Entre uma presidência vertical e dois fortes partidos populistas, nunca a democracia na França pareceu tão frágil. Gilles Bataillon para Letras Libres:
UN NUEVO PAISAJE POLÍTICO
El
primer dato que sobresale en los resultados de la primera vuelta de las
elecciones presidenciales de Francia, celebrada el pasado 10 de abril,
es el alto índice de abstención: 25.14%, que aumentó con respecto a la
primera vuelta de las elecciones presidenciales de 2017, donde fue de
22.23%. De hecho, no ha dejado de aumentar desde los comicios de 2007,
cuando alcanzó apenas 16.23%. El creciente abstencionismo ha sido
interpretado como un signo de “apatía” o “despolitización” de los
franceses. Tal conclusión es cuando menos arriesgada, como lo demuestra
el vigor de la participación asociativa y el interés por la política
entre los franceses.
Por
el contrario, debe verse sobre todo como una señal de la creciente
desconfianza de los electores hacia los políticos. Muchos franceses, ya
sean no empadronados, abstencionistas o votantes, tienen la impresión de
vivir en una democracia intermitente. Solo son consultados cada cinco
años para elegir al presidente de la República y a los parlamentarios,
quienes una vez elegidos pueden dar la espalda a sus promesas de
campaña, sin tener que rendir cuentas antes de que finalicen sus
mandatos. También sienten que los políticos no los representan ni
sociológica ni ideológicamente. Por eso, la participación y el interés
por la política toman cada día más la forma del rechazo o el recelo
hacia la política institucional.
El
otro hecho llamativo es la tripartición de la escena política. Tres
candidatos se distanciaron claramente de sus competidores. Emmanuel
Macron, el actual presidente, que busca la reelección, obtuvo 27.84% de
los votos. Le siguió de cerca Marine Le Pen, candidata fascistoide de
Reagrupamiento Nacional, con 23.15%. Jean-Luc Mélenchon, líder populista
de Francia Insumisa, recibió 21.95% y estuvo a punto de pasar a la
segunda ronda de las elecciones. Con 7.07% de los votos, siguió un
recién llegado a la escena política: Eric Zemmour, periodista de extrema
derecha que abanderó los viejos ideales maurrasianos y racistas que
Marine Le Pen había puesto en sordina, sin abandonarlos por completo.
Todos
los demás candidatos, incluidos los gaullistas y los socialistas,
partidos que se han alternado en el gobierno francés desde 1981,
obtuvieron votaciones menores al 5%. Valérie Pécresse, presidenta de la
región de la Isla de Francia y candidata del partido gaullista de Los
Republicanos (LR), alcanzó un 4.78%, apenas por encima del candidato
ecologista Yannick Jadot, que recibió 4.63%. Siguieron el candidato
ruralista, Jean Lassalle, con 3.13% de los votos, el candidato del
Partido Comunista, Fabien Roussel, con 2.6%, de los votos, Nicolas
Dupont-Aignan, un exgaullista que pasó a la ultraderecha, con 2.06%,
Anne Hidalgo, la candidata socialista y alcaldesa de París, con 1.75% y,
finalmente, los dos candidatos trotskistas, Philippe Poutou, con 0.77%,
y Nathalie Arthaud, con 0.56%.
LA CRISIS DE LOS PARTIDOS DE GOBIERNO
El
panorama político de la Quinta República se ha sacudido desde los
cimientos. El Partido Socialista (PS) y el partido gaullista (LR),
agrupaciones hegemónicas de este régimen republicano, llevaban varias
legislaturas en crisis evidente, pero esta vez han quedado seriamente
dañados, y su supervivencia a corto y mediano plazo está en entredicho.
Esto se debe a dos razones.
La
primera fue la forma en que sus líderes, los expresidentes Nicolas
Sarkozy (2007-2012) y François Hollande (2012-2017), se desdijeron de
sus promesas de campaña apenas llegaron al poder. Recordemos las
fanfarronerías de Sarkozy en torno a la desregulación y la seguridad. Si
bien tuvieron efectos pobres, especialmente durante la crisis
financiera de 2008, llevaron a la fractura de LR entre los partidarios
de una alianza con Marine Le Pen y la derecha republicana.
