Sartre é o paradigma do filósofo engajado e, no entanto, sua vida - como ele próprio reconhece - é marcada pela traição. Juan Arnau para El País:
“A los que ignoran su libertad con excusas deterministas los llamaré cobardes”
J.P.S.
Mientras Heidegger insiste en la autenticidad, el joven Sartre lo
hace en la libertad. Hay que moverse, comprometerse, crear lo que uno
va a ser. Pues uno no es nada hasta que existe y vive. La condición
humana es eso, precisamente, hacerse uno mismo, viviendo, eligiendo,
leyendo, escribiendo, enamorándose, viajando, comprometiéndose (política
o familiarmente), imaginando, creyendo, descreyendo, observando,
ralentizando la respiración, escuchando música. El vértigo de la
libertad puede ser molesto, puede generar angustia, pero es el precio
que hay que pagar por ella. El existencialismo nunca pasará de moda
mientras esté vigente la lucha por la libertad. Sólo lo hará cuando los
humanos renuncien definitivamente a la libertad, o la depositen en un
algoritmo o un fármaco. Lo que está en liza no son los significantes, ni
las etimologías o hermenéuticas. Lo que está en juego es la vida
genuina, de riesgo y compromiso con la libertad. Pero, para ello, lo
primero es saber qué es la libertad.
El
padre de Sartre es un oficial de la marina (hijo de médico rural), que
ha contraído las fiebres de la Conchinchina y muere al poco de nacer el
filósofo. “Al despedirse a la francesa, Jean Baptiste me había negado el
placer de conocerle”. Hoy sabemos más del padre de Sartre de lo que
supo el propio filósofo. Tras su muerte se encontraron las cartas y
fotos que Jean-Baptiste envió a su hermana. “No he tenido padre”, dirá
en diversas ocasiones. “Mi padre no es más que una fotografía en el
dormitorio de mi madre”. Esa muerte es decisiva. “Hizo que mi madre
volviera a sus cadenas y a mí me dio la libertad”. En su obra
interminable, Sartre no dedica a su padre más de una página. Se erige en
hijo de nadie. No tener padre es muy conveniente para ser filósofo. Los
grandes no lo tuvieron. Hágase el examen. El conocimiento como único
padre verdadero.
La
primera infancia de Sartre se encuentra dominada por la figura de su
abuelo materno. Karl Schweitzer, catedrático de alemán, alsaciano y
anticlerical, naturalista y puritano, recupera a través del niño su
propia infancia. Tiene arrebatos de majestad y orgullo, un gusto por lo
sublime y cierta repugnancia por las vacas sagradas de su biblioteca.
Desde que murió Victor Hugo, ha dejado de leer. Su oficio es traducir.
El abuelo hace de la formación de su nieto un asunto personal. “Poulou”
no va a la escuela. Se cría sin hermanos ni compañeros, como un niño
rey, a la sombra de un patriarca altivo y omnipotente. El infante, de
rubia melena rizada, tiene algo de tirano. Con el tiempo dirá que
“mandar y obedecer es lo mismo”, que “nunca ha dado una orden sin reír,
sin hacer reír”. Tiene algo de ácrata. “No me corroe el chancro del
poder, no me enseñaron a obedecer”. Con la naturalidad de un príncipe,
deja que lo calcen y perfumen, que lo cepillen y lo laven. No llora ni
hace ruido. “Me dicen que soy lindo y me lo creo”. Anne Marie, su madre,
“era mía, nadie me discutía su tranquila posesión”. La retirada de su
padre le otorga un anti Edipo: “no tenía superyó, tampoco agresividad”.
“Hasta los diez años me quedé solo, con un viejo y dos mujeres”. No
araña la tierra ni busca nidos, no tira piedras a los pájaros. Vive
entre libros. Le dejan vagabundear por la biblioteca y se lanza al
asalto del conocimiento. “Los libros fueron mis pájaros y mis nidos”.
Tiene algo de platónico. Confunde el desorden de sus lecturas con el
azaroso curso de los acontecimientos. “Un idealismo del que me costó
treinta años deshacerme”. Le gusta la incertidumbre, que la historia se
le escape por todas partes. Devora la Larousse, se deleita con los
resúmenes de las novelas y las obras de teatro. Relee veinte veces las
últimas páginas de Madame Bovary, se aprende de memoria algunos
párrafos. Karl le ha enseñado que las obras de Dios y las obras de los
hombres están moldeadas por un mismo soplo, que es posible alcanzar el
lugar donde confluyen la Verdad, la Belleza y el Bien.
Si
la infancia decide el resto de la vida, la de Sartre es un sexto piso
parisino, con vistas a un mar de tejados, muy cerca del Luxemburgo. “El
universo se escalonaba a mis pies y todo, humildemente, solicitaba un
nombre; dárselo era a la vez crearlo y tomarlo”. Sabe que, sin esa
ilusión primera, nunca hubiera sido escritor. Ese es el origen de su
familiaridad con los ilustres difuntos. “Me expreso sin rodeos sobre Baudelaire o Flaubert y, cuando se me critica, tengo ganas de contestar: No se metan en nuestras cosas. ¿Me voy a poner los guantes para tratarlos?”
Sabe
retratarse. No es lo bastante rico como para sentirse predestinado, ni
lo bastante pobre para sentir sus deseos como exigencias. Un niño mimado
no es triste. Se aburre como un rey. Tiene oído para la religión. Lo
educan católico, aunque Karl es protestante. Sabe que el Todopoderoso lo
ha hecho para gloria suya. “Católico y protestante, unía el espíritu
crítico al espíritu de sumisión”. Esa doble pertenencia le impide creer
en los santos, en la Virgen y, finalmente, en Dios. Discute
interiormente los artículos de fe. Corre el riesgo de ser presa de la
santidad, pero le aterrorizan el desprecio sádico del cuerpo, las
excentricidades de los santos. “Mantuve, durante varios años, las
relaciones públicas con el Todopoderoso, pero en privado había dejado de
visitarle”. Si le hubieran negado la fe, la hubiera inventado él mismo.
De hecho, es lo que hará. Su fe en la libertad no tiene parangón en la
historia reciente del pensamiento. Una libertad singularmente
comprometida y política.
Sartre,
inaccesible para lo sagrado, adora el cine, la magia de la imagen en
movimiento. Sin embargo, las palabras son para él la quintaesencia de
las cosas, la realización de lo imaginario. El niño escribe sus novelas
en un pupitre blanco ante la mirada de las visitas. El abuelo le palpa
el cráneo y repite: “tiene el bulto de la literatura”. Pero Karl
desprecia a los escritores profesionales, “taumaturgos risibles que
pedían un luis de oro por mostrar la luna y que por cien mostraban el
trasero”. Se ha criado entre dos lenguas, el alemán y el francés, y
tiene lagunas. “Yo sería el vengador de mi abuelo: era nieto de
alsaciano y al mismo tiempo francés de Francia. La Alsacia mártir
entraría en la École Normale Supérieure, ganaría las oposiciones y me
convertiría en ese príncipe que es un profesor de letras”. Karl trata de
persuadirle de que la literatura no da de comer, que si quiere mantener
su independencia ha de elegir una segunda profesión. Sartre obedecerá y
trabajará un tiempo como profesor de instituto en Le Havre, pero tras
la guerra se lanzará a una carrera desenfrenada de escritor. “Hoy me
pregunto, cuando estoy de mal humor, si no he consumido tantos días y
tantas noches, llenado hojas de papel con mi tinta, lanzando al mercado
tantos libros que nadie desea, con la única y loca esperanza de gustar a
mi abuelo”. Y se compara con Swann: “Y pensar que he malgastado mi vida
por una mujer que no era de mi estilo”. “Me han cosido los mandamientos
debajo de la piel y, si paso un día sin escribir, me pica la cicatriz, y
si escribo con demasiada facilidad, me pica también”.
El Castor
En
sus años en la École Normale Supérieure, orgullo de la nación, es el
ineludible instigador de revistas, chanzas y escándalos. Animador,
payaso, bufón cruel que lee más de trescientos libros al año. Espontáneo
y anarquizante, no se interesa por la política institucional y
encuentra en los pacifistas una violencia verbal que le complace.
Utiliza el teatro y las canciones para ajustar cuentas con la autoridad,
con la pedagogía vigente, con la generación de su abuelo. Le fascinan
los dadaísta y los surrealistas. En 1926 es ya un escritor incontenible,
compone canciones y poemas, escribe cuentos, novelas y ensayos
literarios y filosóficos. Descartes es
su héroe filosófico. Conoce a , el “Castor”, alta, seria y de ojos
azules. “Simpática y guapa, pero mal vestida”. Inicia una relación que
durará cincuenta años. Cuando entra por primera vez en su cuarto queda
un poco asustada por el desorden de libros, de papeles y colillas por
todos los rincones, “se podía cortar el humo con un cuchillo”. Discuten a
Leibniz y a Rousseau. En los debates, “Sartre siempre salía ganando.
