BLOG ORLANDO TAMBOSI
Renacimiento recupera el clásico ‘Piratas de la América’ (1678), el apasionante relato de un cirujano entre bucaneros. Guzmán Urrero para The Objective:
Hubo un tiempo en este país en el que la piratería
era el no va más de la aventura. Bastaba ir al cine o encender la
televisión para darse cuenta. Hemos de agradecer al séptimo arte su
capacidad para reinventar a unos tipos fieros y peligrosos, idealizarlos
y convertirlos en héroes tan encantadores como Errol Flynn en El Halcón
del Mar (1940), Tyrone Power en El Cisne Negro (1942) o Burt Lancaster
en El temible burlón (1952).
Por edad, muchos de cuantos lean estas líneas también recordarán esa época en la que aún disfrutábamos de las novelas de Rafael Sabatini ‒con esos piratas que parecían caballeros andantes‒ o leíamos los tebeos de El Corsario de Hierro y El Cachorro.
Pues
bien, es casi seguro que ninguna de esas obras existiría sin un libro
fundacional, Piratas de la América, publicado por primera vez en los Países Bajos en 1678.
Su
autor, Alexandre-Olivier Exquemelin, lo escribió como un relato
autobiográfico, pero hay tantos agujeros en la existencia de este
personaje que resulta difícil separar lo vivido de lo imaginado. De ahí
su enorme impacto en la literatura de ficción.
Exquemelin era hijo de un boticario protestante. Tras estudiar medicina en Holanda,
se unió a la Compañía de las Islas de América, cuya primera misión, con
el apoyo del Cardenal Richelieu ‒el auténtico, no el de Los tres
mosqueteros‒, fue colonizar y explotar las islas de Martinica, Guadalupe
y San Cristóbal.
La
suerte no le acompañó. Así nos lo contaba el poeta y editor Carlos
Barral cuando tradujo su obra en 1971. Al llegar a las Antillas, nuestro
joven viajero fue esclavizado. En la isla de Tortuga, «sirvió a dos
amos, del último de los cuales, cirujano, aprendió el oficio». Luego,
como quien se venga del destino, «abrazó la Ley de la Costa e ingresó en
la congregación de los piratas».
Lo
que vivió después resulta fácil de adivinar. Empezando, claro, por la
sangre, los saqueos y la persecución de barcos que navegaban por la
zona.
Una odisea antillana
Difícilmente puede concebirse una peripecia más extrema que la que vivió el autor de Piratas de la América
junto a los bucaneros (llamados así por su antigua práctica del bucán, o
ahumado de la carne de vacas y cerdos salvajes) y los filibusteros (del
inglés fly-boat, es decir, forajidos que acechaban a sus presas desde
embarcaciones de menor calado, cerca de la costa).
Ilustración de Howard Pyle para ‘El libro de los piratas’ (1911)
Decía
Barral, en aquella edición de los setenta, que Exquemelin terminó sus
días en Ámsterdam, «ejerciendo la cirugía y consumiendo pacíficamente
las rentas de su aventurosa vida». Se lo perdonamos todo, justamente por
contar en su libro las fechorías de dos tipos infames, cuyas vidas
prosperaron en infinidad de novelas: el bucanero François l’Olonnais,
también llamado el Olonés, y el filibustero Henry Morgan.
Junto
a Exquemelin, revivimos algo que el cine clásico transformó en cliché:
el espectáculo de un buque pirata barriendo con sus cañones la cubierta
del adversario y luego disparando contra el casco, a corta distancia,
poco antes de lanzar los ganchos para el abordaje. Por supuesto, aquí no
encontramos a un gallardo Errol Flynn agitando su espada con una
sonrisa insolente. En su lugar, quienes saltan a la cubierta son
depredadores primitivos y feroces.
Los
piratas de Exquemelin resultan estremecedores. Cuando irrumpen en
escena, no encontramos a galanes de dentadura perfecta, sino a brutos
malolientes, a quienes el ron y los bizcochos agusanados les vaciaron
las encías.