Pero
las palmas, sin duda alguna, son para François Hollande, quien durante
su campaña presidencial dejó que su electorado esperara una política
económica regulatoria keyneisana –recordemos su eslogan en la reunión de
Bourget, “mi enemigo es el mundo de las finanzas”–, pero luego optó por
una política social liberal. Recordemos también, tras los atentados de
noviembre de 2015, su proyecto de ley, finalmente abortado, que habría
permitido que los franceses de origen extranjero condenados por actos de
terrorismo fueran privados de su nacionalidad. Con él no solo irritó a
su electorado de izquierda, sino que creó una bronca al
interior de su gobierno –la ministra de Justicia, Christiane Taubira,
ícono de la izquierda, renunció en respuesta– y de su grupo
parlamentario. Todos estos gestos políticos lo hicieron tan impopular
que no pudo siquiera pensar en postularse para un segundo mandato. Como
resultado, el PS postuló para las presidenciales de 2017 a Benoit Hamon,
un joven apparátchik sin mucha consistencia.
Todas
estas acciones alimentaron entre los electores la muy justificada
impresión de que los miembros de la clase política que había gobernado
hasta entonces eran hábiles estrategas burocráticos cuando hacía falta,
pero al final eran incapaces de poner en práctica las políticas que
anunciaban. Peor aún, parecía que toda una serie de funcionarios
electos, tanto en la Cámara y el Senado como en los consejos
departamentales y los municipios, estaban sobre todo preocupados por
mantener sus cargos, sin poner mucha atención a las políticas que
estaban implementando.
Este
divorcio entre votantes y políticos alimentó una mezcla de “fuerismo”
–un “que se vayan todos”, que expresa un rechazo a la clase política en
su conjunto– y de aspiración renovadora que, a partir de 2017,
descalificó a LR y al PS. Estas dos posturas favorecían a sus
competidores: en el extremo derecho, Reagrupamiento Nacional (RN) de
Marine Le Pen y, en el izquierdo, Francia Insumisa (FI) de Jean-Luc
Mélenchon. Estas dos fuerzas políticas y sus líderes supieron mostrarse
más cercanos a las aspiraciones del electorado y más auténticos en sus
discursos. Marine Le Pen se presentó como la encarnación del “pueblo
francés” y las “clases populares” excluidas de la globalización.
Mélenchon se afirmó como un tribuno que se hacía eco de los movimientos
de ira popular, de los llamados a una democracia más participativa y de
las preocupaciones ambientales. Al hacerlo, dio esperanza a un
electorado de izquierda, especialmente a los más jóvenes, cansados del
“voto útil” a favor de políticos prestos a abandonar sus promesas. De
ese modo, Marine Le Pen obtuvo el segundo puesto en la primera vuelta de
las elecciones presidenciales de 2017, con 16.14% de los votos, y
Jean-Luc Mélenchon el cuarto, con 14.84% de los votos.
La
segunda razón que puso en entredicho el futuro de los partidos
tradicionales fue la coyuntura política de 2017, que favoreció a un
candidato joven y debutante, Emmanuel Macron, cuya victoria en las
elecciones presidenciales permitió una primera recomposición del
panorama político.
Alto
funcionario de la Escuela Nacional de Administración, antiguo banquero
de inversión, cercano por un tiempo a los sectores más tecnocráticos y
bonapartistas de la izquierda, como el Movimiento de los Ciudadanos de
Jean-Pierre Chevènement, Macron fue secretario general adjunto del
gabinete presidencial de François Hollande (2012-2014) y ministro de
Economía y Finanzas (2014-2016) antes de lanzar, en 2016, su movimiento
político, La República en Marcha (LREM), y renunciar al gobierno para
emprender su campaña presidencial en 2017. Obtuvo 18.19% de los votos en
la primera vuelta y ganó, con 66.1%, en la segunda vuelta frente a
Marine Le Pen, que obtuvo 33.9%.