Imposible guardarle rencor: no escatimaba esfuerzos para hacernos
aprovechar su ciencia”. A ella le gusta su generosidad, le parece
divertido y servicial, y “un maravilloso entrenador intelectual”. Es el
compañero, el hermano mayor, el interlocutor de esta joven brillante. A
Sartre le gustan las amistades femeninas. “A partir de ahora la tomo
entre mis manos”, le dice. Durante los quince días que duran los
exámenes orales sólo se separan para dormir. “Sartre nunca deja de
pensar, pero aborrece la penatería. Su espíritu está siempre alerta.
Ignora las torpezas, las huidas, los regates, las treguas, las
prudencias, el respeto”. Beauvoir le dedica unas hermosas páginas en sus
Memorias de una joven formal, lo describe fenomenológicamente: “Frente a
un objeto, en vez de escamotearlo en provecho de un mito, de una
palabra, de una impresión, de una idea preconcebida, lo miraba; no lo
abandonaba antes de haber comprendido sus circunstancias sus múltiples
sentidos”. Hablan de todo, particularmente del tema que más le interesa a
Beauvoir, ella misma. Sartre trata de situarla en su propio sistema, la
comprende a la luz de sus valores. Todo ello con “una pasión tranquila y
furiosa que lo arroja hacia los libros que escribirá”. Si se compara
con él, “¡qué tibieza en mis fiebres! Yo me había creído excepcional
porque no concebía vivir sin escribir: él sólo vivía para escribir”. Su
nuevo amigo tiene también su lado romántico. No será una rata de
biblioteca, sueña con viajar, entablar amistad con los estibadores de
Constantinopla, emborracharse con rufianes de los bajos fondos. “Ni los
parias de la India, ni los popes del monte Atlas, ni los pescadores de
Terranova tendrían secretos para él. No echaría raíces en ninguna parte,
ninguna posesión le resultaría embarazosa”. Quiere testimoniar acerca
de todo y todas esas experiencias debería plasmarse en sus libros.
Beauvoir comparte esa fascinación, “al menos en teoría, por los grandes
desórdenes, las vidas peligrosas, los hombres perdidos, los excesos del
alcohol, la droga y la pasión”, pero no con su intensidad. Sartre
sostiene que, cuando uno tiene algo que decir, todo despilfarro es
criminal. La obra literaria, la obra de arte, es a sus ojos un fin
absoluto. En esa época Sartre es más anarquista que revolucionario. Le
parece detestable la sociedad burguesa, pero le viene bien para
posicionarse frente a ella. Hace posible una “estética de la oposición”.
La joven formal proyecta sobre su nuevo amigo cierto halo profético:
“Él no se decía nunca, como yo a veces había hecho, que era “alguién”,
que tenía “valor”; pero estimaba que importantes verdades, acaso hasta
la Verdad, se le había revelado y que su misión era imponerlas al
mundo”. Tampoco se hacía ilusiones con las pretensiones de la filosofía.
Le gusta tanto Stendhal como Spinoza y se niega a separar la filosofía
de la literatura. A sus ojos la contingencia no es una noción abstracta
del mundo, sino su dimensión real.
Sartre
es ese doble en el que Beauvoir encuentra, “llevadas a la
incandescencia”, todas sus manías. Con él puede compartirlo todo. Cuando
se separan a principios de agosto, ella sabe que “nunca más saldría de
mi vida”. Han quedado sentadas las bases de su futura relación: viajes,
poligamia y transparencia. Se lo contarán todo. Dividen los amores en
“necesarios” y “contingentes” y establecen un contrato renovable cada
dos años. Para Beauvoir, Sartre será su relación afectiva privilegiada,
sin que ello le impida tener otras. El Castor es la primera lectora de
sus textos, la primera en comentarlos, corregirlos, editarlos. Es una
interlocutora crítica, audaz e infatigable. Lee, relee, aconseja,
secunda. Discípula convencida y feminista independiente. Será
indispensable para el trabajo de Sartre, tanto en la rue Bonaparte como
en Les Temps Modernes y encabezará la “familia” sartreana, compuesta de
colegas, antiguos alumnos, incondicionales y amigos íntimos.
Berlín
La
atracción por la fenomenología tiene que ver con algo que le enseñó su
abuelo. No basta con tener ojos, hay que saber utilizarlos. Cuando Maupassant era
pequeño, Flaubert lo instalaba delante de un árbol y le daba dos horas
para que lo describiera. “Entonces fue cuando aprendí a ver. Era un
juego fúnebre y decepcionante: había que plantarse ante un sillón de
terciopelo e inspeccionarlo”. Descubre, como en una meditación soleada,
que es posible pintar objetos con palabras. Y más aún, hacer del color,
sonido, y del sonido, evocación, imagen mental en quien escucha, y de
ahí, significado. Le gusta la idea de Heidegger de que el Dasein está
metido en el mundo hasta las cejas. Es un error considerar que las cosas
están simplemente “a la vista”, también están “a la mano”, y su cuidado
es esencial.
Sartre
solicita una beca en Berlín en 1933. Quiere saber más de la
fenomenología, la nueva ciencia que desafía lo consabido. Pasará ese año
y los siguientes absorto en la lectura de Husserl.
Su fascinación con Husserl se debe a Descartes, ese “héroe que se abre
camino contando sólo con sus propias fuerzas” y sabe hacer tabula rasa
de las creencias más firmes. Un pensador “explosivo” y “revolucionario”,
ontológicamente austero y de rigor extremo. La fenomenología le ayuda a
pensar la ciencia, es el hallazgo de su vida. “Husserl se había
adueñado de mí”, dirá más tarde. Necesité cuatro años para agotarlo.
En
Berlín, apenas repara en el antisemitismo ambiente, en la penuria y el
desempleo, en las quemas de libros y el auge del nazismo. Hitler ya es
el canciller del Tercer Reich. Sartre se abstrae. No quiere caer en esa
entidad impersonal (el ellos: das Man) que roba la libertad de pensar
por uno mismo. Heidegger lo ha advertido: si no pongo atención das Man
se hace cargo de las decisiones importantes. En ese cuidado descansa el
auténtico yo. Y en permanecer abierto a la realidad. Pero a veces, para
hacerlo, uno ha de sumergirse en la lectura, olvidando la llamada
“realidad externa”.
Sartre
regresaría a Francia en 1934 dispuesto a trabajar en su propia versión
de la fenomenología. Sus lecturas de Kierkegaard y Hegel, sus fobias y
obsesiones, las experiencias de la infancia, la relación con Beauvoir y
Merleau-Ponty, entran a formar parte del proyecto. La idea esencial es
la intencionalidad, que puede rastrearse en la experiencia consciente,
pero también en los sueños, las fantasías y las alucinaciones. En enero
de 1935, bajo vigilancia médica, se inyecta mescalina, un alucinógeno
que se extrae del peyote. Un doctor supervisa su viaje mientras él, como
buen fenomenólogo, registra su experiencia en un cuaderno de notas. El
viaje no es propicio. No repetirá. No hay verdes praderas o seres
celestiales, sino serpientes, cuervos, sapos y escarabajos que lo
asedian y que, durante meses, acecharán su vigilia y sus sueños. Teme
perder la cabeza. Los árboles vienen en su ayuda, son buenos asideros.
Hasta en lo más familiar hay algo desconocido. Considerar larga y
atentamente un árbol, descartando nociones de segunda mano (lo que nos
han dicho que es un árbol), puede revelar muchas cosas. El vínculo entre
descripción y liberación fascinó a Sartre. La gente común opina, el
fenomenólogo describe. Siempre es más difícil lo segundo. La
fenomenología es un arte descriptivo. Describir con exactitud y sin
ostentación fue una de las obsesiones de Flaubert, probablemente el
maestro más grande en el arte de la descripción. Quien sabe describir
puede ejercer algún dominio sobre lo que aparece. Mostrar, no explicar.
Sartre exploró el vínculo secreto entre escritura y libertad. La
fenomenología desemboca en hermenéutica lírica en Heidegger y en novela
filosófica en Sartre. La pregunta transforma al quien la formula, había
dicho Heidegger, lo mismo podía decirse del empeño por describir. Poco
después, Sartre acepta un puesto como profesor de instituto en Le Havre.
En el aula se discute la lucha de clases, las jerarquías artificiales,
el racismo y el colonialismo. Se habla de la locura y las cadenas del
matrimonio, el gran engendro burgués.
