BLOG ORLANDO TAMBOSI
Resisto a crer na tese de que ninguém mais lê um dos maiores pensadores que a França teve e que demonstrou tanto em seus romances e ensaios, nos quais foi igualmente original e perturbador. Mario Vargas Llosa par El País:
Estuve
quince días en París y, fiel a mis viejos hábitos, fui a caminar todas
las mañanas al Jardín de Luxemburgo. Uno de esos días, encontré,
tomándose un café y leyendo un periódico, a un viejo librero, que debe
andar por los noventa años o poco menos y al que, en mis tiempos de
antaño, solía acudir para comprar algún ejemplar que se me había
escapado de la revista de Sartre, Les Temps Modernes, cuyas notas eran
siempre brillantes. Aunque conozco la resistencia de los franceses a los
encuentros en los cafés, el impulso fue inmenso. Me acerqué a saludarlo
y me senté a su lado a conversar un poco. Le recordé sus tiempos de
librero, en los que siempre charlábamos un instante además de comprar yo
el número de esa revista que no había leído, por alguna razón, todavía.
“Me alegro de encontrarlo”, le dije, y le recordé que décadas atrás yo iba a buscar esos títulos de Sartre a su librería.
“¿Sartre?”, me respondió extrañado, “ahora no lo lee nadie. Y además,
los franceses creen que se trata de un estalinista disfrazado. Mire qué
injusticia la que ha caído sobre él”.
Yo
le conté que en el año en que había sido miembro del Partido Comunista,
los ensayos de Sartre me habían servido siempre para derrotar en las
discusiones a mis camaradas y evitar caer en el dogmatismo cultural.
“Vaya injusticia”, le dije. “Lo mejor de sus ensayos me parecieron los
argumentos que Sartre utilizaba contra el comunismo. ¿De dónde han
sacado esa tontería, acusándolo de estalinista?”.
“Nadie
lo lee ahora en Francia, esa es la verdad”, me aseguró y me hizo una
pregunta, desde la friolera de sus noventa años. “¿Usted también
sartriano, como yo?”. “Naturalmente”, le respondí, “y le aseguro que es
una pena que los franceses hayan dejado de leerlo, así les va a ir.
Porque el único filósofo comparable a Heidegger, en esta época, fue
Sartre, y no exagero nada”.
El
viejo librero tenía su tienda donde ahora hay una excelente y
espléndida librería de moda. Pero todos los “sartreanos” de aquella
época —hablo de décadas atrás— recordamos esa tienda del diablo, sólo un
garaje, donde los libros y las revistas estaban esperándolo a uno para
adquirirlas con regocijo y deleitarnos en esos textos siempre
estimulantes y seductores.
El
librero recordó esa época, aunque sin acordarse para nada de mí, y me
dijo, resumiendo sus enconos: “Esta Francia no la reconozco ni yo.
¿Quiere usted saber qué leen los franceses en este tiempo? Literatura
erótica y poco más”.
Me
despedí de él dándole un abrazo y conmovido por su vitalidad ya que
cada mañana tomaba un café y se fumaba un cigarro (hasta hace unos años
un Gauloise, ahora uno que no conozco) en esa esquina de la Place
Saint-Sulpice, añorando los tiempos en que Sartre estaba en todas las
librerías y bibliotecas. Esa bella plaza, que es una alegría recorrer
cada mañana, aunque todavía no he visto aparecer en el balcón de su casa
a la bella Catherine Deneuve (pero sí la he visto alguna vez caminando
por el barrio).
Es verdad que casi nadie lee ahora a Sartre,
a juzgar por las cosas que he oído sobre él, pero no creo que haya
desaparecido del todo. En lo personal, desde que supe que, en una
entrevista, Sartre había despedido a dos novelistas africanos,
sugiriéndoles que abandonaran la literatura para hacer antes una
revolución y crear un país donde fuera posible la literatura, me había
apartado de él, harto de sus idas y venidas ideológicas y sus múltiples
contradicciones. Pero confirmar, por la boca del viejo librero, que ya
se lo leía poco en Francia, me dio una nostalgia de los tiempos idos y
me prometí a mí mismo leer uno de esos ensayos deslumbrantes que me
tuvieron tanto tiempo, y tantos años, seducido y feliz.
