BLOG ORLANDO TAMBOSI
Livro lançado na Espanha compila os diários e cartas da autora sobre suas viagens pela Europa e reflete como sua ideia sobre a Espanha mudou. Gonzalo Núñes para The Objective:
Los
británicos, que inventaron el turismo moderno, proyectaron también
desde bien pronto las dos posturas básicas hacia el viaje: el entusiasmo
y la indiferencia. En los tiempos del Grand Tour, cuyas paradas
principales eran Francia e Italia (luego Suiza), convivieron y hasta coincidieron estos dos enfoques desde el siglo XVIII.
La
bandera de la indiferencia y hasta la hostilidad la levantó Tobias
Smollett. «Aborrezco la comida francesa y no soporto el ajo», escribió
en sus Viajes por Francia e Italia (1766), donde también alertó de que,
en caso de acoger a un francés, éste «corresponderá a su generosidad
galanteando» a la esposa, las hijas y las sobrinas y, en último caso, a
la abuela. Al puntilloso Smollett replicó Laurence Sterne con su Viaje
sentimental (1768). Allí, con fina ironía, replicaba a los nacientes
haters del turismo, viajeros puntillosos y con aires de superioridad
como Smollett, que la clave de un buen viaje residía en «conservar la
calma y el humor desde el principio hasta el final». Parece ser que
Smollett y Sterne coincidieron en Milán. El segundo vio al primero como
un tipo «aquejado de melancolía e ictericia y todo cuanto vio quedó
descolorido y distorsionado en su memoria».
Con
las adaptaciones obvias, estas dos posturas turísticas han sobrevivido
hasta la actualidad. Sin ir más lejos, en 2018, una turista británica
denunció a su agencia de viajes local porque en Benidorm había
«demasiados españoles». Frente a esta postura gregaria y tan victoriana,
existe otra línea de viajero, inspirada en Gerald Brenan, en el caso de
España, que busca ante todo la inmersión y el exotismo, incluso donde ya no lo hay.
En los viajes de Virginia Woolf por
España, tres en total (1905, 1912 y 1923), es posible encontrar
indiferencia, quisquillosidad y hasta aires de superioridad, pero
también, curiosamente, el más desmedido entusiasmo. Dicen que el buen
viaje reside no tanto en el destino como en la compañía o el estado de
ánimo, algo que podría explicar los vaivenes de la Woolf en su
concepción extrema de España, que queda reflejada en el volumen De
viaje, editado por Nórdica con una selección temática de las cartas y
diarios de la autora.
La
Woolf entró en España por primera vez el 8 de abril de 1905 por la
frontera de Badajoz. Venía de Lisboa, ciudad a la que prodiga cálidas
palabras («amplia, brillantemente blanca y limpia»), pero ya antes, en
el ferry, había vislumbrado la costa española, presumiblemente gallega:
«Una costa magnífica, romántica, heroica, como una nariz muy aquilina». A
Virginia, a la sazón soltera y de 23 años, le acompañaban su hermano
Adrian y tres libros sobre nuestro país: La Biblia en España. Gitanos en
España, de George Borrow, una gramática española y la omnipresente guía
Baedeker, la Lonely Planet victoriana.
El
ingreso por Badajoz no es especialmente memorable: hace un «sol fuerte»
y el tren recorre campos sin árboles hacia el sur por un paisaje que
«no era bonito»; sin duda, la Tierra de Barros. Con todo, refleja la
todavía escritora sin obra, «Extremadura y Andalucía, ¡qué nombres
espléndidos!». Del esplendor de Sevilla,
sobre el que existe un consenso bastante amplio en la comunidad
viajera, no encontramos trazas en los diarios y cartas de Virginia. Sus
palabras hacia la ciudad son, cuando menos, tibias, y cuando más,
desencantadas. La Woolf y su hermano llegan en plena primavera
hispalense aunque, curiosamente, les persigue la lluvia. De la catedral,
dice que es bonita pero «elefantiásica» y que «no ha cumplido mis
expectativas»; de la Iglesia de la Caridad consigna que «no era muy
interesante»; y tampoco tiene más que palabras meramente descriptivas
para la Giralda y la Casa de Pilatos.