La trascendencia del ego
El
primer intento de una fenomenología sartreana aparece en La
trascendencia del ego (1936), una obra que nos interesa especialmente
por acercarse a algunos planteamientos del sāṃkhya. Una hipótesis de
trabajo, la del sāṃkhya, que siempre nos ha parecido tan fecunda como
las de Aristóteles o Platón. Sartre dice que la conciencia no está ni
formal ni materialmente en el ego. También afirma que el ego no es algo
interior, sino que está en el mundo, que es un “ser del mundo”, como el
ego del otro. De ahí que sea injusto acusar a la fenomenología de
idealismo encubierto. El ego es un remolino en la mente del mundo. Y la
conciencia es otra cosa (un no lugar). “Desde esta perspectiva, mis
sentimientos y mis estados, mi ego mismo, dejan de ser propiedad
exclusiva mía”. Se desmonta así la distinción habitual entre la
subjetividad de los estados psíquicos y la objetividad de la cosa
espacio-temporal. La fenomenología enseña que esos estados son objetos,
un sentimiento particular como el amor o el odio es un objeto
trascendente y no se limita a la interioridad de una mente. Una mente no
podría concebir otra mente que no fuera ella misma si no estuviera en
el mismo elemento mental. Y añade: “El ego no es propietario de la
conciencia, es objeto suyo”, una frase que suscribiría el sāṃkhya. Para
la filosofía india, lo que llamamos ego son tres factores: inteligencia,
sentido del yo y mente. Todos ellos cualitativos. La conciencia no está
en ellos, aunque ellos pueden “captar” la conciencia, y traerla a este
mundo desde su trascendencia. Pero sólo aparentemente, pues ella no se
implica y tampoco se contamina por las cualidades, luminosas u oscuras,
del ego que está en el mundo, que es mundo.
Sartre
añade: la espontaneidad de la conciencia no puede emanar del yo. “Va
hacia el yo, se une a él, lo deja vislumbrar bajo su límpido espesor. Es
decir, la conciencia es una espontaneidad individualizada e impersonal.
La mente, cada mente egoica, la hace suya, aunque no la posea y no le
pertenezca. La conciencia no es algo que sale del yo, sino algo de lo
que se apropia el yo. Por supuesto, Sartre nunca dirá que la conciencia
es un no lugar (pero la identifica con lo vacío) y su intuición
fenomenológica parece sugerirlo. Formula su tesis sin rodeos: “la
conciencia trascendental es una espontaneidad impersonal. Se determina a
la existencia a cada instante, sin que quepa concebir nada antes de
ella. Así, cada instante de nuestra vida consciente nos revela y una
creación ex nihilo.”
Esa
es la magia de la creación continua. Hay algo angustioso (y agotador)
en esa incansable creación de existencia cuyos creadores no somos
nosotros. En este nivel, “el hombre tiene la impresión de escapar sin
tregua de sí mismo, de sobrepasarse, de sorprenderse ante una riqueza
siempre inesperada”. Reaparece el viejo tema del asombro, la perplejidad
ante la creación espontánea. Además, “el yo no tiene poder alguno sobre
esa espontaneidad, porque la voluntad es un objeto que se constituye
para y por esa espontaneidad”. Aquí está el meollo del asunto. La
voluntad como modo de “complacer” o “recrear” a la conciencia. El mundo
del deseo y las inclinaciones, el mundo del yo, como representación
escenificada para la conciencia. La voluntad se dirige hacia las cosas,
pero no se vuelve hacia la conciencia (el olvido del ser, para
Heidegger). Por eso no podemos “querer” un estado de conciencia: quiero
dormirme, quiero no pensar en eso… Hay una tensión no resuelta entre
voluntad y conciencia. No asumir esa espontaneidad de la conciencia es
el origen de muchas neurosis y depresiones. “La conciencia se asusta de
su propia espontaneidad porque la siente más allá de la voluntad”.
Sartre
afina su intuición. “Quizá el papel esencial del ego sea ocultar a la
conciencia su propia espontaneidad”. Toda actividad emana de una
pasividad a la que trasciende. “Todo sucede como si la conciencia
constituyera al ego como una falsa representación de sí misma”. Esta
última frase podría haberla escrito un filósofo del sāṃkhya. El error
que nos hace sufrir es confundir la propia mente (el ego), que es un
asunto natural, con la conciencia, que es un asunto trascendental,
independiente del mundo natural. Nos parece que está dentro del mundo
natural, pero es un espejismo. Aunque tampoco está fuera, pues las
categorías espaciales no le conciernen, de ahí que hablemos de “no
lugar”. Y parece como si la conciencia se “hipnotizara” con este ego.
La
distancia entre conciencia y mente puede asociarse con la epojé
fenomenológica. “Basta un simple acto de meditación para que la
espontaneidad consciente se desprenda bruscamente del yo y se dé como
independiente. La epojé ya no es un método intelectual, un asunto de
eruditos, es una meditación (angustia) que se nos impone y que no
podemos evitar”. Y parece hablar del despertar súbito cuando añade: “Es
un acontecimiento puro de origen trascendental y un accidente siempre
posible en nuestra vida cotidiana”. Entonces, “mi yo no es más cierto
para la conciencia que el yo de los demás, es tan sólo más íntimo”. El
solipsismo que Husserl no logró evitar queda superado. Nada hay aquí de
idealismo, “hace siglos que no se veía una corriente tan realista”. El
yo es un existente rigurosamente contemporáneo del mundo y cuyas
características son las del mundo. “El mundo no ha creado el yo, el yo
no ha creado el mundo”. Sólo le falta decir que de la atracción de esa
conciencia espontánea y original y el mundo natural surgió el universo
que conocemos. No lo dice, pero dice algo muy parecido: “Esa conciencia
absoluta, cuando se purifica del yo, ya no tiene nada de sujeto, y
tampoco es una colección de representaciones; es, sencillamente, una
condición original y una fuente absoluta de existencia”.
El magnetismo de la traición
“A
menudo he pensado contra mí mismo”. Traicionar el propio pensamiento es
un modo de mantenerlo activo. “Escribir fue durante mucho tiempo pedir a
la Muerte, a la Religión, con una máscara, que arrancase mi vida del
azar. Fui a la Iglesia. Era militante y quise salvarme con las obras;
místico, intenté revelar el silencio del ser con un ruido encontrado de
palabras y, sobre todo, confundí las cosas con sus nombres.” Sartre se
pregunta por qué sigue escribiendo. Y responde con otra pregunta, “¿qué
otra cosa podría hacer?” Rechaza el Premio Nobel (no quiere comprometer
su independencia), como antes ha declinado otras distinciones
institucionales (la Legión de honor o la cátedra del Collège de France).
“El escritor debe negarse a transformarse en institución, incluso si
ello tiene lugar bajo las formas más honorables”. Una actitud que le
protege contra las seducciones de la élite, contra “los fastos
siniestros de la notoriedad”, y que, paradójicamente, lo hace más
famoso.
Sartre
es el paradigma del filósofo comprometido. Y, sin embargo, su vida,
como reconoce él mismo, se encuentra marcada por la traición. En toda
traición hay una suerte de liberación, de desprendimiento de viejas
ataduras. Siempre he sospechado que la traición es la hermana oscura de
la revelación (luminosa, esclarecida). Los grandes profetas se erigen
sobre la traición a un orden establecido. Sartre es ducho en quebrantar
fidelidades. Sabe que toda lealtad es pasajera y que el filósofo debe
acompañar el movimiento del mundo. Libertad es desprendimiento,
traición. Traiciona su herencia burguesa, traiciona la literatura
(entretenimiento banal frente al compromiso político), traiciona las
instituciones que lo forman y las que lo celebran. Traiciona a su
antiguo compañero Raymond Aron,
que fue quien le descubrió la fenomenología. Aron es el paradigma de
profesor universitario. “Un señor que elaboró una tesis y la repite toda
su vida. Alguien que posee un poder al que está ferozmente apegado. El
poder de imponer a los demás sus propias ideas sin que los que le
escuchan tengan derecho a discutirlas”. Traiciona finalmente al Castor y
al círculo de Les Temps Modernes, con su idilio crepuscular con Benny Lévy.
Sartre
tiene algo de Rousseau. “Me volví traidor y nunca he dejado de serlo”.
Por mucho que uno se entregue a lo que hace, sabe que en cualquier
momento podrá renegar de su empresa. Una parte se queda dentro,
comprometida, otra llama desde fuera. Sonríe, o ríe a carcajadas de ese
afán. Es constante en sus afectos y su conducta, pero infiel en sus
emociones. “Hubo un tiempo en el que me parecía más hermoso el último
cuadro, monumento o paisaje que hubiera visto”. Aprecia la fidelidad que
ciertas personas tienen por sus gustos y aspiraciones, su voluntad de
seguir siendo los mismos, pero no la comparte. “He conocido hombres que
se acostaron ya tarde con la mujer envejecida que desearon en su
juventud”. A Sartre no le duran esas fidelidades, tampoco los rencores.
Está muy dotado para la autocrítica, siempre y cuando no intenten
imponérsela. “Era dogmático y dudaba de todo, excepto de ser el elegido
de la duda: restablecía con una mano lo que destruía con la otra”. Ya
viejo, dirá: “Solo pienso en huir de mí”.
En
1953 publica Las palabras, probablemente su mejor obra. Un texto
enmendado, recortado, rumiado, corregido hasta la saciedad con la
paciencia de un artesano. Allí dice: “Nada era superior ni más hermoso
que el hecho de escribir”. Escribir es crear obras que deben perdurar y
la vida del escritor debe entenderse a partir de su escritura.
