O intento de subverter as instituições para encurralar uma parte da sociedade não tinha como dar certo. José Carlos Rodríguez para The Objective:
Alas
tres de la tarde del 11 de septiembre de 1973 se radia desde Santiago:
«El orden reina en Chile». Si la alocución respondía a la verdad, era un
verdadero ojo del huracán. Por detrás quedaba la trágica experiencia de
Salvador Allende, y por delante la criminal dictadura de Pinochet.
Pero
a decir de las crónicas, en ese momento sí debió de producirse un gran
alivio. El país había tenido pendiente a todo el mundo de la «vía
chilena al socialismo», un audaz intento de llegar al total control de
la economía y la sociedad por la vía democrática.
Visto
con perspectiva, el intento era absurdo. Nunca tuvo opciones de
triunfar. Si era plenamente democrático, no podía llegar al socialismo.
Si era plenamente socialista, nunca podría implantarse por métodos
democráticos.
Lo
cierto es que Salvador Allende estuvo prácticamente solo en su intento.
El Partido Socialista (una formación marxista desasida del yugo
soviético) descartó la vía democrática ya en 1967. La mayor concesión
que el PS le hizo a la democracia es la de mantenerla mientras no fuera
estrictamente necesario el uso de la violencia: «Las formas pacíficas de
lucha solo son aceptables como tácticas limitadas dentro de un curso
que implica un creciente uso de la violencia por opresores y oprimidos».
No
es que cambiaran de parecer una vez en el gobierno. Carlos Altamirano,
dirigente del PS, dijo en 1971 que ellos no habían llegado al poder para
mantener «la rotación partidista del ejercicio del poder dentro de las
reglas burguesas de la democracia representativa».
La
posición del Partido Comunista, este sí una terminal de Moscú, era más
estricta. Condenaba sin paliativos el aventurismo revolucionario, y
animaba a ampliar la coalición con otros partidos de izquierda para ir
avanzando en el programa de socialización desde las instituciones
chilenas, que eran democráticas. Pero no se engañaban al respecto de lo
que habría de pasar. En última instancia se habrá de producir un
enfrentamiento a muerte entre la burguesía y la facción del pueblo que
ellos representaban. Luis Altamirano, seis meses antes del golpe de
Estado, lo dijo sin ambages: «Está claro que en el curso del proceso
revolucionario puede volverse imperioso pasar de la vía pacífica a la
vía armada (…) Jamás hemos considerado que la vía de la revolución
chilena era una vía exclusivamente electoral».
Fidel
Castro visitó el país durante 24 días, 24 tortuosos días para Salvador
Allende, que era un don nadie en su propio país al lado del triunfante
dictador cubano. Fidel profería arengas por todo el país, daba órdenes y
organizaba a grupos que apoyaban la revolución en Chile.
Castro
se lo dijo a Allende: «¿Por qué esperar que los sectores dominantes
cedan de buena gana su poder? ¿Qué clase de marxista se sienta a esperar
que las clases explotadoras entreguen mansamente sus privilegios?
¿Dónde había ocurrido algo así?». En uno de sus múltiples discursos,
precisó: «Elecciones… ¿para qué? No hemos venido a aprender cosas
caducas y anacrónicas en la historia de la humanidad».
Salvador
Allende llegó al poder con estas palabras: «Chile es hoy la primera
nación de la Tierra llamada a conformar el segundo modelo de transición a
la sociedad socialista». Pero él mismo sabía que debían producirse
cambios fundamentales en el sistema político del país. Chile tenía una
democracia convencional, con imperio de la ley y división de poderes, y
el socialismo exigía lo contrario: unificar el poder bajo la batuta de
un dictador, y que las normas no fueran un impedimento a la actuación
arbitraria del líder socialista.
¿Cómo
podían encajar una democracia liberal con el poder sin oposición de un
gestor socialista? La respuesta es fácil: no podían. Salvador Allende,
cuando apenas llevaba siete meses en el poder, amenazó al sistema
político, haciéndole ver que tenía dos opciones: plegarse y facilitar la
implantación del socialismo, o atenerse a las consecuencias; a la
violencia política: «Nuestro sistema legal debe ser modificado. De ahí
la gran responsabilidad de las Cámaras en la hora presente: contribuir a
que no se bloquee la transformación de nuestro sistema jurídico. Del
realismo del Congreso depende, en gran medida, que a la legalidad
capitalista suceda la legalidad socialista conforme a las
transformaciones socioeconómicas que estamos implantando, sin que una
fractura violenta de la juridicidad abra las puertas a arbitrariedades y
excesos que, responsablemente, queremos evitar».
Allende
mantuvo esa ambivalencia entre el cascarón democrático y la realidad de
la violencia política durante todo su mandato. La contradicción era
insalvable, y Allende la resolvió ejerciendo la violencia contra sí
mismo, cuando se suicidó pegándose un tiro bajo el mentón con fusil que
llevaba la inscripción: «A Salvador Allende, de su compañero de armas
Fidel».
El
presidente chileno, por ejemplo, nunca condenó el terrorismo. Lo
ejercían sus socios de gobierno, y dependía de ellos. Pero tampoco jugó
con la idea de mostrar una incomodidad ante el constante goteo de
asesinatos por motivos políticos. Es más, en más de una ocasión mostró
su cercanía con los asesinos.
El
8 de junio, cuando no se había cumplido un año de su mandato, unos
correligionarios mataron a tiros a Edmundo Pérez Zujovic,
exvicepresidente de la República por la Democracia Cristiana. Allende
indultó a estos militantes, a los que calificó de «jóvenes idealistas».