Su
imagen de los locales no es la más halagüeña: se queja de los bichos
que «se carcajean» de la mosquitera de su cama; y de la famosa simpatía
sevillana: «La gente se hizo inaguantable, ya que creían necesario ser
amistosos y habladores». Tampoco muestra interés por la célebre Semana
Santa local: «Aquí la gente se prepara para la fiesta. Han colocado
enormes figuras de cera en la catedral –no concibo por qué- y están
levantando estrados». También hay carteles de corridas de toros por
doquier, «me alegro de que nos lo perdamos». «Lo más interesante de
Sevilla son las calles», puntualiza. Y añade con paradójica flema: «No
lamentaré moverme, aunque he disfrutado de esto».
Granada
no despierta comentarios tan negativos pero tampoco es posible leer un
entusiasmo decidido por la ciudad que descubrió Washington Irving para
la angloesfera. Tampoco aquí encontramos pasión por España, de cuyos
hoteles en general se queja y de la que se despide sin nostalgia:
«Dejamos con alegría Badajoz».
Frente
a la puntillosidad con que refleja el primer viaje, el mayor de los
entusiasmos se apodera de Virginia Woolf en sus otras dos visitas (1912 y
1923). Las circunstancias son bien distintas, especialmente la
compañía. En el viaje de 1912 se encuentra en plena luna de miel con
Leonard Woolf, con quien regresará a España 11 años después. Sea por
amor a la compañía o la evolución en la mirada a de la artista, las
palabras vertidas en sus diarios y cartas no pueden ser más distintas a
las de su primer tour.
«Sin
duda este es el mejor país que he visto nunca», escribe a Katherine Cox
desde Zaragoza. En su luna de miel atraviesa España bajo el inclemente
calor español: «El único defecto que hemos encontrado a nuestro viaje es
que hacía mucho calor en Madrid
y Toledo, y que estos cielos meridionales son invariablemente azules».
Con todo, Virginia se confiesa seducida por España: «Creo que es, con
mucho, el país más magnífico que he visto nunca, y planeamos comprar una
mula española».
Once
años después, desde Murcia, revalida los votos: «No hay país más
encantador», le escribe a su amiga y amante Vita Sackville-West. En
aquel viaje de 1923, vía París, Leonard y Virginia visitan Madrid,
donde, sorprendentemente, se muestra interesada y hasta entusiasta con
la Semana Santa: «Había un gran festival religioso en Madrid e imágenes
disecadas de gran belleza (emocional, no estética)». Leonard y Gerald
Brenan acuden a los toros; a diferencia de su visita en 1905, Virginia
evita palabras de condena hacia la Fiesta. La pareja visitó Granada y
Las Alpujarras junto a Brenan, «un inglés loco que no hace nada, salvo
leer en francés y comer uvas».
La
escritora incluso fantasea con la plácida vida del rico inglés en
tierras meridionales: «No quiero volver a las comidas con carne, los
criados y los teléfonos». Sus descripciones de España son ahora vivas y
coloridas, contrastando con el laconismo de buena parte de sus diarios y
cartas. Retrata a los viejos jugando al dominó, las bandas de música,
su balcón murciano «sobre los limoneros y naranjos, con las montañas
detrás y todo tipo de colores y matices que cambian constantemente».
Todo, parece, se confabula para que el enamoramiento de España sea
completo. En una carta a Vanesa Bell desde el Carmen de los Fosos en
Granada, lo resume de este modo: «Es tan grande el éxtasis de tener buen
tiempo y color, sensatez y buen humor general».
Postado há 1 week ago por Orlando Tambosi
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