Posteriormente comprende que ese es un punto de vista absolutamente
burgués, que ha caído en el síndrome Flaubert, que hay muchas otras
cosas además de escribir y que la literatura puede ocupar perfectamente
un lugar secundario. Nunca romperá su compromiso con la escritura, y
seguirá ejerciéndola incluso ciego, aunque sin esa voluntad de estilo.
Sus textos se ponen al servicio de los oprimidos. Trabaja con un horario
estricto, de austeridad monástica. Sesión matinal y vespertina en la
rue Bonaparte, interrumpida solo por citas concertadas por su secretario
y una comida de dos horas, reloj en mano, con su círculo más próximo.
Acumula páginas y páginas. Pero entonces son sus ojos los que le
traicionan y tiene que dejar la escritura. Benny Lévy, líder de los
maoístas de París de origen egipcio, que acabará convirtiéndose al
judaísmo y la cábala, viene al rescate. Le propone una escritura oral, a
base de conversaciones, hábilmente dirigidas por el joven secretario.
La guerra
En
1940, Alemania ataca a Francia. Sartre es movilizado. Soldado de
segunda clase, sirve en el cuerpo de meteorólogos, como apoyo a una
división de artillería. Mide con un globo sonda la intensidad y
dirección del viento. La espera es interminable y absurda. Se aburren,
juegan a los naipes, leen. Cada día escribe tres o cuatro cartas al
Castor y a otras mujeres. Simone de Beauvoir lo visita. Trae un
cargamento de cuadernos, tinta y libros. En mayo el enemigo se acerca, a
las pocas semanas su destacamento cae prisionero. Los alemanes han
llegado a París. La guerra está perdida. Permanece cautivo ochos meses,
junto con otros 14.000 soldados. Este primer encuentro con la historia y
con lo social marca su trayectoria. El campo está en lo alto de una
colina. Se alojan en barracones de madera de tres pisos, con cuarenta
soldados por unidad. Prolifera el trueque y el tejemaneje. Se permiten
la música y el teatro. Sartre, apóstol de la libertad, encuentra un
encanto oculto en su vida de prisionero, a pesar de los trabajos
forzados, las privaciones, los piojos y el invierno glacial. “Puedo
decir que me sentía feliz allí”. El confinamiento dilata su mente. El
hijo único queda hechizado por el “sentimiento de formar parte de una
masa”. Consigue un enchufe en la enfermería, trapichea con cigarrillos y
terrones de azúcar. Hace el payaso, no le importa ser el bufón del
barracón. Entre las alambradas despierta su vocación teatral. Escribe un
Misterio de Navidad, distribuye los papeles, consigue telas para los
trajes y dirige los ensayos. Se trata de las aventuras de Bariona, hijo
del trueno, en la época en que los romanos someten a Judea. Tras la
representación corre a cantar en la misa del gallo, con el coro del
campo.
Le
complace el ambiente de compañerismo y solidaridad que se respira en el
campo, tan alejado de la vida burguesa. No disponen de mucho espacio,
por lo que puede sentir mientras duerme el brazo o la pierna de un
compañero. No le disgusta. El otro es parte de uno mismo y hasta ahora
no había descubierto la proximidad física. Empieza a escribir un tratado
metafísico, que con el tiempo se convertirá en El ser y la nada. Un
impulso suscitado por la lectura de Ser y tiempo, obra de otro filósofo
de una nación derrotada. Traba amistad con un abad. Por las mañanas leen
juntos a Heidegger durante dos horas, cerca de la estufa. Fraterniza
con los curas, discuten sobre la fe. “¿Tiene usted la fe como yo tengo
esta pipa?”.
La
evasión tiene poco de épica. Lo llevaron al campo en un vagón de
ganado, saldrá gracias a una falsificación. Le duelen los ojos y logra
un pase médico para visitar a un oftalmólogo. Le dejan salir y ya no
regresa. La exotropía le ha salvado dos veces. Primero eximiéndolo del
combate en primera línea, después como coartada para escapar del campo.
Sale del Stalag XII D en marzo de 1941. Diez días después está en París,
epicentro de la Francia ocupada. Trabaja en el café del viejo Boubal,
el Flore, detrás de unas cortinas gruesas, al albur de una estufa de
carbón. Será el templo de los intelectuales en el margen izquierdo del
Sena. Sartre y el Castor tienen una mesa asignada, el café es
frecuentado por los existencialistas, los soldados alemanes no
frecuentan. “Durante cuatro años, los caminos del Flore fueron para mí
los caminos de la libertad”.
Se
impone el imperativo de actuar. Forma con unos amigos un grupo de la
resistencia: “Socialismo y libertad”, alternativa a los de gaullistas y
comunistas. Carecen de experiencia y son poco eficaces. Pegan carteles,
redactan panfletos y octavillas que incitan al sabotaje. Intentan con
poco éxito la adhesión de Gide y Malraux. El grupo acaba deshaciéndose
por falta de apoyo y objetivos. Nunca contaron con apoyo exterior ni con
una organización consolidada. Poco después del desembarco en Normandía,
Gallimard se ofrece a financiar una revista que proporcione una
ideología para la posguerra. Nace Les Temps Modernes. Sartre está
decidido a dirigir la revista en equipo. Camus, Merleau-Ponty, Aron,
Paulhan y Beauvoir formarán parte del proyecto. El país está agotado por
la guerra. Sólo Sartre parece no estar cansado. La revista no hace
aminorar su producción literaria. Desde que llegó a París, dos novelas,
un ensayo filosófico, dos obras de teatro, cinco guiones, quince
artículos y ocho reportajes, sin contar la correspondencia, las notas y
los cuadernos.
Heidegger na Floresta Negra |
El ser y la nada
En
la Francia ocupada bajo el dominio nazi ha encontrado su gran tema: la
libertad. El ser y la nada, un tomo de 700 páginas se publica esquivando
la censura. El libro pesa un kilo y resulta muy útil para pesar frutas y
verduras en una balanza. El título es un guiño a la obra de Heidegger,
por sus páginas desfilan, además el mago de Messkirch, Husserl, Hegel y
Kierkegaard, junto con numerosas anécdotas y situaciones de la vida
cotidiana. Se trata, como la obra que imita, de un texto inacabado. Crea
la expectativa de una segunda parte que nunca verá la luz. Mientras
Heidegger se propone mostrar que el sentido del Ser es el Tiempo, Sartre
busca un fundamento para la ética existencialista. Ninguno de los dos
logra su propósito. El análisis sartreano de la libertad se basa en una
idea sencilla. Tenemos miedo a la libertad. Sin embargo, no podemos
escapar de la libertad, pues ella nos constituye, somos libertad.
Cualquier otra visión es una distorsión de la condición humana.
Heidegger distingue lo óntico de lo ontológico, Sartre el “en sí” (las
cosas) del “para sí” (la libertad). Ambos versionan, cada uno a su modo,
la partición cartesiana del mundo en pensamiento y extensión. Para
Sartre las cosas no tienen que tomar decisiones, simplemente tienen que
ser ellas mismas. El “para sí” se distingue del “en sí” en que no es un
ser en absoluto, sino un vacío en el mundo, una entidad sin contenido
que, sin embargo, participa del mundo y toma decisiones. Una ausencia
que está de algún modo presente en nuestras expectativas. Como cuando
esperamos encontrar a un amigo en un café o esperamos llevar la cartera
en el bolsillo. Esa expectativa hace aflorar la ausencia, la nada. Una
nueva versión de la intencionalidad, factor esencial de la fenomenología
de la conciencia. El “para sí” no es nada, por eso es libre. Sartre,
retorciendo la máxima cartesiana, llega a afirmar: “No soy nada, luego
soy libre”.
Hay
algo muy liberal en todo esto. No somos sino lo que decidimos ser. Esa
libertad radical puede producir cierta angustia y ansiedad. El
existencialista nos dice: el hombre es angustia. Y los que no están
angustiados es porque enmascaran su propia angustia. Hay que asumirlo,
hay un vértigo e inquietud constante sobre uno mismo. Pero. Negar la
libertad, considerar que estamos condicionados por circunstancias
externas, es actuar de “mala fe”. Esto no es en absoluto excepcional, la
mayoría de nosotros actúa de mala fe la mayor parte del tiempo, como si
estuviéramos sometidos a la responsabilidad y las circunstancias. No
sólo tenemos miedo a la libertad, sino que tendemos a demonizar y culpar
a los demás. Cada vez que nos vemos a nosotros como seres pasivos,
víctimas de las circunstancias, actuamos de mala fe.
Previamente
Sartre ha discutido el origen de la Nada. Coincide con Heidegger en que
la nada no es un efecto del lenguaje, de nuestras proposiciones
negativas, sino algo mucho más consustancial a nuestra condición. La
nada hace aparecer la idea de la “destrucción”, que es un asunto
puramente humano. Un terremoto, un volcán o una tempestad no destruyen,
simplemente modifican las masas. “Después de la tormenta no hay menos
que antes, hay otra cosa”. El ser humano es frágil y porta en sí la
posibilidad de no ser. “Es el hombre mismo el que destruye sus ciudades
por intermediación de los sismos y destruye sus barcos por
intermediación de ciclones”. Y, de modo muy heideggeriano, añade: “La
condición necesaria para que sea posible decir no, es que el no-ser sea
una presencia perpetua, en nosotros y fuera de nosotros: es que la nada
infeste el ser”.
