística de trabajar en un clima de extremo frío como ese. Y aunque con algún que otro desliz que provocó el cabreo de los altos mandos militares (como el documental December 7th, donde más que exhibir las consecuencias del ataque de los japoneses relata la falta de preparación de la US Navy), su tiempo en el ejército sirvió para elaborar un buen número de metrajes encaminados a subir la moral de las tropas.

Entre el género western y sus cintas para el ejército, «Ford ha retratado la historia de Estados Unidos al detalle, cubriendo más de 180 años desde antes de la revolución hasta la década de los 50», dijo Peter Bogdanovich, cineasta, crítico e historiador de cine, que ha escrito una biografía sobre John Ford y dirigido un documental sobre su vida y obra. Y durante todos sus trabajos, continúa, «la historia personal siempre se muestra en perspectiva, fluyendo con la historia de fondo».

Su última película, Siete mujeres (1966), puede considerarse un tributo al mundo femenino. Rodada por completo en un estudio en una época en el que el feminismo y la lucha por los derechos de las mujeres había transformado la sociedad estadounidense, narra la historia de una misión católica en China, en la frontera con Mongolia, donde la mayoría son integrantes femeninas. A estas se sumarán una doctora de armas tomar (interpretada por una sublime Anne Crowford) y más mujeres de otra misión católica. El resultado, un retrato realista, certero y muy bien hilado de siete mujeres en un mundo hostil en el que se van abriendo paso como mejor saben. O pueden.

Tras más de 50 años de carrera, John Ford murió en California en 1973 debido a un cáncer de estómago. Con él, en su ojo derecho, seguía su característico parche negro; ese que se puso en los años 50 debido a una hipersensibilidad a la luz que desarrolló por una operación de cataratas mal curada. O al menos eso decía. Pero, como respondió Maxwell Scott, director del periódico Shinbone Star, a Ransom Stoddard (interpretado fabulosamente por James Stewart) en Liberty Valance: «Cuando la leyenda se convierte en realidad, hay que imprimir la leyenda».
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