BLOG ORLANDO TAMBOSI
Da esquerda à direita, do woke ao fundamentalismo de livre mercado, a antipolítica tem se consolidado como uma tendência em que os princípios absolutos ou o conhecimento técnico se põem acima da deliberação coletiva. Num momento em que tantas correntes se beneficiam da desconfiança na política, será possível restaurar a fé nela? David A. Bell para Letras Libres:
Casi
todos los observadores coinciden hoy en que la política en Estados
Unidos muestra una condición dramática y tóxica. Generalmente culpan de
esto a la “polarización” y al otro bando político. En realidad, las
razones son a la vez más complicadas y deprimentes, y no pueden
achacarse a una sola agrupación política.
En
su bestseller prepandémico En defensa de la Ilustración el psicólogo
Steven Pinker elogiaba la expansión mundial de la democracia, pero no en
los términos elogiosos que cabría esperar de un defensor tan entusiasta
de la modernidad. La democracia, admitía, era preferible a la tiranía y
ofrecía a la gente “la libertad de quejarse”. Pero Pinker advirtió
contra lo que llamó “una idealización cívica de la democracia en la que
una población informada delibera sobre el bien común y elige
cuidadosamente a los líderes que llevan a cabo sus preferencias”. Y
continuó: “Según ese criterio, el número de democracias en el mundo es
cero en el pasado, cero en el presente y casi con toda seguridad cero en
el futuro.”
La
afirmación era obviamente verdadera hasta cierto punto, como puede uno
comprobar al echar un vistazo a la “deliberación” que se produce en
nuestros medios de comunicación; pero es terriblemente superficial en
otros. Por supuesto que la democracia ideal nunca ha existido en el
planeta y probablemente nunca existirá. Si un elemento clave de la
democracia es el derecho universal al voto de los adultos, entonces
Estados Unidos solo se ha acercado al estatus democrático en los años
sesenta. Pero reconocer el hecho de que la realidad siempre está muy por
debajo del ideal no invalida el ideal. Pinker, después de haber
descartado el ideal como imposible de realizar, y de haber dado un golpe
condescendiente a “la superficialidad e incoherencia de las creencias
políticas de la gente”, aboga en cambio por una “concepción minimalista
de la democracia” que deja la política pública, en la medida de lo
posible, en manos de expertos capacitados. “Para que el discurso público
sea más racional –insistió–, las cuestiones deben despolitizarse tanto
como sea factible.” En otras palabras, circunscribir la democracia a
través de la tecnocracia.
El
problema de esta visión es que los problemas más importantes de la vida
pública no pueden despolitizarse, porque la mayoría de ellos no tienen
una única solución correcta que el análisis “racional”, por sí solo,
pueda determinar. Las personas ven soluciones diferentes, en función de
sus principios políticos y de los valores morales que defienden de buena
fe. El hecho de que mucha gente no aborde el tema del modo en que lo
haría un profesor de la Ivy League como Pinker (o como yo) no invalida
en absoluto esos principios y valores. La creación de un sistema
sanitario público en Estados Unidos, ¿representaría una mejora del
bienestar colectivo o es una intromisión en las libertades individuales?
¿Debemos tolerar enormes desigualdades de riqueza con tal de que los
más pobres de entre nosotros vean aumentar sus ingresos? ¿Cómo
equilibramos el derecho a defender nuestros hogares frente a los
peligros que plantea la fácil disponibilidad de armas mortales? Tengo
opiniones firmes sobre todas estas cuestiones, y votaré por los
políticos que compartan mis opiniones y prometan actuar en consecuencia.
Pero reconozco que otros tienen opiniones diferentes, no porque estén
equivocados o sean ignorantes o malvados, sino porque aportan principios
y valores diferentes a los problemas. Reconozco que, por mucho que me
preocupen estas cuestiones, no deben quedar fuera del debate político, y
no existe solo un punto de vista aceptable sobre ellas.
A
lo largo de la historia moderna, la mayor amenaza para la democracia ha
venido precisamente del rechazo de estos supuestos –de hecho, el
rechazo de la propia política– y de la consiguiente negación de
legitimidad política a quienes no comparten las propias opiniones sobre
cuestiones clave. Los historiadores han realizado intensos estudios
sobre el largo y penoso proceso por el que la noción de “oposición
legítima” fue ganando aceptación en Estados Unidos y otras sociedades
democráticas, y sobre cómo esa noción ha estado a menudo bajo amenaza.