La
cuestión es cómo esa nada se relaciona con la libertad. Es claro que la
nada es la condición primera de la conducta inquisitiva y, en general,
de toda indagación. Tras descartar la interpretación hegeliana de
considerar complementarios al ser y al no-ser (como sombra y luz) y
recatar la idea de Spinoza de la preeminencia lógica del ser ante la
nada (la nada toma su eficacia del Ser, por eso lo infesta), la nada
sólo puede tener una existencia prestada: “toma su ser del ser”, “no se
encuentra sino dentro de los límites del ser”. La desaparición completa
del ser no supondría el advenimiento del reino del no-ser sino al
contrario, supondría el desvanecimiento total de la nada. “No hay no ser
sino en la superficie del ser”. Tras rescatar, como dijimos, estas
ideas de Spinoza, Sartre se adentra en el análisis de la concepción
fenomenológica de la nada (que atribuye a Heidegger). Si puede darse una
nada, es en el meollo mismo del ser, como un gusano. “El hombre es el
ser por el cual la nada adviene al mundo”.
La
realidad humana segrega la nada. Y la nada es como una invención libre.
Y se dice, respecto a la libertad, lo mismo que dice Heidegger respecto
al lenguaje. La libertad no es una facultad del alma, que pueda
encararse o describirse aisladamente. No es una propiedad que
pertenezca, entre otras, a lo humano. No hay diferencia entre el ser del
hombre y el ser-libre. La libertad humana precede a la esencia del
hombre y la hace posible. Y, de un modo muy fenomenológico, afirma: “La
esencia del hombre está en suspenso en su libertad”. En el ejercicio de
la libertad, el pasado queda en suspenso (entre paréntesis), como en la
epojé fenomenológica. Esa es la magia de la libertad. “La libertad es el
ser humano en cuanto pone su pasado fuera de juego, segregando su
propia nada”.
La mala fe
Hay
gentes instaladas en el No. Guardianes, carceleros y vigilantes viven
en la negación perpetua. Como un No capta el esclavo a su amo, el
prisionero a su guardián. Hay seres débiles, flojos y cobardes, que se
engañan a sí mismos, que se enmascaran la verdad, que atribuyen su
miseria a un determinismo orgánico o social. “Lo que la gente quiere es
que se nazca cobarde o héroe”. Es falso. El existencialismo sostiene que
el cobarde se hace cobarde, el héroe se hace héroe. Hay siempre una
posibilidad para el cobarde de no ser por más tiempo cobarde y para el
héroe de dejar de serlo. De ahí que esta filosofía no sea quietista ni
pesimista. En la mala fe el engañador y el engañado se hacen uno.
Actuamos de mala fe cada vez que nos definimos como creaciones pasivas
de la raza, la clase social, la nación, la familia, los traumas de la
infancia o la influencia del inconsciente. Tales factores constituyen
las circunstancias que hacen posible la libertad. Que se actúe de buena
fe significa no buscar excusas para uno mismo. Cuando nos justificamos
en las circunstancias, obramos de mala fe.
Las
circunstancias hacen posible los movimientos de la libertad, que nunca
se mueve sin coacción. No debemos confundir las circunstancias que nos
permiten ser libres con los factores que suprimen nuestra libertad. Ni
siquiera la violencia, la prisión o la inminencia de la muerte pueden
arrebatarnos la libertad. Por muy difícil que sea nuestra situación,
siempre es posible el ejercicio de la libertad. “Todo hombre que se
refugia detrás de la excusa de sus pasiones, todo hombre que se inventa
un determinismo, obra de mala fe”. No se le puede juzgar moralmente
(pues no hay un código universal), pero se puede decir que obrar de mala
fe es un error, una mentira que oculta su libertad. También es de mala
fe afirmar que hay ciertos valores que existen antes que yo (de nuevo el
cielo platónico). La libertad no tiene otro fin que el quererse a sí
misma. La libertad es el fundamento de todos los valores, cualquiera que
éstos sean. Obrar de buena fe es buscar la libertad. La libertad de los
otros depende de la propia. La libertad hay que tomársela y, al
hacerlo, se hace más libre no sólo al individuo sino a toda la humanidad
(que, por otro lado, no existe como algo dado, sino que está siempre en
construcción). “A los que oculten su libertad total por espíritu de
seriedad o por excusas deterministas, los llamaré cobardes”.
América
Sartre
viaja con un grupo de ocho periodistas invitado por el gobierno de
Roosevelt. Cansados y escuálidos tras años de guerra, se encuentran con
el nuevo mundo en el Waldorf-Astoria, el hotel más grande conocido,
epicentro de todos los lujos. Suntuosos desayunos, sábanas de Holanda,
smokings, vestidos de gala, bailes y diamantes. Es como estar en un
sueño. En una tienda de la Quinta avenida compra la célebre cazadora que
inmortalizará años después Cartier Bresson en un puente de París.
Aturdidos por la opulencia, disfrutan de la hospitalidad americana.
Reciben masajes en la peluquería del sótano. Sartre se enamora de
Dolores Vanetti, se escapan para asistir a un pase privado de Citizen
Kane. Se siente libre entre las multitudes neoyorquinas. Visitan los
clubes de jazz. “Una música que te reclama, no te mece, que rechaza la
melancolía y se dirige a lo mejor de uno mismo, a lo más libre”. Nueva
Orleans, Filadelfia, San Francisco, Detroit, Nuevo México. Visitan los
estudios de Fox en Hollywood. Pasean en las lanchas que desembarcaron en
Normandía y finalmente son recibidos en la Casa Blanca por el
presidente Roosevelt, “un rostro largo, profundamente humano, duro y
delicado a la vez”. Dedica sus reportajes más vehementes a los problemas
raciales del sur. No tiene ninguna prisa en volver a Francia y se queda
unos días más en Nueva York. “En París es raro ver aparecer un piel
roja”. A la vuelta se entera de que su padrastro ha fallecido. Con
cuarenta años, regresa a vivir con su madre en un piso antiguo de la rue
Bonaparte. Tiene una habitación propia, con cama individual y una
estantería, una pequeña mesa y una ventana que da a Saint Germain des
Prés, la abadía donde está la falsa tumba de Descartes. Juntos
interpretan a Schubert al piano, mientras una criada lava y plancha las
camisas de Poulou. Sigue siendo ese chiquillo seguro de sí, “con una
madre llena de ternura que le dio todo el amor que necesita un niño para
individualizarse y construirse un yo firme”.
La maquinaria Sartre
A
finales de los cuarenta, Sartre publica a ritmo desenfrenado:
filosofía, novela, teatro, periodismo, teoría política. “Se puede ser
fecundo sin trabajar mucho. Tres horas por las mañanas y tres horas por
las tardes. Esa es mi única regla..., incluso en vacaciones”. Toma
somníferos en grandes dosis para asegurarse el sueño, abusa del café y
el whisky, se atiborra de corydrane (aspirina con anfetamina), un
fármaco popular entre estudiantes e intelectuales, que calma los
dolores, suprime la fiebre y estimula la lucidez. En 1971 será declarado
tóxico y prohibida su venta.
A
primera hora de la mañana, tras despertar después de una copiosa cena y
una noche marcada por los somníferos, se toma un café y empieza a
trabajar mientras mastica pastillas de corydrane. Al final del día, el
tubo de veinte pastillas se ha esfumado, quedan en su lugar veinte o
treinta páginas. Química por palabras. Fuma dos paquetes de cigarrillos,
varias pipas de tabaco negro y bebe más de un litro de alcohol diario.
Así escribe su Crítica de la razón dialéctica. Un “oleaje ingente de
palabras enloquecidas e ideas yuxtapuestas”, como dice una de sus
biógrafas (Cohen-Solal). El filósofo hiperlúcido se hunde de vez en
cuando en crisis de ausencia, aunque enseguida recupera su vitalidad y
orgullo.
A
partir del 1947, Sartre apela a una literatura comprometida. No se
calla nunca. Cada vez que algo le indigna se siente en la obligación de
responder. Su escritura empieza a verse cada vez más condicionada por la
circunstancia y por una agenda irrenunciable: la defensa de los
oprimidos. Se mantiene al margen de la burbuja académica. Los filósofos
académicos tienen poco que ofrecer al mundo de la posguerra. En los años
cincuenta, se prodiga de modo alarmante. Teme bajar el pistón. ¡No hay
tiempo! Abandona el cine, el teatro, las novelas, y dedica todo su
tiempo a escribir. El estudioso de Flaubert empieza a publicar sin
revisar lo escrito. “Corregir es burgués”. Llena páginas y más páginas.
