Andreu Jaume comenta, para a Crônica Global, a biografia da pensadora Hannah Arendt escrita por Laure Adler:
“Me
siento como un animal al que se le han cerrado todos los accesos; ya no
puedo entregarme porque nadie me quiere tal como soy, todos saben más
que yo”. Esta frase que Hannah Arendt le escribe en 1965 a Karl Jaspers
sirve como epígrafe de la biografía que sobre la pensadora alemana
publicó Laure Adler en el año 2005 y que ahora se acaba de traducir al
español: Hannah Arendt. Una biografía (Barcelona, Ariel, 2019). El
trabajo de Adler es ágil, bien documentado y complementario a la
biografía pionera que Elisabeth Young-Bruehl, discípula de Arendt,
publicó en 1982. Los dos libros conforman un retrato detallado y
poliédrico de una figura que no ha dejado de ganar popularidad en las
últimas décadas, a veces a costa de la complejidad de su pensamiento,
siempre envuelto en polémicas, malentendidos y difamaciones.
El
epígrafe que Laure Adler eligió para su biografía resume el proceso de
extrañamiento intelectual que Hannah Arendt vivió a lo largo de toda su
vida y que acabó en un exilio absoluto en medio de las diversas
corrientes políticas, religiosas y filosóficas que le rodeaban y que no
dejaron de exigirle adhesión. Su creciente soledad fue el precio que
tuvo que pagar por “denken ohne Geländer”, “pensar sin barandillas”, que
acabó siendo uno de sus lemas. Nacida en Hannover y criada en
Königsberg, la ciudad de Kant, su familia era judía pero no practicante.
Como
su amigo Walter Benjamin, Arendt era judía y alemana de una forma que
ya no sería posible después de la Shoah. La persecución nazi le obligó a
tomar verdadera conciencia de su condición racial y le despertó un
interés por la política que nunca antes había tenido. “Si te atacan como
judío, debes defenderte como tal”, dijo en varias ocasiones. Entre 1933
y 1941, Arendt quedó despojada de sus derechos de ciudadanía y se
convirtió en una paria, una experiencia que sería luego determinante
para el curso de su pensamiento. Exiliada en París, trabajó para
diversas organizaciones sionistas, viajó a Palestina y se casó con
Heinrich Blücher, su segundo marido, con quien en 1941 lograría huir a
Nueva York vía Lisboa.
En
una extraordinaria entrevista que Günter Gaus le hizo en 1964, Hannah
Arendt explicó con mucha lucidez su itinerario intelectual. Arendt había
estudiado filosofía, teología y griego antiguo en Heidelberg y
Marburgo, primero con Heidegger, de quien fue amante, y luego con Karl
Jaspers. Por esa razón, Gaus la incluye en el “círculo de los
filósofos”, a lo que ella se niega categóricamente, diciendo que su
trabajo se inscribe más adecuadamente en la teoría política. Cuando Gaus
le pide que abunde en ello, Arendt comenta varias cosas. Por una parte,
dice, la connivencia de algunos amigos, todos intelectuales, con el
nazismo –y aquí está pensando en Heidegger, sobre todo, aunque no le
cite– le produjo una instintiva suspicacia hacia esa forma de pensar que
elaboraba grandes conceptos por encima de los problemas de la gente.
Nunca había olvidado que muchos de los que se opusieron claramente a
Hitler no habían sido intelectuales.
En
1933, Arendt salió de Alemania asqueada y decidida a no volver a tener
ninguna relación con el mundo de la filosofía. Por otra parte –y se
trata de una cuestión medular para entender su obra–, Arendt sostenía
que desde Platón y con muy pocas excepciones –Kant entre ellas– la
filosofía había desarrollado una hostilidad hacia la política que ella
quería superar, tratando la cosa pública con ojos “no enturbiados por la
filosofía”.
Como
ella misma explicaría con más detalle en Sócrates, uno de sus mejores
ensayos, la incapacidad del filósofo para persuadir a la pólis durante
su proceso y evitar su condena desencadenó en Platón una ofensiva contra
la democracia que nunca había perdido vigencia, relegando a la política
a un estado de decadencia irreversible. Junto al asombro (thaumadzein)
del filósofo frente al universo y el ser, Arendt reclamaba un
reconocimiento del milagro (thauma) de la pluralidad del hombre –del
hecho simple e incontrovertible de que no estamos solos en la Tierra–,
requisito indispensable para que la expresión filosofía política fuera
al fin plausible.
En
realidad, buena parte de la obra de Arendt es un diálogo tácito, tenso y
desesperado con Heidegger, por quien sintió una mezcla de devoción y
repulsa que ella misma nunca acertó a explicarse en términos racionales.