Si
bien la habilidad política y la capacidad de seducción de Macron están
fuera de toda duda, probablemente no habría sido elegido sin los
tropiezos del candidato de LR, François Fillon. Aunque al inicio de la
campaña tenía muchas probabilidades de triunfar ante una izquierda
dividida entre un candidato socialista con poca credibilidad y un
Mélenchon identificado con el populismo de izquierda, Fillon se enredó
en escándalos que involucraban haber otorgado empleos ficticios a su
esposa y recibido lujosos obsequios de personajes de dudosa reputación.
Estos asuntos lo desacreditaron ante una parte de su electorado, que se
rebeló ante el contraste entre sus llamados públicos “al rigor” y la
generosidad y prebendas en su beneficio.
A
esta debilidad de la derecha se sumó el deseo de los votantes, tanto de
derecha como de izquierda, e incluso ecologistas, de evitar a toda
costa una segunda vuelta entre Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon,
considerados incapaces de ejercer responsabilidades presidenciales.
Muchos votantes, en un principio poco entusiasmados con su candidatura,
votaron por Macron en la primera y en la segunda vueltas, y luego dieron
una amplia mayoría a LREM en la Asamblea.
UN QUINQUENIO A CONTRATIEMPO
Favorecido
de manera evidente por el contexto, Emmanuel Macron supo presentarse en
2017 como un “hombre providencial” capaz de superar los bloqueos
franceses y llevar a buen puerto las que llamó “reformas justas”.
Formuló una serie de diagnósticos sensatos sobre varios de los grandes
problemas de la sociedad francesa: sociales –el sentimiento de
relegación y desvalorización de las clases medias, y aún más de las
clases trabajadoras–; económicos –el desempleo masivo, el déficit
público y el sistema de pensiones, así como el aumento de la desigualdad
en beneficio del 1% más rico–; políticos –la crisis del sistema
representativo y la necesaria introducción de una dosis de
representación proporcional para compensar la falta de representación de
la clase política, la moralización de la vida pública y la debilidad de
los otros poderes frente al ejecutivo; y finalmente, la emergencia
ecológica. También supo vincular el ascenso de la extrema derecha al
resentimiento de amplias fracciones de las clases trabajadoras contra
las élites. En respuesta, hizo un llamado a honrar los principios
democráticos, y prometió hacer todo lo posible para poner fin a décadas
de inmovilismo social.
Todos
los comentaristas que han hecho un balance del mandato de Macron
subrayan, con diversos matices, que su presidencia, a pesar de contar
con una mayoría muy amplia en la Asamblea Nacional, estuvo lejos de
cumplir con sus promesas reformadoras en los planos mencionados.
Más
allá de estos abandonos, hay un punto en particular que merece ser
subrayado, y es la forma en que la praxis gubernamental ha contribuido a
acentuar las fragilidades de la democracia francesa. Elegido con la
promesa de restaurar la verticalidad del poder pero al mismo tiempo
devolver su rol al parlamento, establecer contrapesos ciudadanos y
fortalecer la independencia del poder judicial, Macron volvió a poner de
moda una visión tecnocrática y autoritaria de la democracia.
Conformado
inicialmente por prosélitos y tránsfugas del PS y los ecologistas –y
muy pronto, también de LR–, apoyado por los centristas, LREM no es un
partido que hace dialogar y negociar a distintas corrientes capaces de
una síntesis reformadora, sino uno construido sobre el modelo de una
empresa burocratizada, que tiene la mira puesta en alcanzar objetivos
establecidos por el presidente de la República y sus consejeros. El
círculo formado por el mandatario y un número reducido de allegados ha
funcionado en una burbuja, como un microcosmos tecnocrático distanciado
de la sociedad, sin aprehenderla más que a través de encuestas de
opinión e indicadores macroeconómicos.
