Na literatura do escritor francês, a força do sentido histórico e a dimensão das civilizações parecem se impor sobre as eventuais conquistas do jogo político. Guillermo Graiño para The Objective:
Michel Houellebecq
es, como casi todo el mundo sabe, el gran escritor del malheur
contemporáneo. «Sencillamente –dice Claire en Serotonina–, ya no se
reúnen las condiciones históricas para que los occidentales seamos
felices». Desde luego, podría pensarse que su diagnóstico a toda una
civilización es, en realidad, producto del sesgo de un hombre depresivo:
«Sal ahí fuera y mira –vino a decirme un amigo que no apreciaba su
obra–, a mí la gente me parece razonablemente feliz». En sus novelas,
sin embargo, la felicidad que los protagonistas llegan a conocer es
fugaz, intensa, pero extraordinariamente frágil, y su experiencia, en
lugar de mejorar sus vidas, les hace irreparablemente conscientes del
vacío en el que vivirán de ordinario.
Como
no podía ser de otra forma, la muerte (es decir, la naturaleza) es
responsable de gran parte de estos dramas personales. Pero la
particularidad de la obra houellebecquiana reside en la constante
indagación de los cambios que la Historia produce en la estructura de la
consciencia de los individuos. Desde esta perspectiva, la creciente
incapacidad de los occidentales para hacerse felices se presenta como el
resultado final de un largo proceso civilizatorio que, a la postre, nos
ha amputado moral y afectivamente: «el mundo social –dice el
protagonista de Serotonina– era una máquina de destruir el amor». La
palabra que da título a su nueva novela, anéantir, aniquilar, aparece a
lo largo del texto para referirse tanto al declive y la muerte del
protagonista, como a la descomposición o destrucción de la sociedad
occidental. Anéantir, en suma, ofrece otro análisis paralelo de los
ciclos vitales de personas y civilizaciones.
Dejando
de lado ahora la parte de la desgracia atribuible a nuestra naturaleza
mortal, ¿a qué se debe que casi todo aquello de elevado que se produce
en las relaciones humanas parezca obsoleto e inaccesible en la sociedad
contemporánea? El reflejo más inmediato del ciudadano occidental es
echar la culpa a la política, a los dirigentes, al gobierno del mundo.
De hecho, una parte importante del éxito del populismo es atribuible a
su capacidad para hacer vincular esa insatisfacción con la acción
defectuosa o viciada de los actores políticos y las instituciones.
Schopenhauer, uno de los autores predilectos de Houellebecq, advertía
sobre la particular tendencia moderna a atribuir «enteramente el mal
colosal del mundo a los gobiernos; si ellos tuvieran razón [los
demagogos], existiría el cielo en la tierra, esto es, todos engullirían,
se emborracharían, se multiplicarían y palmarían sin esfuerzo ni
necesidad». Esta atribución, si cabe, está más extendida hoy, porque, en
nuestra imaginación política, el gobierno democrático pretende que las
sociedades determinan libremente su futuro. Sin embargo, la política
nunca había dado una impresión tan marcada de ir por detrás de unas
transformaciones globales aceleradas.
¿Qué
parte de esa promesa incumplida, entonces, se debe a malas decisiones
humanas que pueden revertirse o enderezarse, y qué parte a un proceso
social cuya escala es incontrolable? Decía el filósofo Alain que «el
hombre no cambia el viento, pero tiende oblicuamente su vela, agarra
firmemente la tablilla que le sirve de timón y se dirige hacia sus fines
por efecto de leyes inflexibles». Bruno Juge, ministro de finanzas del
gobierno centrista en Anéantir (Bruno Le Maire, ministro de Macron en la
realidad), duda al respecto y reflexiona sobre las limitaciones de la
acción política: «¿Un político podía realmente influir sobre el curso de
los acontecimientos? Parece dudoso… Además, había otra cosa también,
una fuerza oscura, cuya naturaleza podría ser psicológica, sociológica o
simplemente biológica, […] pero de la que todo lo demás dependía, tanto
la demografía como la fe religiosa, y, en último término, las ganas de
vivir de los hombres y el futuro de las civilizaciones.» Los políticos,
en suma, no podían hacer frente a la decadencia de sus sociedades, e
«incluso dirigentes tan determinados y autoritarios como el general De
Gaulle se habían mostrado impotentes al oponerse al sentido de la
historia», e intentar que el destino de Francia fuese distinto al de los
demás países de Europa occidental.