La escritura como única misión y justificación de la vida. Le disgusta
dormir. El sueño sólo es la parada necesaria para que su escritura siga a
pleno rendimiento. Barbitúricos, alcohol y tabaco. Le gusta trabajar en
esa neblina. Poco de esa actividad procede de la vanidad o de la
voluntad de erigir una “obra”. Aunque es posible reconocer cierta
ceguera en su defensa de los oprimidos, cierto impulso desesperado. “Si
algo no es cierto a ojos de los desfavorecidos, es que no es cierto”.
Denuncia el racismo, el colonialismo, la pobreza y la exclusión social.
Promociona a otros escritores comprometidos, entre ellos Franz Fanon.
Esa generosidad hay que recordarla cuando se mencionan otros desvaríos,
la condescendencia eventual con maoístas o estalinistas, por ejemplo.
Sabe que, debajo de su interés por la violencia, subyacen impulsos
personales (experiencias de acoso durante la adolescencia en La
Rochelle). En los años de la guerra de Argel, recibe amenazas de muerte
de reservistas del ejército francés. Lo persiguen y se enfrenta a la
prisión por incitar a la desobediencia de los soldados. Alguien pone una
bomba en el apartamento superior al suyo, donde vive junto a su madre.
Por casualidad nadie resultó herido.
Dinero
El
tiempo también es un lujo burgués, se mantiene permanentemente ocupado
(aquí su herencia protestante). Le disgustan las posesiones. Se contenta
con su pipa y su pluma. Regala los libros después de leerlos. Con los
amigos es generoso. Su éxito editorial le brinda un suculento contrato y
hace un uso del dinero personal y único. Lo reparte tan pronto como le
llega, para liberarse de él, como si le quemara en las manos. Lleva
fajos de billetes en los bolsillos y los tira a puñados sobre la mesa
cuando hay que pagar la cuenta. No sólo invita a todos, sino que ofrece
generosas propinas. En un pater familias de un grupo singular
(colaboradores, adolescentes, amigos, amantes). Tiene protegidos con
mensualidad asignada. Obsequia con artículos, charlas o prólogos a quien
se lo pida. Es dispendioso con sus palabras, resulta abrumadora la
cantidad de palabras pronunciadas en cafés y conferencias, o escritas en
periódicos, diarios, cartas, artículos y libros.
Hoy
vivimos en un mundo burgués y tecnocrático. El error burgués consiste
en no entender que somos esencialmente vagabundos, que nunca podemos
poseer nada. Homo Viator. Los ordenadores son malos fenomenólogos, no
saben intoxicarse con las palabras ni reírse de los conceptos. Las ideas
pueden ser interesantes, pero las personas, con sus contradicciones, lo
son mucho más. Sartre vivió valientemente, no en el frente, sino en los
cafés. A socaire de su pluma, que es escudo y lanza. Ha defendido
regímenes execrables y fomentado el culto a la violencia. Nunca ha
acatado la disciplina de ningún partido. “Siempre he sido un
anarquista”. Los que lo amaron admiten que fue bueno, o que al menos
quiso hacer el bien.
La aventura fracasada (de la conciencia)
La
libertad es una necesidad vital, fáctica. El hombre mantiene las cosas
como objetos para que no se le vengan encima. Pone distancia entre él y
las cosas. Pero, además, el hombre mantiene en vilo su propio ser. Un
ser inestable, que no es lo que es, como la piedra, sino que tiene que
mantenerse a flote, angustiosamente, pues lleva en sí la nada de la
conciencia. “La angustia como temple fundamental para hacer metafísica”
(García Bacca). El hombre no es como el astro, que sigue inmutable su
órbita. Sino que es una sustancia radiactiva que carece de esencia. El
existencialismo es esa filosofía que no admite esencias, o mejor, que
las subordina a la existencia. Esa inestabilidad tiene su razón de ser.
La estructura ontológica humana se desdobla en ser “en sí” y ser “para
sí”. Se encuentra sometida a una tensión ineludible y fundamental, la
tensión entre el ser y la nada (entre materia y conciencia). Para
Sartre, estos dos elementos son los más opuesto que pueda existir. En
este sentido, reedita el platonismo (hay otra opción, que no contempla,
que estos dos elementos se sientan atraídos por un magnetismo erótico y
lúdico). E incluso va más allá y acaba subordinando la conciencia a la
materia (en este sentido es moderno). La tendencia del universo es que
la materia engulla y reabsorba la conciencia. La conciencia fracasa en
la aventura del ser y acaba siendo asimilada por la materia.
Una
de las primeras obsesiones de Sartre era que las cosas se volvieran
viscosas, pegajosas. Ciertos objetos que nos adhieren. Lo untuoso que
provoca la náusea y el vómito. La conciencia viene al rescate y pone
distancias. Es una nada que se introduce en las cosas, que las ahueca y
aligera, las nihiliza, como agujeros en un queso. La segunda y tercera
parte de El ser y la nada (1943), desarrollan esta idea, que ya se
adelantó en Lo imaginario (1940). La conciencia, para ser lo que es,
tiene que estar siendo otra cosa (algo que no es ella). Esto supone una
violación del principio de identidad. La conciencia es como una burbuja
en el ser. Para ver tenemos que ver algo que no es la vista, para oír
tenemos que escuchar algo que no es el oído, para pensar tenemos que
pensar algo que no es el pensamiento. Ese ser otra cosa introduce la
inestabilidad en algo que en principio era estable (el “en sí”). De ahí
que para Sartre la conciencia introduzca negaciones, filtrando en las
cosas un conjunto de nadas. Ser consciente de un objeto consiste
precisamente en advertir que no es yo. Esa es la singularidad de la
conciencia, distinguirse del resto de las cosas, tenerlas a distancia.
De ahí que se asocie al silencio, a la oscuridad (o la plena luz) donde
no hay distingos, porque lo que hace la conciencia es introducir la nada
en el ser. Es lo que Sartre denomina acto ontológico. Un acto mediante
el cual el ser se desdobla en ser “en sí” y ser “para sí”. El “en sí” es
lo perfectamente sólido y coherente, de una pieza, sin huecos, una
identidad firme. El “en sí” son las cosas antes de que entre en ellas el
factor nihilizante de la conciencia. De ahí que la conciencia
(introduciendo sus nadas) vaya contra el principio sacrosanto del
pensamiento: el principio de identidad. Sartre plantea una nueva versión
de la intencionalidad de Husserl: la conciencia es un modo de ser
extraño, para ser lo que es, tiene que ser otra cosa.
El existencialismo es un humanismo
El
origen de este texto es una conferencia en el Club Maintenant el 29 de
octubre de 1945. El evento se anuncia en Le Monde, Figaro y Libération.
Una muchedumbre invade la sala. Atropellos, golpes y desmayos. Sartre
acude solo en metro. A su llegada ve de lejos la multitud. Piensa que se
trata de los comunistas que se manifiestan en su contra. Se abre paso a
codazos hasta llegar a la tribuna del orador. Habla sin notas, con las
manos en los bolsillos. Hace un alegato en defensa del existencialismo,
frente a las críticas de católicos y comunistas. La prensa celebra su
valor y sangre fría, el magnetismo de su personalidad. Louis Nagel
publica esta conferencia-manifiesto que conserva hoy toda su fuerza y
que ayuda a consolidar el movimiento. Un libro barato, con una generosa
sangría y en el que cada párrafo lleva un subtítulo para hinchar un
volumen que de otro modo hubiera sido demasiado delgado. En cuarenta
años se venderán centenares de miles de ejemplares. Sus principios son
sencillos. Las ideas hay que vivirlas, comprometerse con ellas. La vida
humana es singular, no se parece a ninguna otra cosa del orden natural
que conozcamos. Es concreta, nunca abstracta. No existe “el hombre”,
existen los hombres, cada uno con sus circunstancias y ángulos sobre lo
real. Todos tienen su biología, su raza, su lugar particular en la
geografía y la historia, pero, por encima de todo, tienen su libertad.
La vida parece a veces encerrada en límites muy estrechos, pero es
trascendente y jubilosa, dramática, si se ejerce la libertad.
Toda
verdad y toda acción implica un medio y una subjetividad humana. Partir
de la subjetividad es inevitable, pues la existencia precede a la
esencia, tanto en sentido secuencial como lógico. Los ilustrados
creyeron en una “naturaleza humana”, que cada persona era un ejemplo
particular de un concepto universal. Sartre declara falso ese supuesto.