La
Asamblea Nacional es sistemáticamente vista no como un lugar donde las
propuestas de ley pudieran ser enmendadas gracias a los debates al seno
del partido mayoritario y con la oposición, sino como una simple cámara
de registro de las decisiones de un presidente omnisciente. Esta
verticalidad del poder fue rápidamente tachada de arrogancia, por la
propensión del presidente a multiplicar las palabras despectivas y
provocativas en contra de aquellos, fueran ciudadanos comunes o
funcionarios electos, que cuestionaran sus políticas o pretendieran dar
lugar a voces discordantes. Macron se complacía en mostrarse como un
presidente divisivo, que sabía qué le convenía al país y no se dejaba
dirigir por los vaivenes de la opinión pública. De la misma forma toleró
sin pestañear las cortesanas declaraciones de sus ministros, que loaban
sus méritos excepcionales.
Las
puestas en escena de la verticalidad del poder han estado acompañadas
de un socavamiento sistemático de las promesas de reformas democráticas.
La idea de introducir una dosis de proporcionalidad en la elección de
diputados fue pura y simplemente abandonada. El compromiso de tomar en
cuenta los resultados de las consultas populares en el tema de la
transición ecológica fue completamente ignorado, acreditando así que se
trataba de falsas promesas destinadas a enmascarar la verticalidad y la
supuesta omnisciencia del poder. Los oportunos vuelcos de su política
económica –que inicialmente abogaba por la retirada del Estado,
ensalzando las bondades del mercado, y luego afirmó la necesidad de una
intervención estatal masiva, que fue especialmente notoria en las
políticas sanitarias, para hacer frente a las dificultades derivadas de
la pandemia covid-19– volvieron a acentuar la imagen de un presidente
que decidía por sí solo y se jactaba de la verticalidad de su poder. La
capacidad de combinar las funciones de presidente y de primer ministro,
así como de decidir en solitario, lo convirtió en la figura central de
la vida política, pero a su vez provocó reacciones de cólera y de furor
hacia su persona, en un grado nunca alcanzado por sus predecesores.
LA SOMBRA DEL POPULISMO
Es
claro que las críticas suscitadas por esta figura bonapartista no han
permitido que una oposición capaz de restituir el sentido y reinventar
una praxis democrática se afirmara como una alternativa con
posibilidades de triunfo en el escenario electoral. En estos temas
centrales, los partidos de los líderes políticos que compiten más
seriamente con Macron son, por decir lo menos, problemáticos.
En
lo que respecta a RN y los votantes partidarios de Zemmour, hay poca o
ninguna ambigüedad. Si bien estos últimos provienen de la burguesía y
las clases medias fascinadas por la rehabilitación de los pensadores de
la colaboración y la contrarrevolución, RN cuenta con un amplio apoyo en
las clases populares, seducidas por las promesas engañosas de Marine Le
Pen. No hay duda, sin embargo, de que las ideas y prácticas de RN son
protototalitarias: el culto a la líder, el rechazo al pluralismo y las
garantías del Estado de derecho, la xenofobia racista antimusulmana y
muchas veces antisemita. El funcionamiento de RN es el de un clan
familiar, donde las bases están llamadas a ratificar las elecciones de
un núcleo dirigente a las órdenes de una jefa indiscutible, heredera del
partido fundado por su padre. Sus posiciones en política internacional
no son solo antieuropeas: son las de un partido vasallo y económicamente
dependiente de la Rusia de Putin, pero también amigo de los aprendices
de dictador de Europa, como Victor Orbán, o del Medio Oriente, como
Bashar el Assad. Todo en este movimiento recuerda lo que apuntaba Hannah
Arendt sobre la seducción ejercida por el partido nazi o el partido
fascista italiano durante el período de entreguerras.
