BLOG ORLANDO TAMBOSI
La riqueza consiste primariamente en las cosas que uso: esa y no otra es mi riqueza. Aida Míguez Barciela para The Objective:
Partamos
de que una cosa es justamente la cosa que es. Mi chaqueta negra, por
ejemplo. Es valiosa por sus cualidades específicas: su color, su tacto,
su abrigo. Las cosas tienen valor en razón de sus cualidades
distintivas. La chaqueta no vale lo mismo que el billete de diez euros
que me sirvió para comprarla. El billete de diez euros ni me abrigaría
ni me serviría en realidad para otra cosa que no fuese comprar algo que
pueda usar en mi vida cotidiana. Si las cosas tienen valor de uso, el
dinero tiene solo valor de cambio.
Economía ‘incrustada’
En una situación
en la que no existe el dinero en su definición estricta –y esta era la
situación de la Grecia arcaica y clásica–, las cosas son valiosas porque
se utilizan para un fin determinado: el cuchillo para cortar, la silla
para sentarse, el vaso para beber, etcétera.
De
hecho, una de las palabras griegas que puede traducirse por «cosas» es
khrémata, substantivo correspondiente al verbo khráomai, que significa
«usar», «servirse de». La riqueza consiste primariamente en las cosas
que uso: esa y no otra es mi riqueza.
En
la misma situación es posible que yo intercambie algún tipo de cosa con
otra persona. Para sorpresa de un contemporáneo, ese intercambio no se
produce mediante la compra y la venta, ni busca aprovecharse
«económicamente», sino establecer o reforzar vínculos entre personas o
grupos de personas.
Se trata de la llamada economía del don:
las cosas intercambiadas como regalos importan por su capacidad de
enlazar a las personas. Quien recibe un don queda endeudado con el
donante, lo que se traduce en una obligación de reciprocidad, lealtad y
contraprestación. El intercambio expresa estatus: tanto más importante
soy cuanto más puedo dar y más relaciones de obligación conmigo soy
capaz de crear. Es una economía de prestigio: los dones expresan el
prestigio personal del donante.
Por
otra parte, las cosas que circulan como regalos tienen valor en función
de variables –para nosotros– subjetivas. Es la noción de ágalma,
que reúne tanto la belleza de una cosa como el deleite que suscita.
Vale y deleita más un vestido tejido por las manos de Helena de Troya
que otro –aunque fuera idéntico– tejido por una sirvienta cualquiera.
Cuanta más biografía tiene una cosa tanto más valiosa resulta pues tanto
más individualizada está.
El
intercambio reflejado en los poemas homéricos es de esta clase: se
posee riqueza susceptible de ser usada (tierra cultivable, ganado,
caballos, textiles, calderos y otros enseres) y distribuida en contextos
determinados (bodas, juegos atléticos, hospitalidad). La economía de
prestigio se encuentra incrustada en el contexto ético, político y social.
Supongamos
ahora que, de entre las muchas cosas que hay en el mundo, se selecciona
una para facilitar el intercambio, por ejemplo la plata. En este
proceso, las cosas empiezan a adquirir, además de valor de uso, valor de
cambio. Alguien ha sido el dueño de la chaqueta que llevo puesta no
porque quisiera usarla, sino porque quería venderla a cambio de una
cantidad de dinero. Este segundo valor es puramente cuantitativo. El
valor de cambio constituye una postergación de las cualidades por las
que una cosa es efectivamente la cosa que es.
En su Política,
Aristóteles analiza la diferencia entre valor de uso y valor de cambio.
Un zapato tiene valor de uso porque me sirve para caminar con
seguridad. Es el uso propio del zapato. Ahora bien, ese mismo zapato
podría venderlo a cambio de cierta cantidad de plata, con la que podría
adquirir algo que necesito en estos momentos, por ejemplo, un bolígrafo.
Aristóteles
sostiene que he hecho un uso impropio del zapato, pues no está en la
naturaleza misma del zapato ser objeto de cambio sino de uso. He
pervertido el ser del zapato al venderlo en lugar de usarlo. No
obstante, esta operación (zapato-moneda-bolígrafo) es para Aristóteles
excusable en la medida en que redunda en mi adquisición del bolígrafo
que necesitaba para escribir.
Pero
el mal –por así decirlo– ya está hecho. Nada impide que alguien utilice
plata para comprar bolígrafos y venderlos a un precio mayor del
original. Aristóteles critica que, partiendo de la cantidad C, se
obtenga un incremento de C mediante la venta de alguna cosa, por ejemplo
Y, pues en este nuevo circuito (C-Y-C’) el final no es nada con valor
de uso sino una cantidad que, por definición, tiene solo valor de
cambio.
En
esta misma línea, la mayor perversión que detecta Aristóteles consiste
en el incremento de la cantidad de moneda a consecuencia no de la venta
de algún bien, sino del préstamo de moneda. Un prestamista obtiene una
cantidad mayor de plata a partir de una cantidad original simplemente
porque la ha prestado con interés. ¿Qué hay de censurable, según
Aristóteles, en el comportamiento del prestamista?
Economía ‘desincrustada’
Si
en una economía incrustada los intercambios buscan establecer vínculos
de dependencia, los intercambios monetarios expresan la independencia
recíproca de los transactores. Si lo primero es personal, lo segundo es
impersonal. No conozco a la persona que me ha vendido la chaqueta y
tampoco quiero conocerla.
Esta
impersonalidad y este desinterés es un motivo de preocupación para
Aristóteles, quien todavía piensa desde dentro de la comunidad pólis, no
desde una sociedad anónima hecha de individuos independientes los unos de los otros. Pero hay otras razones.
La
selección de una cosa para funcionar como mediadora en los intercambios
genera una esfera novedosa –convencional y artificiosa– en la que el
valor es puramente cuantitativo y, por lo tanto, uniforme. Si hay una
equivalencia (symmetría) entre zapatos y bolígrafos es porque, a cierto
nivel, los zapatos y los bolígrafos son iguales: son traducibles a
cierta sustancia homogénea sin diferencias cualitativas.
La
ontología griega antigua impide aceptar una dimensión no física de
igualación y abolición de las diferencias entre las cosas. Aristóteles
piensa desde el ser cualitativo y diferencial: todavía asume que la
realidad del zapato consiste en usarlo en virtud de sus propiedades
físicas, las que me permiten caminar seguro.
Por último, el comerciante que busca incrementar su cantidad de plata, ¿qué quiere exactamente? ¿No le ocurrirá lo que al rey Midas
quien, en su afán de adquirir oro, perdió todo lo valioso que tenía
alrededor? No podía abrazar a su hija, no podía comerse el pescado, ya
que oro se hacía lo que tocaba.
Algo
así de simple a nuestros ojos esgrime Aristóteles contra el
comportamiento económico. El fin de la vida humana es la vida plena, la
vida feliz. Quien hace del dinero, que es medio, un fin, equivoca el
fin. Y dado que el incremento cuantitativo es potencialmente ilimitado,
su búsqueda será fútil y su infelicidad crónica, pues felicidad es
consumación final: tener ya bastante y no necesitar más.
Lo que repugna a Aristóteles del comerciante y prestamista es, en definitiva, que la idea misma de fin haya llegado a su fin.
Aida Míguez Barciela, Profesora de Filosofía, Universidad de Zaragoza
Postado há Yesterday por Orlando Tambosi
Nenhum comentário:
Postar um comentário