Cualquier
conato de piedad se extingue entre gritos de rabia y lujuria. Tras la
toma de Maracaibo, nos cuenta Exquemelin en estas memorias que los
piratas «trajeron consigo veinte mil reales de a ocho y algunos mulos
cargados de muebles y mercaderías, junto con veinte prisioneros, tanto
hombres como mujeres e hijos. Pusieron a algunos de estos prisioneros en
tormento para que descubriesen el resto de bienes que habían
transportado, mas no quisieron confesar cosa alguna. El Olonés (que no
hacía gran caso de la muerte de una docena de españoles) tomó su alfanje
y cortó en muchas piezas a uno en presencia de todos los otros».
lustración de Howard Pyle que muestra al pirata Henry Morgan torturando a varios prisioneros españoles.
Historia frente a fantasía
Hay otro libro que ayuda a comprender lo que cuenta Exquemelin: Eso no estaba en mi libro de historia de la piratería (Almuzara).
Además de profesor de Historia, su autor, Javier Martínez-Pinna, es
responsable de numerosos artículos de divulgación, tanto en la prensa
como en publicaciones especializadas. Asimismo, es uno de los miembros
fundadores de Laus Hispaniae. Revista de Historia de España.
Entre
el silbido de las balas de mosquete y el resplandor de las antorchas,
Martínez-Pinna también logra perfilar la realidad de ese mundo
distorsionado por la leyenda, tan colorido como una fiesta de disfraces.
Reconozcámoslo: nos caen bien los corsarios del celuloide. De ahí que se haga difícil asociar a la piratería de Hollywood con la que describe un testigo presencial como Exquemelin.
Justo esa es la razón por la que pregunto a Martínez-Pinna si Piratas de la América es fiable como fuente histórica.
«Personalmente
‒responde‒ creo que la figura de Exquemelin es fundamental para conocer
un poco mejor el mundo de la piratería ya que, para desesperación de
los historiadores, tenemos muy pocas fuentes directas, debido a que la
mayor parte de los piratas eran unos pobres analfabetos y a que, además,
no estaban interesados en dar a conocer sus tropelías, por lo que no
dejaron testimonios escritos».
«Es
cierto ‒añade‒ que podemos consultar los documentos conservados en
algunos archivos europeos y americanos relacionados con los procesos
penales contra los piratas, pero esta información es muy fragmentaria.
De ahí la importancia de la obra de Alexandre Exquemelin, en la que
describe el mundo de los piratas visto desde dentro y nos muestra el
carácter extremadamente violento de algunos bucaneros y filibusteros a
los que conoció personalmente. De El Olonés nos cuenta que disfrutaba
descuartizando a los españoles, entre ellos a mujeres, enfermos y
ancianos, para obligar a sus vecinos a confesar el lugar dónde se
ocultaban unos tesoros que solo existían en su imaginación. De Henry
Morgan, un monstruo al servicio de Inglaterra,
nos cuenta las torturas que utilizaba, como presionar la cabeza de sus
víctimas con cuerdas hasta que, por la presión soportada, los ojos
reventaban y salían de sus órbitas. También nos cuenta Exquemelin el
suplicio inhumano que sufrió un tabernero portugués en Maracaibo que, a
buen seguro, sorprenderá a todos los lectores».
Ilustración de N.C. Wyeth para la edición de ‘La isla del tesoro’ publicada en 1911.
Piratas y propaganda británica
En
la actualidad, uno comparte solo moderadamente el entusiasmo que los
anglosajones profesan por la piratería en las Antillas. Sin embargo, esa
forma de redondear los mitos que tienen los británicos aún es
contagiosa. Traslado esa inquietud a Martínez-Pinna. ¿Qué ha llevado a
los españoles de varias generaciones a idealizar a los piratas?