El
atractivo de FI merece un análisis distinto. Su líder y su círculo
cercano pretenden encarnar no solo una renovación de la lucha contra el
capitalismo y una política ecológica capaz de enfrentar los desafíos del
Antropoceno, sino también una renovación de la democracia. Con respecto
a los dos primeros puntos, tienen varios argumentos sólidos y
convincentes en su haber. Luego de sus inicios productivistas y
pronucleares, Mélenchon se convirtió en el defensor de la ecología. Y es
entendible que todo un sector de la juventud y franjas del electorado
popular, alguna vez abstencionistas, voten y se movilicen por FI.
Lo
que tiene algo de ceguera autoimpuesta, en cambio, es la forma en que
la gente preocupada por la autonomía, por la renovación política
democrática, tanto a nivel interno como internacional, ha visto en el
apoyo a Mélenchon y sus lugartenientes al “partido de los derechos
humanos” y al “voto útil” para bloquear el renacimiento fascista
representado por RN. Señalemos que, en su justificación del llamado a
cerrar el camino al fascismo, caracterizan el fascismo como, ante todo,
sinónimo de “explotación creciente”, de un partido al servicio del gran
capital, que afirma defender el “poder adquisitivo” de las clases
trabajadoras. No han querido ver la mutación política que supone el odio
que RN profesa a los principios democráticos, el cuestionamiento de la
igualdad entre ciudadanos que implica el racismo, y su afán por
socavarlos. Son incapaces de comprender la naturaleza de las
transformaciones que se están produciendo en los países gobernados por
líderes populistas como Victor Orbán.
Por
convicción o preocupación táctica, estos defensores de FI tampoco están
dispuestos a cuestionar el funcionamiento del partido, que no conoce
ninguna democracia interna. Sin corrientes en competencia, sin voto
democrático para nombrar líderes o renovarlos, el partido se rige por un
principio de cooptación en manos del líder, Jean-Luc Mélenchon, y sus
lugartenientes, devenidos en parlamentarios. Hay pocas o ninguna
instrucción dictada por un núcleo de liderazgo y aplicada por un sistema
de células o secciones. La operación es más laxa. Se dan orientaciones
generales, puestas en acción por redes fluidas. El movimiento, según
escribe su líder, es “gaseoso”. Pese al lenguaje de pretensiones
eruditas, la autoridad del núcleo gobernante está ahí y es imposible de
cuestionar. La única solución para los militantes que tienen dudas es
alejarse y abandonar el movimiento. Muchos cuadros y militantes lo han
hecho, y han dado testimonios abrumadores sobre las costumbres
cesarianas del líder y sus subordinados.
Queda
un último motivo de asombro para aquellos que se muestran preocupados
por la renovación política y están cansados de las negaciones,
descuidos y cambios de rumbo de la “clase política tradicional”: las
amistades, en nombre del “realismo internacional”, de Mélenchon con
diferentes tipos de tiranos. De cara a estos políticos, de los que formó
parte durante más de veinte años, el líder de FI no se queda atrás. Fue
voluntariamente adepto a un lenguaje xenófobo frente a la Alemania de
Angela Merkel. Elogió las cualidades de Putin durante la anexión de
Crimea en 2014, y fue hasta el comienzo de la guerra en Ucrania que
defendió la “no intervención”. Él y los diputados de FI también se
negaron a condenar la política etnocida contra los uigures y otras
poblaciones musulmanas en la República Popular China. Ni hablemos de sus
mentiras sobre las dictaduras en Cuba y Venezuela y su silencio
ensordecedor sobre Nicaragua.
Nunca
en los últimos veinte años la democracia ha parecido tan frágil en
Francia como después de la primera vuelta de estas elecciones
presidenciales. Nadie puede excluir que RN, partido indudablemente
fascista y partidario de una alianza con Rusia, potencia expansionista y
totalitaria, gane en la segunda ronda. FI, ligeramente superado por RN,
es un partido cuyas credenciales democráticas están en entredicho. Ante
esto, hay que insistir sobre la importancia del trabajo de renovación
democrática que les espera a los franceses, independientemente del
resultado de las elecciones del próximo domingo.
BLOG ORLANDO TAMBOGI
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