Por
supuesto, no se trata de que las naciones sean del todo indiferentes a
las decisiones de sus dirigentes. Las novelas houellebecquianas desde
Sumisión han centrado crecientemente parte de su atención en una esfera
política intermedia, por así decir, entre la vida privada de los
individuos y la historia de las civilizaciones. En Sumisión, se
describen momentos más o menos decisivos de la lucha política frente a
la islamización; en Serotonina, las políticas de la Unión Europea tienen
consecuencias devastadoras sobre la vida de los habitantes de
provincias; en Aniquilar, una parte de la acción gira en torno a la
preparación de las elecciones presidenciales de 2027. Houellebecq
presenta a Bruno Juge como un tecnócrata ejemplar, extremadamente
competente y comprometido cívicamente, por así decir, con su función.
Los logros del «mejor ministro de economía desde Colbert» habían sido
extraordinarios: se nos dice que, obsesionado con devolver a Francia a
los Trente Glorieuses, había conseguido revitalizar realmente la
economía francesa y relanzar su industria. El único problema al que no
había podido hacer frente era el alto desempleo, casi inevitable debido
al aumento de la productividad del trabajo. En cualquier caso, Juge
concibe la acción de los presidentes de la República Francesa de forma
similar a la de los reyes, siendo sus cometidos fundamentales de
naturaleza no ideológica: mantener la paz en el interior y defender los
intereses del país frente a sus competidores. Esta competición ya no se
desarrollaba en el terreno militar, sino en el económico, y la
revitalización de la industria francesa había sido propiciada por una
surte de «patriotismo económico» más o menos aislacionista.
El
problema es que, en la literatura houellebecquiana, la fuerza del
sentido histórico y la dimensión de las civilizaciones parecen acabar
imponiéndose sobre los eventuales logros del juego político. Así, a
Bruno Juge le faltaba, en realidad, el ingrediente esencial: la
psicología de los baby boomers, una generación moldeada por el impulso
de confianza que supuso la victoria contra los nazis en un conflicto
que, al contrario que la Primera Guerra Mundial, había sido percibido
como una lucha sin ambigüedades del bien contra el mal. Por supuesto,
nada queda en los occidentales de hoy de este impulso, cuya desaparición
fue acelerada gracias a la labor destructiva de la «izquierda moral» en
los últimos 50 años. Con todo, las novelas de Houellebecq siempre
contienen personajes –generalmente mujeres– que conservan una
generosidad y dignidad excepcionales; reductos donde, por así decir, lo
mejor de la naturaleza humana no ha quedado completamente ahogado. En
Anéantir, este papel lo cumple Cécile, la hermana del protagonista, una
devota católica, Hervé, su marido, un antiguo ultraderechista, ambos
votantes de RN, o un grupo de activistas contra la eutanasia. «Serios y
trabajadores, Bruno y Hervé amaban los dos su país, y se situaban, sin
embargo, en dos campos políticos opuestos.»
En
suma, la posición de Houellebecq respecto a la modernidad es
ambivalente, igual que lo fue la de muchos de sus admirados reformadores
sociales del s. XIX. Para estos, la industria o la ciencia, productos
esencialmente modernos, no solo podrían conducir a una solución de los
problemas de organización de las sociedades, sino que reconstruirían
todo aquello que, afectivamente, había sido destruido en las épocas
críticas y disolventes como el s. XVIII. Quizá Houellebecq no haya
abandonado del todo la idea de que la industria puede ofrecer una suerte
de redención menor al desasosiego moderno, o incluso de que sea posible
una nueva articulación moral de las sociedades hiper-tecnológicas. En
cualquier caso, nuestro autor ensalza profundamente la lucha de aquellos
que, no desde el nihilismo, como los terroristas de la novela, sino
desde un sistema moral determinado, se enfrentan a las mutaciones
antropológicas que nos han hecho más egoístas e indiferentes. Toda esta
lucha, sin embargo, es siempre emprendida por personajes secundarios de
sus novelas. Los personajes principales, que el lector identifica
instintivamente con el autor, son guiados por la inercia, y acaban
sucumbiendo a la impresión de que la suerte ya estaba echada, hacía
tiempo, en algún lugar lejano de la historia de Occidente.
Así
sentenciaba Houellebecq en una de sus poesías: «No debemos parecernos a
aquel que trata de plegar el mundo a sus deseos / A sus creencias / […]
Como lagartos nos calentamos al sol del fenómeno / Esperando la noche /
Pero no nos pelearemos / No debemos pelear / Estamos en la posición
eterna del vencido.»
BLOG ORLANDO TAMBOSI
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