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Falsedad en tiempos de guerra" (Athenaica) es una lectura fascinante que nos ayuda a entender la propaganda, la Primera Guerra Mundial y el funcionamiento de los medios. Parte de su interés reside en una rara combinación de ingenuidad e inteligencia que sirve para iluminar su tiempo y el nuestro. Daniel Gascón para Letras Libres:
Una
de las actividades humanas más antiguas es la guerra. Y una de las más
antiguas y frecuentes es la mentira, “la primera de todas las fuerzas
que gobiernan el mundo”, según el memorable arranque de El conocimiento
inútil de Jean-François Revel. De la relación entre ambas trata este
libro apasionante de Arthur Ponsonby, un estudio sobre las falsedades
empleadas para justificar la Primera Guerra Mundial y movilizar a la
población en favor de la causa. El libro, publicado en 1928, presta una
atención particular a los aliados y sobre todo a Gran Bretaña: era la
desinformación que el autor conocía mejor, la que le resultaba más
accesible y cercana, y por tanto más indignante. “Nos preocupan más los
métodos de nuestro propio gobierno y nuestro propio honor nacional que
la duplicidad de otros gobiernos”, escribe.
Arthur
Ponsonby (1871-1946) fue político, escritor y activista. Primer barón
de Ponsonby of Shulbrede, su padre descendía de una familia
anglorlandesa, y fue secretario privado de la reina Victoria y
responsable de finanzas de la Casa Real. Pero sobre todo era soldado:
había combatido en Crimea y alcanzó el rango de major-general. Su madre
era hija de John Crocker Bulteel, que fue representante whig en el
parlamento por la circunscripción de South Devonshire. Arthur Ponsonby
estudió en Eton y en Balliol, estuvo en el servicio diplomático en
Constantinopla y Copenhague, y fue miembro del parlamento (con el
Partido Liberal, más tarde como independiente y de forma más duradera, a
partir de 1918, con los laboristas). Formó parte de la Union of
Democratic Control, un grupo de presión que se oponía a la influencia
del ejército en la política y que criticaba lo que ahora llamaríamos
falta de transparencia en la implicación del Reino Unido en la Gran
Guerra. Entre sus miembros estaban el liberal Charles Trevelyan, el
secretario general del Partido Laborista Ramsay McDonald (que dimitió
por el apoyo de su organización a los presupuestos para la guerra), y
dos futuros Premios Nobel de Literatura: Bertrand Russel y Norman
Angell, autor de The Great Illusion, cuyo título tomó Jean Renoir para
su película antibélica La Grande Illusion. Se trataba, escribió el
historiador AJP Taylor, “de la organización radical más formidable que
haya influido nunca en la política británica”. Ponsonby fue
subsecretario de Asuntos Exteriores y de Dominion Affairs. Escribió una
biografía de su progenitor a partir de sus cartas; que el padre fuera
soldado y su hijo fuese un activista contra la guerra sugiere que
también los pacifistas tienen que matar al padre.
Falsedad
en tiempos de guerra es aleccionador y a menudo demoledor. Describe
cómo opera la propaganda: cada país “la emplea con bastante deliberación
para engañar a un propio pueblo, atraer a los neutrales y confundir al
enemigo”. Su función es anular el pensamiento. En la guerra, las
opiniones tibias, las dudas, la petición de rigor periodístico o una
leve sospecha de la información oficial se convierten en una forma de
traición. Es un momento de sufrimiento, muerte y sacrificio, y también
de maniqueísmo, un estado de emergencia moral que exige cierto
aletargamiento cognitivo. Quien dude de lo absoluto puede ser señalado
como traidor. Para Ponsonby la característica más llamativa no es la
abundancia de la mentira, sino nuestra propensión a creer: no el engaño,
sino su aceptación casi entusiasta. No se trata solo de que las masas
sean manipulables: quienes salen de las universidades son tan
vulnerables a la intoxicación como quienes vienen de las barriadas.
La
guerra es un hábitat idóneo para que florezca la mentira. La Gran
Guerra habría sido, escribe Ponsonby, el momento de mayor emisión de
falsedades, que además resultan particularmente necesarias en los países
donde no hay un reclutamiento obligatorio, donde hay que manipular la
opinión para que apoye el esfuerzo bélico. El autor establece una
especie de taxonomía, de “máscaras” de la falsedad: la mentira
deliberada de las fuentes oficiales, la mentira deliberada que produce
alguien ingenioso y escapa a su círculo inicial, la mentira que dejamos
pasar, la traducción defectuosa (a veces accidental, a veces
intencionada), la obsesión general (que propicia ese rumor que se repite
hasta considerarse verdad), la falsificación, la omisión de elementos
cruciales (una forma de descontextualización), la exageración
deliberada, el ocultamiento de los hechos. Los motivos del enemigo son
claros, tienen que ver con su carácter (maldad, ansia de poder); y los
nuestros también lo son, tienen que ver con la lealtad, compromisos
adquiridos, y desde luego la lucha nunca es nuestra opción predilecta.