Y, dado que su existencialismo es ateo, lo más razonable es prescindir
de todas las esencias. La persona empieza a existir, surge en un mundo, y
después se define. Empieza por no ser nada, sólo será después. No hay
“naturaleza humana” porque no hay dios para concebirla. Nih-svabhava,
dirán los budistas del mahāyāna. El individuo es un ser que, no siendo
nada en concreto, se lanza hacia el porvenir. Es un proyecto. No existe
más que en la medida en que se realiza, “no es sino un conjunto de sus
actos” (parece hablar del karma). No hay otro amor que el que se
construye, no hay otro genio que el que se manifiesta en las obras de
arte. El hombre sabe, consciente o inconscientemente, que su ser
consiste en esa proyección (no en su querer, que es consciente). El
querer es posterior a lo que el hombre ha hecho de sí mismo. “Yo no
puedo querer adherirme a un partido, escribir un libro, casarme, todo
esto no es más que la manifestación de una elección más original, más
espontánea de lo que se llama voluntad”. Si verdaderamente la existencia
precede a la esencia, la persona es responsable de lo que es (de nuevo
el karma). Esto no quiere decir que sea responsable de todas las
personas. Dicha subjetividad no se puede sobrepasar. Cada uno de
nosotros elige ser esto o aquello y, al hacerlo, afirma el valor de lo
que elige, de ahí que no se pueda elegir “mal” (aquí Spinoza). Tampoco
es posible no elegir, rehusar elegir es también una elección. Nuestra
responsabilidad es grande porque compromete al resto del género humano.
Esa elección supone una suerte de legislación, contribuye a crear las
“leyes” del comportamiento humano. Si Dios no existe, no es posible
encontrar los valores en un cielo inteligible, no está escrito en
ninguna parte que el bien exista y que deba de ser cultivado. Sartre se
opone a esa moral laica que quisiera suprimir a Dios con el menor gasto
posible. Todo está permitido. Ese es el punto de partida del
existencialismo ateo. No hay nadie al mando. El hombre queda abandonado a
su suerte, no encuentra ni en sí ni fuera de sí un asidero al que
agarrarse. Ninguna moral general puede indicar lo que hay que hacer. Los
vendedores de mandamientos dirán que hay signos en el mundo, pero la
responsabilidad final de descifrarlos pertenece al hombre. Ese es su
desamparo. Hay que “obrar sin esperanza”, sin apego a los frutos de la
acción, nos dice evocando (quizá sin saberlo) la Bhagavadgītā. Al no
haber “naturaleza humana”, tampoco hay, claro está, determinismo (un
determinismo de la pasión o la fatalidad). La persona es libertad. “El
hombre inventa al hombre y está condenado a ser libre. Condenado porque
no se ha creado a sí mismo y, sin embargo, libre porque una vez arrojado
al mundo es responsable de todo lo que hace.”
A
diferencia de Heidegger, Sartre no teme la interculturalidad radical.
“Todo proyecto, el del chino, el del hindú o el del negro, puede ser
comprendido por un europeo”. Éste puede lanzarse y rehacer en sí esos
caminos exóticos. Hay universalidad en todo proyecto. Todo proyecto es
comprensible para todo hombre (se reconstruye dios). Hay una
“universalidad del hombre”, pero no está dada, se encuentra
perpetuamente en construcción. No le importa contradecirse. “Construyo
lo universal al comprender el proyecto de cualquier otro hombre, sea de
la época (o lugar) que sea”. Para un relacionista (como el que escribe
estas líneas), esta es la idea fundamental del proyecto sartreano. No
hay una solución general a los problemas que plantea la etnografía. Hay
que ir caso a caso. La posibilidad intelectual y afectiva de ponerse en
la piel del otro. Un desplazamiento afín a nuestra condición itinerante,
al Homo Viator. Hay una naturaleza humana, pero es caminera,
desprendida. Una posibilidad que no supo o no quiso ver el Heidegger
campesino, atado al terruño.
Todo
esto parece conducir a cierta anarquía epistemológica, a una falta de
método. O a la asunción de todos los métodos. No hay razones para
preferir un proyecto u otro pues no hay un cielo platónico donde estén
escritas. Eso sí, al elegir, comprometemos a todo el género humano.
Pues, para obtener una verdad sobre mí es necesario que pase por otro.
El otro es indispensable para mi existencia, tanto como el conocimiento
que tengo de mí mismo. El otro es una libertad colocada frente a mí. El
existencialista no toma a la persona como un fin, porque siempre está
por realizarse. Y no cree que haya una humanidad a la que se pueda
rendir culto, a la manera de Compte. Ese culto conduce al humanismo
cerrado de los positivistas, al culto al progreso y a los logros
tecnológicos, que conduce al fascismo.
Huston-Freud
John
Huston encarga a Sartre un guion sobre Freud. Sartre responde con un
texto de 300 páginas, como si una película pudiera durar cinco horas. No
se entienden. Finalmente, el filósofo pide que su nombre no aparezca en
créditos. Lo mejor del desencuentro son las descripciones que hacen uno
del otro. “Sartre era rechoncho, bajito y tan feo como pueda serlo un
ser humano. Un rostro a la vez arrugado e hinchado, con los dientes
amarillos y, por si fuera poco, bizco. Lleva invariablemente un traje
gris y una corbata que no se quita desde primera hora de la mañana hasta
la noche”. “Huston ni siquiera es triste, es vacío, salvo en los
momentos de vanidad infantil en que se pone un esmoquin rojo, o monta a
caballo (no muy bien), o recuenta sus cuadros y dirige a sus obreros.
Imposible retener cinco minutos su atención: no sabe trabajar, evita
razonar. Es el vacío puro, más que la muerte tal vez… Huye del
pensamiento porque entristece”. “Nunca trabajé con nadie tan testarudo y
categórico como Sartre. Mientras hablaba, tomaba notas de lo que él
mismo decía. Imposible mantener una conversación con él. Imposible
interrumpirle. Sin tomar aliento, me agotaba bajo un torrente de
palabras… A veces, agotado por el esfuerzo, tenía que salir de la
habitación. El zumbido de su voz me seguía y, cuando regresaba, él ni
siquiera se había enterado de que había salido”. “Nos reunimos en el
salón de fumar, hablamos todos y de pronto, en plena discusión, Huston
desaparece. Suerte si se lo vuelve a ver antes del almuerzo o la cena”.
América y Europa.
Jacques
Lacan, Cécile Éluard, Pierre Reverdy, Louise Leiris, Zanie Campan,
Pablo Picasso, Valentine Hugo, Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre,
Albert Camus, Michel Leiris, Jean Aubier y Brassaï, fotografiados por
este en 1944. |
El embajador de los pobres
Sartre
se implica en organizaciones políticas como el RDR, en busca de una
democracia intelectual-libertaria, pero el proyecto fracasa y acaba
renunciando a toda actividad política. A partir de entonces se
desvincula de la militancia integrada y se convierte en un simpatizante
que, desde fuera, da su apoyo a los diversos partidos y organizaciones
políticas. En la redacción de Les Temps Modernes se debate la situación
de la URSS. Se denuncian los campos de trabajo y la falta de libertades,
pero se evita caer en un anticomunismo indiscriminado. Albert Camus
denuncia sin paliativos los crímenes del estalinismo, que equipara al
fascismo. Para Sartre hay ciertos atenuantes, hay que hablar de la
opresión en Rusia, pero también en el resto de los países. Una postura
que se agravaría con la guerra de Indochina o la batalla de Argel.
Sartre viaja a la URSS y participa en numerosos congresos del movimiento
por la paz y su rechazo de la política de bloques. En julio de 1954
regresa eufórico de la URSS, publica cinco artículos elogiosos con el
régimen, donde defiende la filosofía soviética y asegura que la libertad
de crítica es completa. Su idilio con la URSS culmina con el
nombramiento de vicepresidente de la asociación franco-soviética. En
1955 se crea un comité de intelectuales contra las intervenciones
coloniales y la prolongación de la guerra de Argelia. Denuncia saqueos y
torturas, la corrupción del ejército francés. Viaja a Pekín, como
invitado de la conmemoración de la República Popular de China. Saluda a
Mao Tsé-tung con aire ceremonioso. “El muro de la soledad se ha roto
—dice a su regreso—, en ninguna parte he visto esa atención por los
demás, en ninguna parte hay una solidaridad semejante… Cada chino que
aprenda a leer enseñará a su vez a otro chino. Esas masas se educan a sí
mismas, profundizan en sus relaciones, aumentan su nivel de producción y
amistad, se emancipan”. Un proyecto de alcance mundial que arrastra en
su estela a los hermanos de Asia y África, explotados e ignorados. El
viaje le sensibiliza para futuros combates contra el colonialismo, el
gaullismo y el imperialismo norteamericano. Años después conocerá a
Fidel Castro y Che Guevara. Sus abrazos y apretones de manos se verán en
todo el mundo. Le conmueve la euforia revolucionaria cubana, que
describe con lirismo. En 1971 romperá oficialmente con el régimen cubano
y empezará a comprometerse con la crítica antiestalinista.
El desenlace (in)esperado
El Sartre crepuscular se rodea de jóvenes. En 1965, adopta a Arlette Elkaïm,
una joven de origen argelino que se convierte en su secretaria y
albacea. Tentado por el psicoanálisis, inicia un registro de sus sueños,
que dicta a Arlette nada más despertar. La mayoría de los sueños giran
en torno a la inmortalidad, a lo inacabado, al reconocimiento. Sueños de
grandeza que contrastan con su supuesta indiferencia ante la fama.