«Desgraciadamente
‒contesta‒, los españoles hemos asumido la imagen romántica de la
piratería que poco o nada tiene que ver con la realidad. Este proceso de
idealización de los piratas como héroes de capa y espada se desarrolló
en el siglo XIX, en obras como El pirata, de Walter Scott, o La isla del
tesoro, de Robert Louis Stevenson y, ya en el siglo XX, en el cine, con
películas fantásticas como Los Goonies o la saga Piratas del Caribe,
que no reflejan lo que fueron estos monstruos del mar que, en la mayor
parte de las ocasiones, hicieron del asesinato, la tortura y la violación sus formas de vida más características».
«Además
‒continúa‒, debemos destacar el interés de la propaganda británica de
ocultar las atrocidades de unos psicópatas al servicio del reino de
Inglaterra, que protagonizaron auténticas salvajadas contra los
españoles incluso en tiempos de paz. Recordemos que cuando Drake regresó
a Londres
después de cometer sus actos criminales y de regar con sangre las
ciudades de la América española, Isabel I lo ennobleció y elevó a la
categoría de héroe. Por cierto, el estudio de la biografía de Drake nos
permite, del mismo modo, desmitificar la imagen del pirata como un
hombre arrojado, al que no le temblaba el pulso a la hora de capturar
galeones españoles. Esto es falso: la mayor parte de los piratas solo
asaltaban barcos mercantes y poblaciones sin ningún tipo de guarnición
ya que, en la mayor parte de las ocasiones, los piratas terminaban
huyendo cuando, en lontananza, observaban la amenazante silueta de un
galeón español».
Ilustración de N.C. Wyeth
El peso del romanticismo
«Todos los piratas ‒cantaba Joan Manuel Serrat
en 1981‒ tienen un temible bergantín, con diez cañones por banda y
medio plano de un botín, que enterraron a la orilla de una playa en las
Antillas (…). Por un quítame esas pajas te pasan por la quilla. Pero en
el fondo son unos sentimentales, que se graban en la piel a la reina del
burdel y se la llevan puesta a recorrer los mares».
Que
esa imagen dulcificada del pirata se haya movido con impunidad por
nuestras salas de cine y nuestras librerías tiene mucho que ver con tres
razones. En primer lugar, esta afición por los corsarios y los
filibusteros no es tan desconcertante. A fin de cuentas, ¿quién no se ha
identificado alguna vez con el protagonista de La isla del tesoro? ¿Qué
niño no ha querido alguna vez escudriñar el horizonte y avistar una
bandera negra con una calavera y dos huesos cruzados?
Los
otros dos motivos son menos inocentes. Por un lado, es obvia la
ausencia de una respuesta en la cultura popular hispana ‒No hay ni una
sola película sobre el corsario español Amaro Pargo, y tampoco la hay
sobre Álvaro de Bazán, azote de los piratas berberiscos‒. Por otro, la
divulgación histórica de este periodo suele llegarnos desde fuentes
inglesas, que nos parecen siempre fiables.
Felizmente,
libros como el de Martínez-Pinna o como Piratería en el Caribe
(Renacimiento), de Helena Ruiz y Francisco Morales Padrón, Piratas,
bucaneros, filibusteros y corsarios en América (Fundación Mapfre),
de Manuel Lucena Salmoral, o el ya clásico La isla de la Tortuga
(Ediciones Cultura Hispánica), del dominicano Manuel Arturo Peña Batlle,
invitan a creer que no sería tan difícil redefinir este fenómeno en
español.
«En
muy buena medida ‒dice al respecto el autor de Eso no estaba en mi
libro de historia de la piratería ‒, la imagen que nos ha llegado de la
piratería americana forma parte de eso que algunos han denominado la
leyenda negra antiespañola y que ha sido asumida por una buena parte de
los historiadores patrios. Por fortuna, esta situación está cambiando
gracias a la aparición de una generación de autores que está tratando de
ofrecer una nueva visión de nuestra historia sustentada en un análisis
serio y desapasionado del pasado».
Postado há 9 hours ago por Orlando Tambosi
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