BLOG ORLANDO TAMBOSI
Com o fim da Grande Utopia, a esquerda decidiu mudar o mundo através de pequenas utopias ligadas ao feminismo, ao ecologismo, ao anticapitalismo, a cargo dos movimentos sociais. Jorge Vilches para Disidentia:
El
gran hallazgo al que llegó la izquierda transformadora, que así se han
hecho llamar, han sido las “microutopías”. El mecanismo es bien
sencillo: desechada la posibilidad de conseguir de golpe la Gran Utopía
vinculada a los partidos políticos, la izquierda se decidió a cambiar el
mundo a través de pequeñas utopías ligadas al feminismo, el ecologismo,
el antimaquinismo, el anticapitalismo de bajo intensidad o de cercanía,
a cargo de los movimientos sociales. Repasemos el proceso para saber
cómo se ha inoculado en la vida política.
El
derrumbe por ruina humana y económica del universo soviético en 1991,
lo que venía siendo la Gran Utopía, el paraíso sobre la Tierra de esa
religión sustitutiva que siempre fue el comunismo, dio al traste con la
posibilidad de cambiar el orden al viejo estilo. Lenin y Trotski habían
aprendido la experiencia francesa de Robespierre, del error de Babeuf y
de la estrategia de August Blanqui en 1848 y 1871. Idearon un buen
mecanismo: aprovechar la debilidad estatal, la parálisis del gobierno y
el Zeitgeist revolucionario para dar un golpe de Estado en nombre del
pueblo, e imponer una dictadura que desatara la guerra de clases para
laminar al enemigo a través de una liquidación selectiva o una guerra
civil.
Ese
entramado leninista, esa estrategia casi perfecta para alcanzar y
conservar el Poder, se vino abajo entre la izquierda en la década de
1960 tras los episodios de Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968. Es
cierto que la New Left estaba formada por burgueses mantenidos,
literatos románticos, profesores con ínfulas y periodistas de café, tal y
como había sido en 1917. Sin embargo, ese nuevo izquierdismo que
pregonaba aquello de “otro mundo es posible”, el altermundismo más naif,
todavía estaba sujeto a la idea de la transformación general.

Esto
se debía a que la labor propagandista de las potencias comunistas en
las sociedades occidentales, siguiendo el modelo del estalinista Willi
Münzenberg, que convencía o compraba a la élite cultural, hacía una
buena labor. La generación del 68 creyó verdaderamente que su futuro se jugaba en Vietnam,
en África o en el “patio trasero de América”, a diferencia de los
sindicatos de la época, que sabían que su presente se jugaba en su
empresa y con su gobierno. Aquellos izquierdistas creían que había una
“lucha global” contra el imperialismo capitalista.
Ese
reverdecimiento de la utopía, muy cargada de flower power y de
violencia -no hay más que leer a Fanon o a Malcolm X-, llevaba, no
obstante, el germen de su parcelación. El fenómeno estalló, como decía
más arriba, en 1989. Los socialistas se buscaron así mismos en el pasado
de una ilusión, que escribió Furet, y rebuscaron nuevos proyectos. El
asunto era grave, ya que el comunismo solo funciona si el partido, que
eso es tal idea y no otra cosa, como indica Jiménez Losantos en su último ensayo,
presenta una utopía que sea capaz de movilizar a la gente, de exigir el
sacrificio de la militancia, y procurar la obediencia y la jerarquía en
pro de “la causa”. Sin “causa”, no hay nada que mantenga el partido.
Por eso todos los PC se hundieron.
Dicha
búsqueda rastreó en los viejos pensadores socialistas, como Fourier,
Cabet y Proudhon, en Owen o Saint-Simon, a los que habían motejado de
“utópicos” frente al “cientificismo” de los análisis marxistas. Pero
también se podían resucitar las aspiraciones flower power de los sesenta
si se las politizaba, porque la clave era convertir en cuestión de
lucha política cualquier cuestión. Y más aún: que no fuera un partido
político, gran generador de “oligarcas y colaboracionistas del Capital”,
sino los movimientos sociales. Este nuevo actor tenía varios beneficios
frente a un partido: siempre tenía a la prensa de su lado, al tiempo
que podía funcionar con pocos recursos y conseguir grandes resultados.

El Foro Social de Porto Alegre,
en 2001, fue la culminación de esa estrategia izquierdista para cambiar
el mundo a través de microutopías. Se señalaron los grandes males del
mundo: la globalización y el neoliberalismo, que venía a ser la fórmula
rediviva del imperialismo como última fase del capitalismo que escribió
Lenin. Las potencias habían impuesto una única fórmula política y
económica, la democracia liberal, que ponía los mercados locales, a la
gente, al servicio de sus intereses.
En
aquella ciudad brasileña gobernada por una coalición de izquierdas en
manos del Partido de los Trabajadores, se dieron cita sindicalistas,
ecologistas, intelectuales, partidarios de la tasa Tobin, feministas,
miembros de ONGs, indigenistas, y otros “desterrados” del bienestar.
Debatieron cómo repartir la riqueza, combatir las desigualdades,
potenciar la vuelta a la economía local y al desarrollo sostenible, al
pequeño mercado, a las labores artesanales y gremiales, como medio de
librarse de las condiciones de vida a las que “condena el capitalismo
salvaje”. Esa era la nueva democracia, la social, la igualadora, la que
devolvía “el poder al pueblo”, la que repudiaba a las grandes empresas y
premiaba el colectivismo y la autarquía.
Los
medios de lucha no debían ser violentos, pues con ello se perdía la
batalla de la comunicación, algo que se había aprendido de las grandes
manifestaciones por los derechos civiles en EEUU en la década de 1960.
Las formas de luchar debían combinar supuesta espontaneidad, con
espectáculo y bonhomía; es decir, debía parece ante las cámaras que
delante había personas que sufrían de verdad, ejemplo de grandes valores
y con ganas de aumentar el bienestar común contra los poderosos. Eran
los instrumentos de los movimientos sociales desde la década de 1980:
sentadas, carteles, disfraces, performances, invasiones “inocentes” -por
ejemplo, unas chicas desnudas reivindicando respeto para la mujer-,
pasacalles y asambleas. Demasiado atractivo para que los medios de
información, casi siempre en manos de personas formadas en Universidades
tomadas por la progresía, lo dejaran pasar.

Entre
unos y otros instalaron en la agenda política las “microutopías”. Era
el regreso de la izquierda reaccionaria, que escribió Horacio Vázquez
Rial, para “otro mundo es posible” -como rezaban los de Porto Alegre-,
pero poco a poco, conquistando conciencias, con políticas públicas, con
la instalación de la verdad oficial.
Lo
han conseguido. Nunca hay suficientes carriles bici, ni zonas verdes,
ni hay bastante igualdad entre géneros, ni están suficientemente
fiscalizadas las grandes empresas, ni se cobra lo justo, ni la riqueza
está bien repartida, ni la economía es bien sostenible, ni las minorías
étnicas están respetadas, o la diversidad sexual está bien visibilizada.
Cualquier cosa es poco porque… o es todo, o no es nada.
El
mecanismo sociológico ha triunfado. No hay partido que no lo lleve de
una manera u otra en su programa, o cargo público de primera línea que
se atreva a contradecir la necesidad de ir cumpliendo esas microutopías.
No es baladí, porque esa parcelación de la Gran Utopía cambia la
geografía urbana, el modelo económico, las instituciones, y la
cosmovisión de la gente; es decir, el modo con el que se interpreta la
Historia, el Progreso, el ser humano, la sociedad, la cultura, la
civilización y sus valores.
Postado há 2 days ago por Orlando Tambosi
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