BLOG ORLANDO TAMBOSI
Os que aspiram a converter-se no novo motor da história legitimam que as principais leis ou constituições não salvaguardem os direitos individuais, pois esses direitos seriam expressões discutíveis de uma forma de ser e fazer que devem ser eliminadas. Javier Benegas para Disidentia:
Nunca
tres generaciones consecutivas fueron tan afortunadas. Desde los
llamados Baby boomers, pasando por los Millennials, hasta la emergente
Generación Z, en Occidente hemos disfrutado y seguimos disfrutando de un
periodo de paz y prosperidad que, con sus altibajos, se ha mantenido en
el tiempo y alcanza ya los tres cuartos de siglo. Sin embargo, cada vez
parece pesarnos más el sentimiento pesimista que, combinado con un
corrosivo y extraño desasosiego está propagando la creencia de que el
colofón a tanta dicha sólo puede ser un desenlace apocalíptico.
Ya
antes de la pandemia la Organización Mundial de la Salud estimaba que
la pérdida de la autoestima y el sentimiento de culpabilidad, esto es la
depresión moderna, eran la segunda causa de discapacidad. Llama la
atención el término “moderna”, porque incide en una tipología de la
depresión que sería, a lo que parece, exclusiva no ya de nuestro tiempo
sino de las sociedades más desarrolladas y que tienen un mayor índice de
bienestar.
Paradójicamente,
en la República Centroafricana, por ejemplo, no hay margen para la
depresión. En este país, donde más de 10.000 niños han sido reclutados
como niños soldado, trabajadores forzosos o esclavos sexuales, y donde
los homicidios, acceso a armas, crímenes violentos, inestabilidad
política y número de personas desplazadas lo sitúan en el top 10 de los
países más peligrosos del mundo, la depresión sería un lujo tan
inaccesible como pudiera serlo disfrutar de un SUV premium mediante un
flexible sistema de renting que tan habitual es en nuestro entorno.
La
República Centro africana no es el único lugar del mundo donde la
depresión no tendría cabida. A vuelapluma, podríamos citar Sudán, Siria,
Irak, Venezuela, Libia, Somalia e, incluso, en la propia Europa,
Ucrania, que tiene parte de su territorio afectado por un conflicto
bélico alentado desde Rusia, y más recientemente Bielorrusia. Salvo
excepciones, el denominador común de estos territorios, y otros muchos,
asolados por la violencia, la inseguridad y los conflictos es en buena
medida la impermeabilidad a la civilización Occidental. Mientras que
otros, aparentemente mucho más prósperos y desarrollados, pero que sólo
han asimilado de Occidente el desarrollo tecnológico y económico, como
es el caso de China, ocultan al mundo los abusos de poder de sus
sistemas políticos de acceso restringido. De esta forma, mientras los
occidentales se sumen en un pesimismo recalcitrante, proyectando
furibundas enmiendas a la totalidad de lo que son e, incluso, asumiendo
como culpa propia los desmanes de las sociedades más atrasadas, el
discurso político que subterráneamente fluye a través de las potencias
emergentes es que “Occidente quiere imponer su sistema en el mundo, sus
valores. Quiere hacerlo también en China. Por eso pretende imponer su
agenda, con el diálogo siempre vinculado a los derechos humanos. Pero
nosotros nos preguntamos por qué. Quizá deberíamos mantener nuestros
sistemas, porque el sistema occidental está ya caducado”.
De
esta forma, quienes aspiran, desde dentro y desde fuera, a convertirse
en el nuevo motor de la Historia, legitiman que las principales leyes o
constituciones no salvaguarden los derechos individuales, porque esos
derechos serían expresiones discutibles de una forma de ser y hacer que
toca a su fin. Y aquí cabe preguntarse qué ocurrirá si la tecnología y
la economía se convierten no ya en los valores supremos, sino en los
únicos valores vigentes en el futuro. Pero también qué podría suceder si
el mundo se sumiera en un esencialismo militante que levanta muros en
todas partes. Porque el empeño en acabar con Occidente como referencia
universal no es una expresión unívoca, se ha constituido en una
combinación de ideas contradictorias, donde la prosperidad económica y
el avance tecnológico sin democracia que abandera China, y que parece
seducir a las élites, ha de convivir con otras visiones no democráticas
antagónicas a cualquier idea de progreso y libertad. Se trata de una
alianza de pura necesidad que convierte en compañeros de viaje no sólo a
predicadores aparentemente antagonistas, sino a países tan distintos
como China, Rusia, Turquía, Venezuela o Irán, a los que une el empeño de
neutralizar a Occidente, pero que desconfían unos de otros e incluso se
tienen por íntimos enemigos. Lo cual hace que, según Occidente se
debilita, gravite sobre el futuro de la paz mundial una inquietante
incertidumbre.