En
enero de 1972, la oposición acusó al ministro del Interior, José Tohá,
de complicidad con los crímenes que ensangrentaban las calles de Chile.
Tohá fue incapaz de dar una respuesta convincente ante la evidencia de
que los grupos armados que mataban a quien se opusiera a la revolución
formaban parte de las organizaciones que apoyaban al propio gobierno.
Así, presentó la dimisión como ministro de Interior. Salvador Allende
acto seguido lo nombró ministro de Defensa y dijo: «El Parlamento lo
acusará y el pueblo lo absolverá». El MIR y el resto de organizaciones
terroristas siguieron aplicándole el socialismo a balazos a periodistas,
propietarios, políticos y todo el que se pusiera por delante. El número
de muertos no dejó de crecer hasta el último día de Allende.
Formalismo
democrático en una mano, sangre revolucionaria en la otra. Así es como
se presentaba Allende ante el Parlamento, al cual iba a proponer una
reforma política fundamental. El 4 de noviembre de 1971, con motivo del
primer aniversario de su gobierno, dijo: «Debemos fijarnos nuevos
objetivos para el año 1972. Transformar las instituciones, ajustándolas a
la nueva realidad social que estamos construyendo. Por eso, el martes
10 de la próxima semana entregaré al Congreso Nacional el proyecto que
establece la Cámara Única para reemplazar al Senado y a la Cámara de
Diputados (…) Se podrá disolver el Congreso en un período presidencial».
Su
propuesta fue rechazada. Su conclusión parece certera, aunque nunca
llegó a asumir su corolario: «El Estado burgués no sirve para construir
el socialismo, y es necesaria su destrucción» (El Mercurio, 12 de marzo
de 1972). Su ministro de Justicia fue igualmente claro: «La revolución
se mantendrá dentro del derecho mientras el derecho no pretenda frenar
la revolución».
El
gobierno también le aplicó el socialismo a la prensa, que tuvo que
elegir entre entregarse al poder o sucumbir ante él. Esto fue lo que
ocurrió, en última instancia, a medida que pasaban los meses. Pero hubo
una fuerza a la que el gobierno socialista no pudo sobreponerse: las
consecuencias políticas de la grave crisis económica a la que condujo al
país.
El
21 de agosto de 1972 se inició una huelga de los camioneros. Era un
sector atomizado y competitivo, con 56.000 camiones en manos de unos
40.000 propietarios. El Gobierno les amenazó con crear una empresa
pública para acaparar el mercado, y ante la perspectiva de perder su
medio de vida, paralizaron el país. El Gobierno decretó el estado de
sitio en 18 provincias, y anunció que requisaría los camiones de los
propietarios en huelga, sin posibilidad de devolverlos. Pero la protesta
se extendió por muchos otros sectores (cientos de miles de campesinos y
de comerciantes), y pasado un mes el gobierno tuvo que ceder ante los
manifestantes.
Al
año siguiente, una revuelta en la mina de El Teniente se extendió
también por otros sectores. Tras tres meses de enfrentamientos
violentos, los manifestantes decidieron marchar de Rancagua a Santiago.
No pararon ni ante la actividad terrorista de la coalición de gobierno.
Allende tuvo que ceder de nuevo.
En
1973, las elecciones legislativas le dieron un pequeño respiro a la
coalición UP, ya que mejoró su presencia en la Cámara, pero certificaron
que Allende representaba una minoría (el 43%) frente a una oposición
que acudió unida por pura supervivencia. Entonces, el Gobierno propuso
una reforma educativa de carácter socialista con «la urgencia de crear
un nombre nuevo», pero fue rechazada.
Entre
el desprecio, los ataques verbales y de nuevo el terrorismo, el
enfrentamiento del Gobierno con el poder judicial fue total. Una de las
manifestaciones de esta actitud del gobierno fue que el ministro Carlos
Prats firmó una circular secreta (enero de 1973) en la que ordenaba no
conceder fuerza pública al cumplimiento de las sentencias. El Tribunal
Supremo acabaría diciendo: «Tomamos acta de lo que Su Excelencia
entiende al someter el libre criterio del Poder Judicial a las
necesidades políticas del gobierno. Sepan que este poder no será
excluido del marco político y que jamás será revocada su independencia».
De
nuevo, Salvador Allende puso su indudable capacidad retórica al
servicio de una lógica implacable, y brutal: «En un período de
revolución, el poder político tiene derecho a decidir en el último
recurso si las decisiones judiciales se corresponden o no con las
necesidades históricas de transformación de la sociedad, las que deben
tomar absoluta procedencia sobre cualquier otra consideración; en
consecuencia, el Ejecutivo tiene derecho a decidir si lleva a cabo o no
los fallos de la justicia».
El
22 de agosto de 1973, la Cámara de Diputados aprobó una declaración en
la que hacía una prolija exposición de todos los atentados de Allende
contra la Democracia. Al día siguiente, el Senado se sumaba a esa
declaración. Prácticamente, era una llamada a la intervención por parte
del Ejército.
Hay
varios paralelismos de la experiencia del socialismo chileno con la
España del Frente Popular, cuatro décadas antes. En España, la izquierda
quiso rebasar la legalidad, y no temía un enfrentamiento violento con
la derecha; una parte lo esperaba, de hecho, para firmar con sangre
ajena una revolución apenas empezada.
El
paralelismo con la España actual es más inseguro. Pero lo que es
indudable es que los intentos por subvertir las instituciones para
arrinconar a una parte de la sociedad no tienen por qué salir bien.
Postado há 3 weeks ago por Orlando Tambosi
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