BLOG ORLANDO TAMBOSI
Mucho se ha hablado siempre de John Ford. Las más de las veces, para encumbrarlo como uno de los mejores directores de la historia; las menos, para acusarle de reaccionario, machista o racista. Vaya por delante un hecho innegable: con sus más de 140 películas y 50 años de carrera, su coherente trayectoria profesional nos ha legado algunas de las mejores películas del séptimo arte. Por algo todavía hoy sigue siendo referente de tantos y estando en boca de todos. Carmen Gómez-Cotta para a Ethic:
«No
se puede precisar o analizar a Ford», dijo una vez el director,
guionista y productor cinematográfico Frank Capra. O, al menos, así lo
recoge el crítico de cine Andrew Sinclair en su libro John Ford. «Es
puro Ford, lo que significa puramente grande. John es mitad tirano,
mitad revolucionario, mitad santo, mitad malvado, mitad posible, mitad
genio, mitad irlandés; pero enteramente director y enteramente
americano».
Algo
hay de cierto en esas palabras. Es difícil categorizar al maestro del
Western. Una definición que, dicho sea de paso, no le gustaba nada.
«Alguno me ha tildado de [ser el] mejor poeta de la saga Western. No soy
un poeta ni sé lo que es una saga Western», cuenta Sinclair que dijo el
gran cineasta. «Sólo soy [un tipo] duro, trabajador, un director
corriente».
Nacido
Sean Martin Feeney en Cape Elisabeth (Maine, Estados Unidos) en febrero
de 1894, fue el pequeño de 13 hermanos de una familia irlandesa que
cruzó el charco huyendo de las dificultades económicas que atravesaba.
Gracias a su hermano Francis, actor y director, entró en contacto con la
incipiente industria de Hollywood. Consiguió un papel de extra en la
película Nacimiento de una nación (1915), de D.W. Griffith, conoció a
Harry Carey (actor de cine mudo) con quien recorrió el desierto de Utah
-que tanto le marcaría- haciendo películas de corta duración, cambió su
nombre de pila por el de John y en 1917 sustituyó a su hermano en la
dirección de una película, Straight shooting (protagonizada,
precisamente, por Carey), dando comienzo a una prolífica carrera como
director.
En
sus más de 140 películas, siempre contó historias complejas que ponían
en el centro las vivencias de gente corriente: mineros, granjeros,
vaqueros, colonos, soldados, indígenas. Filmes que destilan un gran
compromiso con unos valores con los que comulgaba (comunidad, familia,
tradición católica) y una fuerte capacidad de resistencia de sus
personajes. Valgan como ejemplo Fort Apache (1948), Centauros del
desierto (1956) o El hombre que disparó a Liberty Valance (1962). Hablar
de Ford es hacerlo sin duda de sus personajes y de sus escenarios, pero
también de su música y, sobre todo, de su fotografía. «Creo que las
películas son ante todo cuadros», solía decir. «Soy un hombre del cine
mudo. Eso era cuando las imágenes, y no las palabras, contaban la
historia». Lo cual no excluye el hecho de que convenga, y mucho, prestar
atención a los diálogos de sus películas, a rebosar de prosa, ingenio,
humor y verdad.
Estilo fordiano
Considerado
por muchos el padre del western, tal vez, por encima de todo, John Ford
sea un género en sí mismo. De hecho, ninguna de las cuatro películas
por las que recibió un Óscar a la mejor dirección (El delator, 1935; Las
uvas de la ira, 1940; ¡Qué verde era mi valle!, 1941; El hombre
tranquilo, 1952) transcurre en el Oeste.
Un
género propio con el que creó un universo de estilo y narrativa que
bien puede calificarse de fordiano. Herencia del cine mudo, rodó sus
películas «de la manera más directa posible y con la imagen como
elemento visual, poético y dramático con el que contar emocionalmente
una historia», explica Eduardo Torres-Dulce, ex fiscal general del
Estado y uno de los mayores conocedores de John Ford en nuestro país.
«Pero a todo ello unió la visión del expresionismo de Murnau
[director alemán de finales del s. XIX y principios del s. XX], las
luces y sombras como método para adentrarse en las complejidades
turbulentas de personajes y relato, y su afición por el teatro, como
expresión dramatizada de la vida montada sobre un escenario limitado».
Con
su narrativa, contó como nadie un periodo de la historia de Estados
Unidos en el que el capitalismo empezaba a imponer unos avances
políticos, sociales y económicos que transformaron sus instituciones,
costumbres y hasta paisajes. Y, lejos de lo que muchas veces se ha
opinado, Ford no presenta este nuevo modo de vida, fruto del progreso,
como un triunfo, sino, sobre todo, como una realidad que requería ser
analizada de manera profunda desde distintos puntos de vista.
«Ford
era condenado sin ni siquiera mirar cómo eran en realidad sus
películas, de qué hablaban o qué decían», escribió Javier Marías en
1995. «Bastaba con que en ellas apareciera el ejército y hubiera indios
muertos para que a partir de semejante superficialidad se lo tildara de
reaccionario. Cualquiera que hoy vea [alguna de sus películas]
comprobará con facilidad cómo la visión de los indios está llena de
respeto y aun de sentimiento de culpa, y cómo el tratamiento dado a los
soldados es siempre ambiguo y en el fondo trágico. Cómo, sobre todo, hay
un afán de comprenderlo todo, a unos y a otros, cómo la mirada de Ford
no es nunca maniquea ni abarcadora, cómo se enfrenta a los conflictos
más con un espíritu de reconciliación que de ninguna otra cosa».
