Queramos o no, nos está tocando vivir una época interesante después de varias décadas de paz europea y tras las ensoñaciones que, tras el derribo del muro en 1989, predijeron un fin de la historia y un triunfo definitivo de la libertad. J.L. González Quirós para Disidentia:
Si
algo caracteriza a las grandes naciones es la continuidad histórica, la
existencia de unas metas y principios compartidos por todos. Cuando un
país se divide, cuando olvida los compromisos adquiridos con su
historia, su posible grandeza está en el aire. Cabe temer que eso es lo
que esté pasando con las acciones de Trump en su segunda presidencia de
los Estados Unidos, que lejos de apuntar los objetivos teóricos del
movimiento MAGA lleven, por desgracia, a un descrédito creciente del
prestigio de esa gran nación.
Trump
parece guiarse por un principio absolutamente absurdo y por completo
inmoral: si Biden y los demócratas defendieron algo yo debo defender
exactamente lo contrario. En ese principio se basa, o se ampara, porque
hay otras razones, aunque también burdas, la sarta de puntapiés que le
ha prodigado a Zelenski que, no conviene olvidarlo, podría echar buena
parte de la responsabilidad histórica en la guerra que está padeciendo y
no ha iniciado a las andanzas de la diplomacia americana.
Los
EEUU, un país al que profeso una admiración total por sus muchas
virtudes, llevan corriendo delante de las armas ajenas casi desde 1945,
con muy escasas excepciones. Es lógico que aspiren a dejar de ser
quienes ponen los muertos en cualquier conflicto, pero en esa presencia
militar también se ha basado siempre la superioridad del dólar, el éxito
tecnológico y el predominio cultural. Lo que no es muy lógico es lo que
parece pretender Trump: “ahí te quedas con tu guerra, que yo me retiro,
pero eso sí, vas a tener que seguir haciendo lo que yo te diga”.
Antes
de su enorme zafiedad en los asuntos exteriores se podía confiar en que
las políticas internas de Trump tuvieran otro cariz, que consiguiese
desinflar la ruinosa administración pública y poner coto a la legendaria
burocracia del sistema. Claro es que eso habría de hacerse, pero hay
que respetar las leyes y los equilibrios que definen un modelo ejemplar
de poder compartido por las tres ramas del gobierno, como se dice en los
EEUU. Si con la excusa de podar la administración, empeño loable, lo
que se poda son las garantías legales, el negocio puede ser ruinoso.
Es
verdad que si se respetan los cauces se corre el riesgo de la lentitud y
del fracaso, pero es que el precio público que se paga por saltarse las
leyes puede ser mucho mayor. Que hay agencias y departamentos inútiles
no cabe duda, pero se han construido de manera legal y del mismo modo
tendrían que ser reformados o extinguidos. La motosierra puede ser una
buena metáfora, pero no se puede cortar brazos y piernas por aplicarla
sin prudencia.
Cabe
esperar que el país, empezando por sus minorías dirigentes, militares,
jueces, diplomáticos, no se deje llevar por esta turbulencia
presidencial y que empiece a reclamar la presencia de orden y verdad. No
sé si es casualidad, pero la serie de Robert de Niro, Cero Day, recién estrenada en Netflix,
aunque ideada hace ya tres años, termina reclamando patriotismo y
verdad frente a una crisis interior instrumentada por tecnólogos
multimillonarios pero apoyada por políticos radicales, es decir nada que
recuerde a los hechos alternativos o a la mentira que se apoya en el
turbión de noticias que hace que se pierda memoria del engaño.
La
victoria de Trump, a la que el peculiar sistema norteamericano dotó de
una apariencia aplastante, fue de apenas 1,5 puntos en votos populares
es decir que los EEUU no se han vuelto trumpistas de repente, y puede
que pronto su popularidad se derrumbe a base de espectáculos tan
lamentables como el trato dado al presidente ucraniano o de propuestas
tan chungas como el video que imagina un resort en Gaza con una estatua
de oro gigante del pacifista Trump, un personaje que presume de ganar
las batallas en las que otros matan y mueren sin bajarse del autobús.
Hay
un riesgo evidente de deterioro de la, hasta ahora, ejemplar democracia
norteamericana si las instituciones encargadas de impedir la dictadura
no se aprestan a ejercer a fondo el sistema de check and balances que ha
garantizado hasta la fecha la compatibilidad entre un régimen
republicano y una realidad cuasi-imperial. Según cuenta la historia hubo
entre los padres fundadores quienes quisieron dotar de solemnidad
monárquica al presidente de los EEUU pero, afortunadamente, otros más
sensatos cortaron por lo sano esas pretensiones de apariencia
protocolaria pero de indudable riesgo político. No consta que Trump
pretenda coronarse ni lucir capa de armiño, pero anda muy cerca de
confundirse si actúa como si su poder fuese ilimitado.
Queramos
o no, nos está tocando vivir una época interesante después de varias
décadas de paz europea y tras las ensoñaciones que, tras el derribo del
muro en 1989, predijeron un fin de la historia y un triunfo definitivo
de la libertad. Da la sensación de que a Trump lo de las libertades de
otro le da un poco de risa, que solo concibe el dominio de los ricos o
de los poderosos que pueden hacer un mundo a la medida de sus deseos,
pero el mundo nunca ha sido así ni lo va a ser ahora por mucho que
algunos milmillonarios amigos de Trump sueñen con singularidades o con
revoluciones tecnológicas de diseño y fantasía que les darían un control
absoluto de las conductas ajenas.
Por
supuesto que el mundo seguirá progresando, tal vez indefinidamente,
pero no cabrá ver ningún progreso en quienes pretendan decidir por todos
nosotros en qué mundo queremos vivir, quienes quieran modelar un
mercado a medida de sus intereses y entendederas o pretendan cambiar las
reglas del comercio internacional sin sufrir castigo por las supuestas
ventajas que tratan de imponer al resto.
Los
optimistas abrigábamos la esperanza de que Trump pudiera haber
aprendido de su experiencia anterior, pero, por desgracia, ahora mismo
da la sensación de que se ha convertido en un vengador apresurado.
Siempre cabe la esperanza de que se corrija a tiempo y que sus
baladronadas sean las típicas de un agente inmobiliario que se siente
seguro de poseer las mejores opciones para hacer un negocio. Por
desgracia para él, la política es algo muy distinto del negocio
inmobiliario y, desde luego, exige un respeto al resto de protagonistas
que, hasta ahora, está lejos de mostrar.
Trump
no ha preguntado todavía, como al parecer hizo Stalin, cuántas
divisiones tiene el Papa, pero parece pensar que lo mismo que puede
cambiar (¿?) el nombre al golfo de Méjico podrá conseguir que el mundo
haga lo que a él y su colega Putin les convenga y que así se chinche
China, y, por supuesto, Europa. Por cierto, eso es lo que dijo, “que se
“j” la UE”, la famosa representante de los EEUU cuando empezaron los
problemas en Ucrania y Trump se dedicaba todavía a los shows en TV y al
negocio del ladrillo. Muy mal asunto, pero hay que temer que no solo
para el mundo sino, sobre todo, para los propios EEUU.
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