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Graças a Pelé, um jogador alegre, juvenil e ligeiro, o futebol ultrapassou o clássico. Se o gol mais incrível não foi alcançado, é porque faltou tempo para realizá-lo. Mauricio Mejía para Letras Libres:
Pelé tenía nueve años cuando el silencio inundó Maracaná.
Favorita,
por ser sede por primera vez de una fase final de la Copa del Mundo, la
selección de Brasil necesitaba de un empate para ganar la Copa Jules
Rimet. En la delantera del cuadro de 1950 figuraban los ídolos de la
niñez del astro recién fallecido: Friaca, Zizihno, Ademir, Jair y Chico.
Aquella infancia tenía razones para la fe: en el minuto dos del segundo
tiempo, Friaca puso adelante a la verdeamarela que jugaba su primera
final del Mundial. Pero la felicidad de todo el país se marchitó media
hora después, cuando Alcides Edgardo Giggia anotó aquel lúgubre gol, a
once minutos del final, que hizo ganar a Uruguay su segundo campeonato y
a Brasil le provocó un luto largo y desolado.
Edson
Arantes do Nascimento, hijo de Dondinho, quedó marcado por aquel
demoledor episodio. El futbol era una espina cruel. Y había calado en lo
más profundo del corazón de una generación de muchachos que cambiaría,
años después, el esquema de la cancha. El tiempo jugaba como paciente
líbero del destino.
En
1954, ya con Nilton Santos, Djalma Santos y Didí en la cancha, Brasil
fue aplastado en cuartos de final, en Berna, por uno de los mejores once
de toda la historia: la “Maravilla húngara”. Se asomaban, sin embargo,
la redención y la purificación. En Suiza comenzó a gestarse otra idea
del mundo, sin exageración.
Antes
de cumplir 16 años, Pelé ya era profesional con el Santos (debutó ante
el Sao Paulo, en un partido en el que anotó su primer gol oficial) y
seleccionado nacional (anotó en la derrota 1-2 ante Argentina). Todo
astro necesita un par de ojos que lo observe de día y de noche. La
brillante carrera de Pelé no hubiera sido (el culpable de todo siempre
es el ojo) sin la valentía de Vicente Ítalo Feola, El Gordo, quien se
hizo cargo de la banca brasileña con rumbo al Mundial de Suecia 1958, en
el que se produciría la mayor revolución jazzística de la pelota.
Si
el entrenador alemán Sepp Herberger había dado al juego un orden
parecido a una maquinaria, el orden sobre la libertad, Feola tenía los
hombres necesarios para imponer la libertad como orden, en el doble
sentido de la palabra: mandato y disposición. Y el muchacho Pelé, quien
en siete años pasó de la veneración al ídolo, era el gran atrevimiento
en la futura alineación de El Gordo, en la que el sincopado viajaría en
la maleta: Pelé era alegre, juvenil y ligero. El futbol se quitaría las
costuras de lo clásico.
El
resto del cuadro podía sacarle todo el provecho ante las porterías
rivales. No faltó quien criticara al técnico por la convocatoria de una
promesa habiendo tantas realidades en los clubes brasileños.
Pelé
aterrizó en Estocolmo, pero no jugó el primer partido ante Austria. Sí
lo hicieron los acompañantes de la gran banda: Didí, Zagallo, Mazzola y
Nilton Santos. Feola, además de Pelé, se guardó otros instrumentos. La
selección brasileña llegó invicta a la final, ante la escuadra local. En
el camino Pelé anotó su primer gol en los Mundiales en Gotemburgo: en
los cuartos de final, ante Gales, el 19 de junio. Metería tres más en
Estocolmo, en las semifinales, ante Francia.
Para
el partido estelar, Feola mandó al campo al mejor reparto: Gylmar;
Djalma Santos, Nilton Santos y Zito; Melleni y Orlando; Garrincha, Didí,
Vavá, Zagallo y Pelé. Estos últimos cinco conformaron la delantera más
fabulosa de la historia. Pelé no cumplía 18 años y ya formaba parte del
quinteto más exquisito, depurado y dinámico del juego más bonito.