Tachar
a Ford de representante del colonialismo norteamericano «me parece una
soberana tontería inscrito dentro de estos movimientos de lo
políticamente correcto y de corrección de la historia», opina
Torres-Dulce. «A cada artista hay que colocarlo en el contexto del
momento en el que hace la obra y [estas] deben analizarse según
criterios objetivos». Desde su punto de vista, «hay pocos directores
que, en el año 48 cuando rueda Fort Apache, otorguen la voz a los indios
para que hablen de los problemas y de cómo están siendo engañados y
masacrados por los blancos [en boca de Cochise, jefe de la nación
Apache] y retraten a un oficial estadounidense [coronel Thursday,
representado por un magistral Henry Fonda] que se revela como un
xenófobo, racista y supremacista de tomo y lomo». Un caso donde la
inutilidad del heroísmo y el triunfalismo se hace patente. «La conquista
del Oeste tuvo sus luces y sus muchas sombras, evidentemente; pero lo
que hay que ver, como él dice, es si puede contar la leyenda», explica
este gran conocedor de Ford.
Tampoco
faltan quienes han tildado su cine de heteropatriarcado capitalista de
Hollywood; algo que, cuanto menos, denota poco conocimiento. Porque en
la filmografía de Ford, «los personajes más importantes, los que acaban
moviendo dramáticamente a los protagonistas, son las mujeres, como la
madre de los Joad en Las uvas de la ira o la de los Morgan en ¡Qué verde
era mi valle! Y cuando se han metido con el personaje de Maureen O’Hara
en El hombre tranquilo, conviene recordar que por lo que lucha es por
su dignidad y libertad de mujer», defiende Torres-Dulce. Y continúa:
«Estoy seguro de que [hay ciertas cosas que] Ford no rodaría ahora, como
el final de La taberna del irlandés [con John Wayne en el papel de
Donovan azotando el culo de su querida], pero ¿vamos a corregir la
historia? ¿Contarla desde nuestro punto de vista actual? No niego que
John Ford es producto de una cultura, de una formación y que tenga cosas
que alguien pueda criticar, que ya se le criticaron en su momento.
Incluso los que tenemos formación religiosa vemos que los santos nunca
fueron perfectos, empezando por San Pedro, que negó a Jesucristo tres
veces».
Todo un patriota
Así
fue Ford: católico e imperfecto, como el común de los mortales de su
época. Y un gran patriota, como no tantos. Su fuerte sentimiento de
responsabilidad, unido a su pasión por el mar, hizo que se alistara en
la Marina en cuanto estalló la Segunda Guerra Mundial. Poco importó que
sus condiciones físicas no fueran las más adecuadas; por encima de todo
primaron su destreza como director y su brillante reputación en el mundo
del celuloide. Hechos, sin duda, que no pasaron desapercibidos para
William Donovan, director de la recién creada OSS (Office of Strategic
Service).
Su aportación sería documentar la labor estadounidense en el conflicto bélico. Así, pocos días después del ataque a Pearl Harbor
(que motivó la entrada de Estados Unidos en la guerra), a petición del
propio Roosevelt, Ford se trasladó a Islandia a rodar Iceland, un
cortometraje documental de 15 minutos que muestra las instalaciones
militares en la isla y la complejidad logística de trabajar en un clima
de extremo frío como ese. Y aunque con algún que otro desliz que provocó
el cabreo de los altos mandos militares (como el documental December
7th, donde más que exhibir las consecuencias del ataque de los japoneses
relata la falta de preparación de la US Navy), su tiempo en el ejército
sirvió para elaborar un buen número de metrajes encaminados a subir la
moral de las tropas.
Entre
el género western y sus cintas para el ejército, «Ford ha retratado la
historia de Estados Unidos al detalle, cubriendo más de 180 años desde
antes de la revolución hasta la década de los 50», dijo Peter
Bogdanovich, cineasta, crítico e historiador de cine, que ha escrito una
biografía sobre John Ford y dirigido un documental sobre su vida y
obra. Y durante todos sus trabajos, continúa, «la historia personal
siempre se muestra en perspectiva, fluyendo con la historia de fondo».
Su
última película, Siete mujeres (1966), puede considerarse un tributo al
mundo femenino. Rodada por completo en un estudio en una época en el
que el feminismo y la lucha por los derechos de las mujeres había
transformado la sociedad estadounidense, narra la historia de una misión
católica en China, en la frontera con Mongolia, donde la mayoría son
integrantes femeninas. A estas se sumarán una doctora de armas tomar
(interpretada por una sublime Anne Crowford) y más mujeres de otra
misión católica. El resultado, un retrato realista, certero y muy bien
hilado de siete mujeres en un mundo hostil en el que se van abriendo
paso como mejor saben. O pueden.
Tras
más de 50 años de carrera, John Ford murió en California en 1973 debido
a un cáncer de estómago. Con él, en su ojo derecho, seguía su
característico parche negro; ese que se puso en los años 50 debido a una
hipersensibilidad a la luz que desarrolló por una operación de
cataratas mal curada. O al menos eso decía. Pero, como respondió Maxwell
Scott, director del periódico Shinbone Star, a Ransom Stoddard
(interpretado fabulosamente por James Stewart) en Liberty Valance:
«Cuando la leyenda se convierte en realidad, hay que imprimir la
leyenda».
Postado há Yesterday por Orlando Tambosi
Nenhum comentário:
Postar um comentário