Posteriormente tendrá un último secretario, un joven maoísta de origen
egipcio, Benny Levy.
En
mayo del 68, nueve millones de ciudadanos secundan una huelga general,
más de un millón se manifiestan por las calles de Francia. Estudiantes
muy politizados por las guerras de Argelia y Vietnam. Anarquistas,
anarcosindicalistas, maoístas, marxistas-leninistas se oponen con
violencia al comunismo a la occidental y toman como modelos los
proyectos revolucionarios de Mao, Castro o la revolución permanente de
los trotskistas. Un ataque frontal a los “perros guardianes” de la
burguesía, a la izquierda establecida, a los traidores comunistas y la
putrefacción capitalista. Entretanto, Sartre anda inmerso en la
escritura de su Flaubert, aunque manifiesta su solidaridad con los
movimientos estudiantiles que se están produciendo en todo el mundo.
A
pesar de su edad y problemas de salud, Sartre ha aceptado una alianza
coyuntural con los maoístas. Se compromete en sus causas y, aunque no es
militante, desfila, escribe artículos, secunda iniciativas, entra en
las fábricas. Acepta dirigir su revista para evitar que el gobierno la
cierre. Una asociación que compromete a la “familia” sartreana, que no
comparte el radicalismo extremo ni el activismo violento de los
maoístas. Es la última de sus traiciones, en un intento desesperado de
mantener la marcha del pensamiento. Milita con unos jóvenes que pueden
ser sus nietos. Es posible que esa relación con los maoístas sea más una
necesidad afectiva que ideológica, una necesidad de cercanía y
camaradería que un proyecto político. Pronto se verá.
En
los últimos años, Sartre está enfermo y aturdido. Su capacidad de
trabajo se ve seriamente disminuida. Pasa meses enteros sin escribir
(algo que no ha hecho en su vida). No tiene ánimos para hacerlo y teme
no recuperar ya el viejo entusiasmo. En 1973, pierde la visión de su ojo
bueno y queda prácticamente ciego. “Mi oficio de escritor está acabado.
La ceguera me despoja de mi razón de ser”. Acostumbrado a leer y
escribir en soledad, ahora necesita ayuda, alguien que le lea, alguien a
quien dictar. Su “hija” y su “mujer”, Arlette y el Castor, se turnan
para acompañarlo por las noches. La “familia” decide contratar un nuevo
secretario para que trabaje con él por las mañanas. Benny Levy es un
apátrida de familia judía oriental, que ha tenido que exiliarse de El
Cairo. Sin papeles, contratarlo de secretario y darle un sueldo permite
proteger a este joven maoísta cuyo carácter e inteligencia parece
convenir a todos. Podrá ayudar al maestro a terminar su Flaubert.
Benny
Lévy será la Eve Harrington de Sartre. Su influencia sobre el filósofo
empezará a incomodar al Castor y a Arlette. Apasionado de su identidad
judía, se resiste a adquirir un perfil bajo en su relación con el
maestro. En los últimos días de vida de Sartre se publican sus
conversaciones. En La esperanza ahora aparece un Sartre contrito por sus
antiguas opiniones prosoviéticas y maoístas, por sus opiniones sobre el
antisemitismo y su antigua fascinación por la violencia. Una confesión
en toda regla (la última traición) en la que la fe religiosa se mira con
mayor benevolencia, aunque sigue sin ser creyente y se considera un
soñador en temas políticos.
Ahora
tiene que trabajar en equipo o no hacerlo. Prefiere lo primero y sus
ideas son ideas creadas por dos personas. Simone de Beauvoir consideraba
que Lévy se aprovechaba de la debilidad de Sartre, que le hacía decir
lo que quería oír. Para Aron, las ideas de La esperanza ahora eran tan
razonables que no podían ser de Sartre. Es sensato, pierde su intensidad
y atractivo, o, elogia la no violencia y las relaciones pacíficas.
Muchos coinciden en que quien habla en esas conversaciones no es Sartre.
Irrita también su camaradería. Un joven de menos de treinta años, que
no ha escrito nada, juega a la fraternidad intelectual con uno de los
filósofos del siglo. No obstante, sigue siendo un rebelde, continúa
cambiando de idea hasta el último momento.
Las
conversaciones con Benny Lévy suponen una auténtica “confesión”. Sartre
culmina su obra con el mismo género que encumbró a Rousseau o Agustín
de Hipona. Un último giro (o traición) que indignará a la “familia”
sartreana. Reconoce a su interlocutor que “era preciso que meditáramos
juntos”. Un pensamiento que se forma entre dos. Lévy se ha formado desde
los quince años con los libros de Sartre y los recuerda mejor que el
propio filósofo. En las conversaciones de 1980 se habla de esperanza y
fraternidad, más que de dialéctica y revolución. Entre las confesiones, llama la atención el hecho de que nunca estuvo desesperado y nunca experimentó la angustia,
un estado que Kierkegaard y Heidegger habían considerado indispensable
para el proyecto existencialista. Sartre había dicho que de esa angustia
toma el hombre la conciencia de su libertad, y ahora vemos que no la
sintió. “Eran palabras que me parecía que para otros podían ser una
realidad, por lo que quería tenerlas en cuenta en mi filosofía”. Además,
eran palabras de moda en la filosofía de su tiempo, que prefería hablar
de la desesperación (más filosófica) que de la esperanza (más
parroquial). Sartre sabía que la esperanza no es una mera ilusión
lírica, sino un tema esencial de la filosofía, pero se abstuvo
hábilmente de mencionarla. Que la desesperación es más lúcida que la
esperanza había sido uno de los prejuicios en El ser y la nada. Ahora,
gracias a la influencia “mesiánica” de Lévy, es capaz de reconocerlo.
También trata de escapar de una idea que siempre ha estado presente en
su filosofía: que la vida de un hombre se manifiesta como un fracaso. Un
pesimismo absoluto que ahora se revela afectado, pues la esperanza está
en la naturaleza misma de la acción: “no puedo emprender una acción con
contar con que voy a realizarla”. Sartre reconoce también a Lévy que ha
apoyado incontables causas perdidas sobre cuyos fines se mantuvo
desconfiado. Fue sólo compañero de viaje pues “la idea misma de la
pertenencia a un partido me repugna desde los veinte años”.
Muchas
son las novedades que destilan estas conversaciones: Del humanismo odia
la manera que tiene el hombre de adorarse a sí mismo. Toda conciencia
se construye a sí misma como conciencia de otro. El prójimo está siempre
ahí, aunque no esté presente, aunque sólo sea un recuerdo. “La
radicalidad me ha parecido un elemento esencial de la actitud de
izquierdas… Por otro lado, la radicalidad, lo reconozco, conduce a un
callejón sin salida”. El final no es la toma del poder, como pensaba
Lenin. Ahí es donde empieza todo. Marx se equivocaba. La relación más
profunda entre los hombres no son las relaciones de producción, sino la
fraternidad. “En cierto modo, formamos todos una familia. En cierto
sentido somos hermanos.” Habría que recuperar la verdadera fraternidad.
La revolución es eso, la supresión de la sociedad presente y su
sustitución por una sociedad más justa donde los hombres podrán tener
buenas relaciones unos con otros. En este sentido la revolución puede
emparentarse con el mesianismo judío, que es un tema que fascina a Lévy.
A
los veinte años, su única reacción política era el asco hacia la
colonización. Y le parecía que la única vía para lograr salir de ella
era la violencia. El colonizado es hijo de la violencia, su humanidad
bebe de ella a cada instante. Esa violencia, a del colonizado ante el
colono, podría llamarse justa. Fanon era profundamente violento. Los
muertos, un mal necesario. Siempre es más fácil vivir con una misión.
Reconoce haber tenido una vida no siempre feliz, pero marcada por
debates y causas que defender. El mundo de hoy es feo y malo, pero
todavía es capaz de sentir la esperanza respecto al porvenir. Sartre
muere poco tiempo después de haber mantenido estas conversaciones.
En
marzo de 1980 sufre un colapso y es ingresado. Los periodistas tratan
de colarse en su habitación disfrazados de enfermeros. Muere a los pocos
días. El Castor anota: “Su muerte nos separa. Mi muerte no nos volverá a
reunir. Así son las cosas. Es espléndido que hayamos podido vivir en
armonía tanto tiempo”. Lo entierran en el cementerio de Montparnasse, no
muy lejos de Baudelaire. Ha ocupado el siglo, como hicieron Voltaire y
Hugo. Más de cincuenta mil personas salen a la calle para dar el último
adiós al filósofo. El féretro recorre las calles de París, los lugares
donde transcurrió su vida. Al pasar por el restaurante La Coupole,
algunos camareros se inclinan ante el cortejo fúnebre. El escritor,
reacio a los honores, recibe el último adiós de los parisinos. Millones
de telegramas, discursos y artículos de prensa, pero ninguna oda,
ninguna elegía como las que él había escrito de sus amigos
desaparecidos. Nadie se atrevió a tomar la palabra.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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