Estoy
convencido de que Sartre, aparte de las confusiones ideológicas con las
que nos tenía mareados a sus admiradores, fue un gran filósofo,
probablemente el único que estuvo a la altura de los grandes filósofos
alemanes, y que, ahora que han pasado los años y se han aquietado las
polémicas, cualquiera que lo lea sin prejuicios lo descubrirá
inequívocamente.
El
París de los años sesenta, en que éramos pobres y estábamos
deslumbrados por la riqueza de sus ensayos, sus poemas y su teatro, ya
no existe más. Ahora, los franceses siguen leyendo como nunca antes,
poemas y novelas y, sobre todo, ensayos, aunque la clase dirigente ha
dejado de ser revolucionaria y más bien se ha conformado con lo
existente, que es mucho decir. En estas dos semanas, he visto
exposiciones espléndidas y he leído algunos libros que me tomará muchas
semanas asimilar, además de ciertos ensayos que ahora se publican por
fin, gracias a la hija de Sartre, que se ha echado encima el trabajo de
rescatar todas aquellas tesis que andan escondidas en las revistas de
ocasión. Como esa espléndida colección de ensayos que Sartre escribió
mientras hacía su servicio militar en las soledades de Alsacia. Allí
hay, con notas espléndidas, sus ideas sobre el ejército, las mujeres, la
vocación literaria y filosófica, escritas con una naturalidad muy
convincente. Y los dos volúmenes que Sartre se cansó de escribir y que
se refieren a las tesis de Taine y sus diálogos con Heidegger, que
muestran lo brillante que era cuando dudaba entre la filosofía y la
literatura. La verdad es que sobre ambos géneros descolló, pese a lo
angustiado que estuvo siempre sobre esas dos opciones: su pensamiento
abarcaba ambos mundos y es uno de los pocos ejemplos que existen de
rigurosa excelencia en ambos.
Me
resisto a creer la tesis del viejo librero, de que nadie lee ahora a
Sartre. No puede ser posible. La verdad es que uno de los más grandes
pensadores que ha tenido Francia ha sido él, que lo demostró tanto en
sus novelas como en sus ensayos, en los que fue igualmente original y
rupturista. Es verdad que fue difícil seguirlo en algunas iniciativas,
como en el discurso que pronunció a los trabajadores a las puertas de
las usinas de Renault, y algunos excesos parecidos. Y ahora debería
venir el tiempo de la reflexión y el análisis comparativo. Adversarios
tan decididos como Raymond Aron y Jean-François Revel lo señalaron como
un fuera de serie de su generación y ahora cabría hacer un distingo
entre sus textos serios y los gestos, a menudo disforzados, que marcaron
su compromiso político. No hay todavía un ensayo que examine su obra
literaria, pero sus cuentos y novelas alcanzaron un vasto público y
recibieron una atención que pocos autores han tenido. Al mismo tiempo, sus ensayos filosóficos deslumbraron a quienes los escudriñaron de la manera impersonal con que había que leerlos.
Y,
como la lluvia, esa infaltable compañera de todas mis mañanas en París,
me sorprende reflexionando sobre todo esto, corro a mi casa a leer los
periódicos, otro de los placeres con los que Francia nos regala cada
día. No tendrán los manifiestos de aquella época en la que levitábamos
de furia o de adhesión (aunque yo era en mis antiguos años parisinos
lector de Le Monde, compraba a escondidas una vez por semana Le Figaro
para leer la columna de Raymond Aron). Y no serán tan brillantes como lo
fueron los que él escribió, pero, de todas maneras, siempre habrá
opiniones contundentes que nos seducen o irritan a la vez. Porque el
periodismo en Francia es casi tan bueno como su literatura.
Postado há Yesterday por Orlando Tambosi
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