Entretanto
se resuelve el enigma de si nuestra paz será perpetua, estos personajes
y potencias, que se muestran convenientemente condescendientes con la
ética occidental en los organismos internacionales, pero no la
incorporan a sus respectivos dominios, convierten nuestro sentimiento de
culpa en un escalpelo con el que agrandan la herida de nuestra
autoestima. Así, desde la ONU, por ejemplo, se proyecta una idea de
justicia social que adopta múltiples formas y que, curiosamente, hace de
los países occidentales su campo de batalla preferente, mientras que
las naciones totalitarias quedan sospechosamente al margen. Sin embargo,
en este intento de demoler Occidente, y también en el propio
milenarismo que hace presa en el ánimo de nuestras sociedades, hay un
error de fondo. Nuestra hegemonía civilizatoria ni surgió de forma
abrupta, ni se desvanecerá con un sonoro trueno. Es el producto de un
espíritu que animó transformaciones laboriosas y complejas, cuyas raíces
son más profundas y consistentes de lo que a primera vista parece,
incluso a nosotros mismos.
Hasta
hace poco los historiadores ordenaban este proceso de transformación en
edades, en partes separadas como los capítulos de una novela o las
obras que componen una trilogía. Pero, como es el caso de Rodney Stark y
su The Victory of Reason (2005), algunos comienzan a sentirse cada vez
más disconformes con esta forma de entender nuestra historia y sostienen
que la historia medieval europea no es un capítulo; mucho menos un
periodo oscuro situado en medio de nada. En realidad, fue el nacimiento
de una nueva civilización que tendría una característica insólita: ser
dos civilizaciones en una, el Viejo Occidente y el Occidente Moderno.
Paradójicamente, calificar la llamada Edad Media como “edad oscura” no
fue sólo consecuencia de la aparente falta de información, hoy ya
superada sobradamente, sino también de una percepción equivocada fruto
del espíritu crítico intrínseco a Occidente y de la nostalgia encarnada
en Francesco Petrarca (1304-1374), precursor del humanismo, que, llevado
por la añoranza de la grandeza del Impero Romano, intentó armonizar el
legado grecolatino con las ideas del cristianismo haciendo una elipsis
de mil años.
Es
evidente, sin embargo, que Europa no permaneció mil años atrapada en la
oscuridad. Al contrario, ahora sabemos que durante ese largo periodo se
forjó el Viejo Occidente cristiano y poco materialista que expresaba
una fuerte tensión creadora entre la razón y la fe, y que, al revés de
lo que se ha venido sosteniendo, protagonizó grandes avances mediante la
razón práctica, pues es en esa llamada edad oscura, y no en el
Renacimiento, cuando se plantean por primera vez las grandes cuestiones
éticas de la servidumbre y la esclavitud, y con ello el reconocimiento
de la dignidad humana sin adjudicarle ningún color. Y también cuando se
crean las primeras universidades, en las que florecerá la ciencia, los
primeros parlamentos y otros muchos hallazgos. De ahí emergerá más tarde
el Occidente Moderno antitradicionalista, igualitarista, subjetivista y
materialista que llega hasta nuestra era. Y aunque pueda parecer
contradictorio, cuando rechazamos el legado del Viejo Occidente, por
considerarlo excluyente y contrario a los ideales del racionalismo y la
Ilustración, quebramos ese frágil proceso por el que los nuevos
descubrimientos se van incorporando paulatinamente al acervo cultural y
cada generación toma el legado de la anterior, sus enseñanzas,
adaptándolo a los tiempos nuevos.
Quizá
fue durante el periodo que va desde el final de la Gran Guerra hasta
los años 60 cuando definitivamente disolvimos en el éter una de las
principales cualidades de nuestra civilización: la aceptación crítica
del pasado, una cultura en permanente evolución, en constante revisión,
una sociedad que tomaba lo existente como punto de partida para
incorporar elementos nuevos, superando los obsoletos. Desde el momento
en que decidimos que la sociedad se construiría partiendo de cero,
creyendo que éramos ya lo suficientemente sabios como para recrear el
mundo, nos anclamos en un presente continuo, sin pasado ni futuro, sin
trascendencia alguna, y caímos en el adanismo y la depresión que marcan a
fuego nuestra época.
Sobre
ese adanismo y esa depresión hacen presa quienes aspiran a repartirse
el botín de un mundo libre de los ideales occidentales. Sin embargo,
existe margen para el optimismo. La tensión y la polarización que
padecemos tienen sin duda una lectura muy negativa, pero también
demuestran que aún queda energía para el inconformismo, aunque
ciertamente muchos no sepan dónde les aprieta el zapato, circunstancia
que los planificadores y también los agitadores aprovechan para
promocionar determinadas mutaciones ideológicas.
A
ratos, cuando los extremos se hacen demasiado grotescos, y el encono
entre el Viejo Occidente y el Moderno se vuelve insoportable, detrás de
tanta intransigencia parece despuntar el deseo inconsciente del
reencuentro. Quizá lo que nos hace falta sean personas sensatas y
valientes, dispuestas a conciliar el pasado y el presente, y convertir
este deprimente milenarismo en una mirada esperanzada y serena hacia el
futuro.
Postado há 1 week ago por Orlando Tambosi
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