BLOG ORLANDO TAMBOSI
A guerra pós-moderna, o conflito tocquevilliano, se define pela criação de um estado de opinião contra elementos considerados intoleráveis da vida pública e privada que necessitam de uma intervenção estatal. Jorge Vilches para Disidentia:
Tocqueville
apuntaba que la guerra destruye la democracia porque acostumbra a la
gente a que aumente la intervención gubernamental para dirigir y limitar
la manifestación pública de su vida privada. La guerra, decía,
acostumbra a la violencia y a la servidumbre, a la represión incruenta
de la disidencia y del sospechoso, al sometimiento a la verdad oficial.
El individuo termina así en la frontera de la identidad colectiva, del
interés común, del bienestar general establecido por ese mismo gobierno
dictatorial que dice actuar en nombre de algún concepto de democracia
(liberal, social, orgánica, …).
Los
años de guerra introducen automatismos en las respuestas psicológicas
de la gente y principios indubitables. Las personas reclaman al Estado,
ese “dios mortal” en manos de un gobierno con parafernalia democrática,
que solucione su vida. Es entonces cuando los individuos le abren la
puerta de su conciencia y le entregan el mando de sus decisiones. Así,
el gobierno usa al Estado proveedor y ordenancista para granjear a los
súbditos, a los que eleva a categoría de ciudadanos en cuanto les
concede la condición de merecedores de los dones estatales. Comienza
entonces la servidumbre voluntaria, como señaló Hayek.
Esa
guerra de la que hablaba Tocqueville en los tiempos de la Segunda
República francesa no era solo la guerra convencional, esa que enfrenta
en campos de batalla a dos ejércitos con banderas nacionales. No; se
refería a la provocada por el conflicto interno derivado del abismo
entre dos concepciones de la sociedad que acaba en la violencia. La
sublimación artificial de ese conflicto real condiciona el estado mental
de una sociedad, y permite la adopción sutil y justificada de medidas
dictatoriales. Es el Dieciocho Brumario de toda democracia, que diría
Marx.

La
guerra posmoderna, el conflicto tocquevilliano, se define por la
creación de un estado de opinión contra elementos considerados
intolerables de la vida pública y privada que necesitan una intervención
estatal. No afecta solo a lo material, al igualitarismo en el goce que
exigían los sans-culottes, a derechos inventados por la clase política
para legitimar la intromisión y eliminar el individualismo. El campo de
batalla es el moral. Esa es la guerra de hoy.
Slavoj
Žižek, siguiendo a Gramsci, habla de la necesidad de la intolerancia;
es decir, de dar el combate en todas las facetas de la vida humana. La
clave estaba en politizar todo, en luchar cada ápice de individualidad,
en no dar nada como algo fijo. De toda lucha surge un vencedor, de ahí
la necesidad de provocar el combate. Es esa guerra que separa lo bueno
de lo malo, lo despreciable de lo conmovedor, lo razonable de lo
vergonzoso. No hay términos medios. Y en ese conflicto intolerable, que
no admite ni un día más de vida, es el Estado quien debe intervenir.
Los
políticos y sus voceros hablan en términos de “emergencia social”, con
el lenguaje socialista, que no solo marxista, ojo, de la lucha de
clases. El gobierno solo puede actuar de una manera. Solo puede tener
legitimidad que confluye en esa moral que la “élite del poder”, en
expresión feliz de Wright Mills, ha creado para sostenerse. Una moral
que nos una a todos. Es la virtud robesperriana como solución a una
sociedad heterogénea y plural, capaz de poner en cuestión la
incuestionable bondad del que gobierna.
La
clase política marca el sendero de la moral a golpe de legislación, de
agitación impostada de la calle a través de las televisiones, ya sea en
la cuestión del feminismo supremacista, las pensiones demagógicas, o de
un racismo capitalista que no existe. Esas imágenes y eslóganes de los
nuevos clérigos dejan fuera a todo aquel que no comulgue públicamente
con la verdad oficial. No hay disidencia pública frente a los guardianes
de la virtud.
La
misma Comunidad de Madrid ha puesto en marcha una campaña publicitaria
sobre la “igualdad de géneros” que insulta la inteligencia. “Las mujeres
cobran menos por el mismo trabajo, pero ¿por qué?”, dice el mismo
humorista que hace treinta años hacía chistes con la violencia doméstica.
No hay debate sobre la supuesta desigualdad, sus motivaciones reales,
las decisiones individuales, ni posibilidad de réplica, solo una verdad
que hay que admitir.
Esto
nos ha conducido suavemente a una dictadura posmoderna, de esas en las
que la opinión y la información coinciden en la dirección de la moral de
la “élite del poder”. Es una de esas situaciones en las que el siervo es feliz porque el amo le asegura el sustento
y le explica el sentido de la vida. Es más; cuando el siervo no tiene
suficiente -por ejemplo, las pensiones- quiere que el amo sea más
fuerte, recaude, controle y vigile más las vidas privadas para llegar a
esa igualdad de goce que da sentido a esta comunidad política de
espíritu socialdemócrata.
Todo
esto es imposible si no se crea un ambiente de conflicto necesario
contra la libertad y el individualismo. Al igual que en la Francia de
Tocqueville, la mirada y el interés individual son entendidos como
traiciones a la patria, a ese ideal de colectivo espiritual y material
que avanza unido hacia el mismo sitio. La traición se paga con la muerte
civil, el apartamiento, la discriminación o el silencio. Nos hemos
acostumbrado a esa violencia sutil e indirecta, a la autocensura y al
susurro dialéctico, tanto como a la retórica hueca, a la mediocridad del
gobernante y del opositor, y a la moral obligatoria.
Nuestro
Dieciocho Brumario llegó sin asaltos ni disparos, no hubo concentración
de tropas, ni uniformes, pero vino en loor de multitudes. Es la
sumisión de la que hablaremos otro día.
Postado há 3 days ago por Orlando Tambosi
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