BLOG ORLANDO TAMBOSI
O ChatGPT não é apenas uma curiosidade chamativa. As enormes capacidades dessas ferramentas da IA revolucionarão o mundo, mas também abrirão importantes debates. De fato, cada vez mais vozes, em sua maioria da comunidade científica, reclamam uma maior integração dos valores humanos clássicos neste avanço inexorável para a inteligência artificial. Luis Meyer para a revista Ethic:
La
irrupción de ChatGPT ha bajado a la cotidianidad el potencial de la
inteligencia artificial (IA) y nos ha permitido comprobar de primera
mano hasta qué punto el futuro inmediato va a estar marcado por la
disrupción, pero también por la incertidumbre. Las enormes capacidades
de la aplicación no son ni una semilla antes de germinar respecto a lo
que se avecina. «Hay cuatro categorías, por así decirlo, de
dificultad creciente en la IA y nosotros apenas estamos en la primera»,
recuerda Senén Barro, director científico del CiTIUS-Centro Singular de Investigación en Tecnologías Inteligentes de la Universidad de Santiago de Compostela.
«La
primera fase, o sea, la actual, es en la que diseñamos inteligencias
artificiales para propósitos específicos. Por ejemplo, ChatGPT, que
puede, en definitiva, tener un diálogo fluido, rico, creativo y útil
en la mayoría de los casos, pero no deja de ser un propósito
específico», explica. Es también lo que ocurre con los sistemas que
posibilitan los coches autónomos. «Es impresionante, pero, insisto, son
desarrollos donde hay mucha intervención humana para orientarlos a
propósitos concretos, por muy complejos que sean», especifica el
experto. El siguiente paso, como describe Barro, será una IA de
propósito general: que no solo tenga un saber muy amplio sobre todo,
sino la capacidad de explorar nuevo conocimiento y de aprender de él,
así como la de volverse competente en múltiples dominios y ante
múltiples problemas, como pueden hacer las personas. «Aún no hemos ido
a Marte porque es un reto mayúsculo», ejemplifica. «Sí sabemos que
posiblemente lo podremos hacer dentro de veinte o treinta años, pero
aún hay muchas incógnitas; y si ya hubiéramos desarrollado esa IA con
propósito general, nos ayudaría a resolverlas y a andar ese camino»,
ejemplifica.
Tras
ella llegará una inteligencia equivalente a la humana en todos los
sentidos: en la resolución de problemas y en la capacidad de aprender,
pero también con un carácter intuitivo. Será emocional. El último
paso estará en la singularidad. «Será no solo equivalente a la humana,
sino muy superior», aventura Barro. «Podría rediseñar otras
inteligencias más competentes que la suya y, una vez superado ese
umbral, es complicado saber hasta dónde podrá llegar, pero lo que es
seguro es que nos habrá superado con creces», pronostica.
Ante
esta perspectiva, asumida ya por la comunidad tecnóloga y científica,
urge más que nunca darle un reenfoque antropocéntrico a los avances
tecnológicos: impregnar de valores humanos cada nuevo paso hacia una
inteligencia artificial más capaz es clave para que siempre esté a
nuestro servicio y no al revés, como advierte Barro. Esta necesidad se
materializa en un movimiento que cada vez cobra más adeptos: el
tecnohumanismo, que algunos también llaman tecnooptimismo, si bien su
sentido no tiene nada que ver con autocomplacencia: es un tipo de
activismo para enderezar una carrera tecnológica que, dicen, ya está
peligrosamente deshumanizada.
«Para
empezar, debemos recuperar la ética en todos esos avances, que ahora
monopolizan unas pocas multinacionales tecnológicas sin control», opina
Pedro Mújica, que se define como «tecnólogo humanista» y es el
fundador de la consultora Wecolab Studio y el responsable de IANética,
un proyecto tecnohumanista del Ayuntamiento de Valencia. «No tenemos
más que observar lo que hacen con nuestros datos: dicen que los usan
para darnos publicidad personalizada, pero en realidad pretenden la
ultrapersonalización, lo que nos puede llevar a la individualización
total y al aislamiento, y nos impediría unirnos y hacer cosas como
sociedad colectiva», añade.
Mújica
opina que los legisladores deben pisar el acelerador en este sentido.
«La Ley de Regulación de la Inteligencia Artificial en la Comunidad
Europea es un gran avance, pero todavía insuficiente», señala. Con
todo, ya ha demostrado su eficacia: frenó las pretensiones del Gobierno
de Polonia de instaurar un sistema de crédito social, como el que
tiene China. «Aun así, las grandes corporaciones siguen sin someterse a
una regulación severa. No es casual que surjan iniciativas como el Future of Life Institute
–desde el que más de 3.500 científicos alertan de los grandes riesgos
existenciales a los que nos pueden llevar avances como el metaverso
o Neuralink [un dispositivo capaz de mapear el cerebro] sin un mínimo
control–, que no para de reclamar a Bruselas una ley más fuerte sobre
inteligencia artificial», indica.
Otros,
como Rodrigo Taramona, consultor y divulgador de contenidos sobre el
impacto de la tecnología en el comportamiento humano, abogan por el
equilibrio. «Hay que encontrar ese punto entre los avances que nos
pueden beneficiar muchísimo como sociedad y ser capaces de garantizar
un uso ético, que no estén solo en manos de unos pocos, porque esta
inteligencia no para de crecer y de sustituir cosas, para empezar,
puestos de trabajo», apunta. Los efectos de las noticias falsas –que
impulsaron el genocidio en Myanmar o el asalto al Capitolio– muestran,
alerta, el potencial pernicioso de la tecnología. «Debería ser un
toque de atención que nos convenciera más que nunca de la necesidad de
volver a los valores humanistas y aplicarlos en cada avance
tecnológico», asegura.
Además,
el dominio de la IA es hoy lo que impulsa la geopolítica, como lo
hicieron en el pasado las religiones o los recursos naturales: la
carrera entre China y Estados Unidos por ser la primera potencia no es
armamentística, sino tecnológica. «El primer país que tenga una
verdadera inteligencia artificial que le permita ser más productivo que
el resto, e incluso más avanzado armamentísticamente, será el que
tenga el poder», advierte José María Lassalle, director del Foro de Humanismo Tecnológico de ESADE
y profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Pontificia de
Comillas (ICADE). Aunque Lassalle reniega de catastrofismos y apuesta
por «una visión optimista» sobre sus posibilidades, sí aboga por
«redefinir el relato de la tecnología y las infraestructuras que está
desarrollando». «No basta con interpretar de una manera utópica la
capacidad tecnológica si no tenemos en cuenta que ya es un poder en sí
misma y que ese poder se asienta sobre una estructura», explica. «Y eso
supone que se lleven a cabo reformas que introduzcan mecanismos de
justicia, de limitación ética, de redefinición del papel que el ser
humano debe desempeñar en el desarrollo de una inteligencia colectiva
que sea capaz de compensar el poder que, por ejemplo, la inteligencia
artificial está acumulando a la hora de gestionar el mundo en el que
vivimos», añade.
En
esta línea, Barro propone redefinir un concepto fundamental: «Hace
tiempo que pasamos por ser la sociedad del conocimiento, pero ahora
estamos un poco más allá: ha llegado la hora de asumir que somos la
sociedad de la inteligencia, tanto la humana como la no humana, y solo
si tenemos esto claro podremos transformarla en grandes avances que nos
beneficien a todos».
Postado há 1 week ago por Orlando Tambosi
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