Justo antes de la última visita que en 1975 le hizo a su maestro en
Friburgo, una sobrina israelí le preguntó a Arendt si todavía era
necesario visitar a aquel anciano, a lo que ella contestó: “jovencita,
hay cosas que son más fuertes que el hombre”. Por amor, Arendt
contribuyó a la rehabilitación de Heidegger en la posguerra y minimizó
(en público, al menos) las ruindades que aquel había cometido durante y
después de su mandato como rector de la universidad de Friburgo.
Aunque
su gran referente moral fue siempre Karl Jaspers –que se opuso al
nazismo con vehemencia, siendo apartado de la universidad y salvándose
en el último minuto de ser deportado con su mujer, que era judía–,
Heidegger fue la sombra que alimentó su indagación en torno a la vita
activa –el bíos politikós griego– frente a la vita contemplativa o bíos
theoretikós. De esa tensión nace toda su obra.
En
Estados Unidos, con sus derechos de ciudadanía renovados, Hannah Arendt
se reinventó con una velocidad inaudita, aprendiendo inglés con casi
cuarenta años, sacando adelante a su familia –a su madre y a su marido– y
sumergiéndose en el gran proyecto que ya había empezado a soñar durante
sus años de exilio y persecución en Francia. Asombra constatar que un
libro como Los orígenes del totalitarismo (1951) se publicara tan sólo
seis años después del final de la guerra. Con arrojo y valentía, Arendt
se propuso entender en inglés los orígenes del movimiento que había
hecho posible la Shoah. Ahí empieza, de hecho, su larga indagación en
torno al mal en el mundo moderno, que la llevará a formular, a partir
del “mal radical” de Kant, el concepto, tan mal entendido y
vilipendiado, de “banalidad del mal”, acuñado en su crónica sobre el
proceso de Adolf Eichmann en Jerusalén.
La
perplejidad de Arendt como pensadora surge de la constatación de que el
sentido común kantiano –del que surge el imperativo categórico y con el
se había intentado emancipar la moral de la religión– había sido
destruido con el nazismo. Bajo el Tercer Reich, el hombre pudo hacer
posible lo que hasta entonces parecía imposible. En la entrevista con
Günter Gaus, al hablar de Auschwitz, Arendt, con una severidad que hiela
la sangre, dice de pronto: “de eso nunca nos podremos recuperar, eso no
debería haber pasado nunca”.
Desaparecida
la noción de Juicio Final, el infierno fue posible en la Tierra. Cuando
habló de la banalidad del mal, Hannah Arendt no quiso decir, como
groseramente se ha pretendido, que todo el mal sea de naturaleza banal,
sino que había de pronto un nuevo horror que se había normalizado bajo
la dictadura nazi y que constituía una forma inédita de mal, encarnada
en un burócrata como Adolf Eichmann, que enviaba a la muerte a millones
de judíos sin la necesidad de reflexionar moralmente. Como dice Giorgio
Agamben, Eichmann en Jerusalén (1963) es “el libro más valiente y
desmitificador que se ha escrito en nuestro tiempo sobre el problema del
mal”.
Eichmann en Jerusalén generó una polémica que en realidad nunca ha terminado y que supuso para su autora su definitivo aislamiento. Ya en los años cuarenta había empezado a distanciarse del sionismo, siendo duramente atacada por ello. Arendt se mostró muy crítica con algunos aspectos de la construcción del Estado de Israel y con su deriva ultranacionalista. Su temperamento intelectual se negaba siempre a comulgar con cualquier ideología, ya fuera el sionismo, el marxismo o el liberalismo. Su difícil y a veces suicida independencia sigue siendo su legado más valioso.
“La
curiosa cualidad lógica de todos los ismos”, dijo en una ocasión, “su
confianza simple en el valor salvador de la devoción tozuda sin atender a
factores específicos y variantes, alberga ya los primeros gérmenes del
desprecio totalitario por la realidad y por los hechos”. Ocurrió, de
todos modos, que en Eichmann, Arendt se atrevió a tocar, con la osadía
que le era característica, el espinoso asunto de la responsabilidad de
los Judenräte, de los consejos judíos, en las matanzas, un asunto del
que no tenía toda la información necesaria y cuya mención le granjeó
para siempre el calificativo de “judía que se odia a sí misma”.
En
La condición humana (1958), Hannah Arendt llegó a la conclusión de que
en la modernidad habíamos perdido la capacidad de organizarnos
políticamente, absortos en la producción, el consumo y las servidumbres
del destino. Releer su obra hoy en día supone tomar conciencia de que la
crisis política que definió sigue siendo la nuestra y de que los
mecanismos totalitarios que describió y diseccionó no han dejado de
funcionar y siguen operando de formas distintas.
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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