Vavá
–quien jugaría después en México– anotó los primeros dos tantos de
Brasil en aquella final en la que Suecia comenzó ganando con gol de
Liedholm en el minuto 4. Y después ocurrieron, otra vez, la redención y
la purificación. En el 55: Edson Arantes do Nascimiento, el hijo de
Dondinho, frustrado jugador del Mineiro, anotó el tercer gol brasileño
después de una jugada artística e inolvidable. Y como extraño colofón,
que cierra y abre una nueva idea del mundo, anotaría su segundo (quinto
para Brasil) en el 90.
Antes
de ser ciudadano brasileño, el astro de 17 años ya se preparaba para el
cargo de monarca del balón por el resto de los tiempos. El temerario
Gordo Feola tuvo razón: el mundo necesitaba un muchacho avispado que
cambiara el cosmético del más popular de los pasatiempos. Pelé era ese
romance.
Así
como Pelé soñó con ser Friaca cuando tenía nueve años, millones de
niños jugarían a ser Pelé desde aquel verano del 58. La figura del
Santos se convertiría en el diseño del futbol de la posguerra y en la
primera referencia pop de alcances universales. Cuando internet era
insospechada, su nombre fue reconocido hasta en lugares en los que la
televisión no llegaba todavía. La musicalidad, breve y concisa, de su
nuevo nombre se propagó como la pelota sobre el campo mojado de los
barrios. En efecto, Pelé era el sustantivo que faltaba en el relato
heroico del balompié.
A
partir de Estocolmo, toda posible jugada, individual o colectiva, en el
césped será “inventada” por el astro. Todos, como suele pasar con los
verdaderos creadores, quisieron imitarlo, acercarse, aunque fuera de a
poco, a su genialidad, a su partitura; la copia como homenaje, como
halago. No solo en las canchas profesionales, también en los arrabales,
en los llanos y en las calles de todas las ciudades hubo modestos
evocadores del creador de sueños. El futbol imposible sólo podía ser
posible mediante los apuntes de una anterior ocurrencia del ídolo; si el
gol más increíble no ha caído es porque a Pelé le faltó tiempo para
realizarlo.
Pelé
se consolida en 1962, en Chile, aún sin jugar todo el certamen. En
México 1970, acompañado por diez seguidores que le admiraban desde
Suecia, el más grande se despide de los Mundiales con un triunfo ante
Italia. La Trinidad tiene extrañas maneras de manifestarse. En el
estadio Azteca, apenas más pequeño que el Maracaná, Pelé abrazó al
técnico Zagallo, el viejo compañero del 58, quien de cerca lo vio
consagrarse como el único tricampeón de la Copa del Mundo.
Pelé dejó un pendiente.
En
las semifinales, ante Uruguay, en Guadalajara, pudo resolver un teorema
triangular cuando intentó cruzar al arquero Mazurkiewicz sin tocar la
pelota en el medio campo. El portero no supo a quién perseguir, si al
anotador o al esférico. Pelé recuperó el balón terreno más adelante y
formó un triángulo escaleno para, libre, rematar ante el arco. Tiró.
Pero la pelota salió, apenas, al lado de la portería: cuando toda la
grada del estadio Jalisco se levantaba para festejar el inusitado acto
del mago. La geometría analítica del futbol no había anticipado esa
posibilidad. Aquel fallo, que perfecciona su obra, sigue siendo reto
para el futuro. Pocos han intentado completar el trazo que dejó
pendiente el 10.
Acaso aquel gol es imposible.
Cuando suceda, alguien recordará a Pelé, el redentor de Maracaná.
Mauricio Mejía es reportero y editor. En 2020, Proceso editó su libro Golpe a golpe. Historias del boxeo en México.
Postado há 4 hours ago por Orlando Tambosi
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