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Hemos acabado viviendo una peligrosa alucinación autoritaria de la que Sánchez es su máximo destello, pero cuyo responsable es la militancia socialista. Javier Benegas para The Objective:
Por
más que la política española sea desde hace tiempo un pozo sin fondo de
disgustos, el desafío institucional que lidera el actual presidente del
Gobierno no tiene precedentes. Sin embargo, este desafío resulta aún
más inquietante si se tiene en cuenta una circunstancia peculiar: que Pedro Sánchez
fuera un perfecto desconocido hace apenas unos años. No me refiero a
que la gente corriente ignorara por completo quién era este personaje,
que también, es que la propia vieja guardia del PSOE apenas tenía alguna referencia.
Sánchez
era un tipo del montón que no había destacado en nada, ni antes ni
después de incorporarse al partido. Y seguramente fuera de la política
lo habría tenido muy difícil para alcanzar notoriedad. Sin embargo, su
mediocridad no fue obstáculo para que acabará por hacerse con el control
del PSOE tras un primer intento fallido con aquellas urnas ocultas
detrás de unas cortinas.
La
explicación a este milagro es que la militancia socialista jamás
atendió a los méritos y logros personales de Sánchez, mucho menos se
preocupó por su honradez. Lo único que le importó es que parecía los
suficientemente ambicioso y temerario como para arrebatar el gobierno a
una derecha pusilánime a la que odiaban. En definitiva, a la militancia
socialista la auctoritas le trajo sin cuidado. Lo que quería era hacerse
con el poder a cualquier precio.
Ya
en la Roma clásica identificaron y distinguieron dos aspectos
fundamentales en los que debe basarse el equilibrio del poder: la
potestas y la auctoritas. La auctoritas aludía literalmente al principio
de autoridad. Ese poder no vinculante, no oficial pero socialmente
reconocido. Este reconocimiento se basaba en el prestigio personal y
otorgaba al sujeto una capacidad moral en base a sus méritos y
referencias, a sus hechos y logros. Quien estaba investido de auctoritas
era respetado y obedecido no porque ostentara formalmente el poder sino
porque sus decisiones se consideraban sabias y justas. Por el
contrario, la potestas aludía al poder formal. Las decisiones de quien
estaba investido por la potestas eran obligatorias sin tener que ser
necesariamente sabias ni justas sino porque lo decía la Ley.
Desgraciadamente,
en la actualidad demasiados políticos ascienden en sus carreras
mediante métodos de selección que son inherentes a los partidos y que
reducen la auctoritas a un incómodo vestigio del pasado. Así cuando
estos políticos alcanzan el poder su legitimidad se asienta
exclusivamente en la potestas; es decir en las reglas y leyes que
establece el modelo político. No necesitan demostrar logro alguno, ni
mérito, ni sabiduría, ni buen juicio. Les basta con establecer
relaciones de interés, someterse a las cadenas de favores y perseverar
haciendo pasillos. Así quienes alcanzan la cima en los partidos no son
los más sabios ni justos, sino los más obstinados y maniobreros a la
hora de manejarse dentro de un sistema partidista que no incentiva ni de
lejos las virtudes deseables en un buen gobernante.
En
esto nuestro mundo no se parece demasiado a la antigua Roma; ni
siquiera se parece a la Europa de hace apenas unas décadas, cuando la
mayoría de las personas todavía podía reconocer en sus gobernantes
cierta auctoritas. Hoy raro es el político con aspiraciones que puede
hacer gala de un currículo jalonado de logros anteriores a su
incorporación al partido y de un prestigio auténtico que vaya más allá
de la adulación interesada de sus conmilitones.
Pese
a todo, durante un tiempo estos políticos sin auctoritas parecían al
menos respetar los límites de la potestas, aunque fuera tan sólo en las
formas. Podían, y de hecho a menudo lo hacían, desafiar el buen juicio y
tomar decisiones que lesionaban los intereses generales en su propio
beneficio, pero aún a duras penas se mantenían dentro de unos límites.
Sin
embargo, era cuestión de tiempo que la siguiente generación de
políticos acabara también por desvirtuar la potestas. Liberados de ese
respeto último a las formas que el hálito de la desaparecida auctoritas
había imbuido en sus antecesores, dejarían de observar la postestas como
el conjunto de capacidades y limitaciones legales que permitían
desempeñar las funciones de gobierno dentro del marco del sistema
político. La potestas ya no estaría regulada por las leyes ni por
condición alguna. El gobernante podría eludir cualquier limitación en el
ejercicio del poder si cumplía una sola condición: articular una
mayoría.
En
un artículo anterior advertía que de todos los peligrosos de Sánchez el
más preocupante es que encarna a las mil maravillas a ese adulto
infantilizado, narcisista y tiránico típico de nuestra época que,
trasladado a la política, convierte la mayoría aritmética en una
trituradora de principios, leyes y personas. Sin embargo, para que el
infantilizado y tiránico Sánchez llegara a presidente necesitaba que ese
infantilismo estuviera suficientemente extendido en la sociedad
española.
Ocurre
que en un momento determinado demasiados españoles dejaron de
contemplar la adolescencia como esa etapa transitoria que todos debían
dejar atrás y comenzaron a idolatrar la juventud, a otorgarle un elevado
estatus moral. Esta adoración a la juventud derivó en devoción a lo
nuevo. Se liberaron así de ciertas reglas que habían atenazado a las
generaciones precedentes, creyendo que la negación de lo viejo
aseguraría la paz y que al erradicar el viejo principio de autoridad
desaparecería cualquier autoritarismo.
Pero
ha sucedido justo lo contrario. Hemos acabado viviendo una peligrosa
alucinación autoritaria de la que Sánchez es su máximo destello, pero
cuyo verdadero responsable es la militancia socialista. Un delirio
incompatible con el necesario equilibrio del poder y con esa auctoritas
que la comunidad admiraba y aceptaba tácitamente, sin violencia ni
coacción. Por eso España parece volverse cada vez más peligrosamente
infantil. Y por eso está en curso una fuerte confrontación que sólo
beneficia a los mediocres sin escrúpulos como Sánchez.
Postado há Yesterday por Orlando Tambosi
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