El
grueso del libro son casos: estudios de tergiversaciones concretas. Por
ejemplo, un elemento fundamental de los relatos de la guerra son las
atrocidades. Y uno de los ejercicios más interesantes del libro es la
reconstrucción y desmontaje de algunas de las historias, a menudo muy
truculentas, que publicaban los periódicos pero que tenían algo o mucho
de leyendas y como tales se iban modificando: bebés a los que les
amputaban las manos, enfermeras a las que mutilaban los pechos, soldados
crucificados. Ponsonby muestra cómo se inventa la noticia, a veces por
prisa, a veces por un malentendido (es frecuente una mala traducción,
accidental o intencionada, como ya hemos dicho). Se cambia el
significado de un hecho o de una imagen. En alguna ocasión se le ha
reprochado a Ponsonby que, ansioso por desenmascarar las trampas de los
suyos, cayera en alguna trampa del adversario y reprodujera sus
versiones: el precio del escepticismo hacia unas fuentes puede ser la
credulidad hacia otras. Pero mucho más a menudo es convincente y útil y
describe fenómenos de distorsión o histeria que hacen pensar en los que
conocemos en nuestras sociedades más o menos pacíficas: por ejemplo,
pánicos periodísticos como los pinchazos inexistentes de las discotecas
en el verano de 2022, las historias que describía Daniel Schneidermann
en Le cauchemar médiatique, o casos como el que estudiaba Arcadi Espada
en Raval.
También
son interesantes las fuentes: Gran Bretaña participó y emitió
propaganda, pero también creó mecanismos para examinar sus propias
mentiras. Había una voluntad de investigar, de rendir cuentas: algo
parecido a la vergüenza. (La era de la posverdad podría verse, entre
otras cosas, como una pérdida de esa vergüenza).
Otro
elemento del libro que destaca por su perspicacia y a la vez nos
resulta cercano es la fotografía. Este medio, dice Ponsonby, miente más
de lo que podríamos suponer, y los maestros en su uso fraudulento son
los franceses. Este debate sobre una tecnología relativamente reciente,
con una impresión de autenticidad pero que precisamente por eso es capaz
de generar falsificaciones peligrosas, resuena en los lectores
contemporáneos.
El
léxico de nuestra época también podría presentar este libro como una
denuncia de la construcción del relato. La posición propia, la de tu
país, se presenta como irreprochable, mientras que al enemigo se le
retrata como alguien inequívocamente depredador. Ponsonby establece
dudas sobre las razones explícitas de la intervención: ¿fue una sorpresa
o no el desencadenante?, ¿se podría haber evitado?, ¿dijo eso
exactamente un líder enemigo? El libro es ameno y sobrio, a veces
resulta casi mecánico, pero no carece de humor al reflejar paradojas,
hipocresías o contradicciones. La promesa de defender a las pequeñas
naciones con toda la fuerza del Imperio Británico parece sacada del
episodio de Blackadder donde George (Hugh Laurie) decía que la guerra
había sido generada por “el vil huno y su vil ansia de construcción
imperial”, y Edmund (Rowan Atkinson) respondía: “George, en este momento
el imperio británico comprende un cuarto del globo, mientras que el
imperio alemán comprende una pequeña fábrica de salchichas en
Tanganica”.
La
poesía británica que habla de la Gran Guerra también está asociada con
la denuncia de la mentira. Wilfred Owen terminaba así su poema “Dulce et
decorum est”: si pudieras oír la sangre que sube por pulmones
corrompidos por la espuma, obscena como el cáncer, amarga como la rumia,
de llagas asquerosas e incurables en lenguas inocentes, amigo mío, no
les contarías con tanto entusiasmo a niños que arden por una gloria
desesperada esa vieja mentira: Es dulce y decoroso morir por la patria”.
“Si preguntan por qué morimos/ Diles que porque nuestros padres
mintieron”, escribió Rudyard Kipling, que perdió a su hijo en la
contienda.
Falsedad
en tiempos de guerra hace pensar a veces en Kraus, en Klemperer, pero
tiene algo particularmente orwelliano: a Orwell nos recuerdan, por
ejemplo, la enumeración, el acopio de información y falsedades, el
análisis del lenguaje y de sus eufemismos y tergiversaciones, la crítica
del sensacionalismo periodístico, la preocupación por la mentira y por
el nacionalismo (que el autor asimilaba al sectarismo, a una ceguera
voluntaria que lleva a condenar al adversario y a justificar o no
reconocer los errores propios). Pero existe una diferencia que
corresponde al contexto histórico y generacional y a la idea del
compromiso político: a cómo vemos la guerra y la naturaleza de la
amenaza. Orwell fue a España para detener al fascismo (literalmente),
estuvo a punto de morir por un bala franquista y de ser asesinado por el
Partido Comunista. En cambio, la Primera Guerra Mundial es, como ha
escrito el historiador Christopher Clark, la catástrofe original del
siglo XX, y a la vez algo que, como han explicado historiadores y como
nos han contado algunos de quienes participaron en ella, se podía haber
evitado. La Segunda Guerra Mundial no se puede presentar de la misma
manera: no fue una guerra elegida. Las denuncias de los mecanismos de la
mentira para justificar una guerra que era fácil atribuir a las ansias
imperialistas y la estupidez de los dirigentes no funcionan del mismo
modo cuando te enfrentas a una forma de mal absoluto (la Alemania nazi)
o, más tarde, a una siniestra amenaza global (el imperio soviético). En
esos momentos, como ocurre ahora con los “pacifistas” que repiten el
argumentario del Kremlin con respecto a Ucrania, el término pacifista
podía significar otra cosa: el admirador de regímenes totalitarios, el
que sentía más odio hacia las democracias occidentales que amor por la
paz, el que empleaba dos varas de medir. Pero también hemos visto cómo
la información que presentan las democracias para justificar
intervenciones bélicas puede ser falsa: para mi generación, el ejemplo
más claro son las armas de destrucción masiva en Irak.
Falsedad
en tiempos de guerra es una lectura fascinante que nos ayuda a entender
la propaganda, la Primera Guerra Mundial y el funcionamiento de los
medios. Parte de su interés reside en una rara combinación de ingenuidad
e inteligencia que sirve para iluminar su tiempo y el nuestro.
[Prólogo a Falsedad en tiempos de guerra, de Arthur Ponsonby, Athenaica, 2023]
Daniel
Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro
más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House,
2023).
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