La política democrática, que con tanta frecuencia tiende a la hipérbole y
la demagogia, produce con demasiada facilidad declaraciones sobre la
estupidez gratuita, la inmoralidad o simplemente la maldad de los
oponentes políticos.
Pero
no es la hipérbole casual, empleada con deshonestidad y que olvidamos
rápidamente, la mayor amenaza contra las sociedades democráticas. Es
cuando la negación de la diferencia legítima se solidifica en un sistema
de pensamiento, en una ideología que solo admite un punto de vista
permisible sobre cuestiones clave, y juzga de inmediato a todos los que
no comparten este punto de vista como algo intolerable. Tales sistemas
de pensamiento, reforzados por la repetición constante en los medios de
comunicación y por las organizaciones de los partidos políticos, han
conducido una y otra vez no solo a la erosión de las sociedades
democráticas, sino a su destrucción.
Si
la política ha alcanzado un estado tan calamitoso en Estados Unidos hoy
en día no es solo por la “polarización”, sino por el crecimiento tóxico
de varios patrones de pensamiento distintos y claramente contemporáneos
que tienden todos ellos a socavar la idea de que ciudadanos con
diferentes principios políticos y valores morales puedan deliberar de
forma colectiva sobre el interés público. Abarcan todo el espectro
político y pueden etiquetarse, a su vez, como tecnocracia,
fundamentalismo de mercado, populismo trumpiano y pensamiento woke. Cada
uno de ellos pretende situar cuestiones clave de la vida estadounidense
fuera de los límites del debate político, están sujetos a un único
punto de vista permisible, y por ello pueden calificarse de
antipolíticos. No representan tanto una contribución a la política como
una contribución a su destrucción. Todos tienen raíces históricas, pero
en tiempos recientes han evolucionado hacia formas nuevas y poderosas.
En parte, esto se debe a que el actual entorno mediático agrupa a las
personas de ideas afines en “silos” herméticos con una eficacia
espantosa, lo que dificulta verificar con objetividad los ejemplos más
extremos e insistentes de estos discursos. En parte, también se debe a
que estos diferentes patrones de pensamiento han demostrado una
sorprendente capacidad para influirse e interactuar entre sí.
En
los últimos años, este marchitamiento de la política ha suscitado
principalmente la atención de los intelectuales de izquierda ampliamente
asociados con el ala Sanders del Partido Demócrata. Ha sido un
leitmotiv en la obra del influyente jurista e historiador Samuel Moyn,
que ha hecho mucho por popularizar el concepto de “antipolítica”,
extraído de una constelación de pensadores entre los que se encontraba
el intelectual francés Pierre Rosanvallon. En un momento temprano de su
carrera, Moyn utilizó el término para caracterizar las cruzadas por los
derechos humanos que tomaron forma en la década de 1970, a las que acusa
de limitar el campo de acción de los movimientos sociales progresistas y
desviar su energía. Más recientemente se ha convertido en un fuerte
crítico de la autoridad que ahora ostenta el Tribunal Supremo
estadounidense. Este año, el jurista Jedediah Purdy retomó la idea de la
“antipolítica” en un contundente ensayo titulado Two cheers for
politics (‘Dos hurras por la política’). Purdy afirma que “nuestra vida
institucional e intelectual, nuestra cultura y sentido común, se
componen en esencia de advertencias contra la política y apelaciones a
fuentes alternativas de orden: constituciones duraderas, normas sobrias,
la sabiduría de los mercados”.
Por
muy valiosas que sean, estas posturas tienen dos problemas. En primer
lugar, tienden a confundir lo antipolítico y lo antidemocrático. Purdy,
por ejemplo, presenta a James Madison y Alexis de Tocqueville como
figuras “antipolíticas” por sus firmes y conocidas creencias sobre los
peligros de una democracia sin trabas. Pero si consideramos la política
como la deliberación colectiva de una sociedad sobre el bien común,
Madison y Tocqueville no eran antipolíticos en ningún sentido. Ambos
creían apasionadamente en lo que llamaban libertad política y se oponían
con firmeza a los sistemas en los que una autoridad central decide
todos los asuntos públicos. Ambos defendían lo que consideraban una vida
política sana y viva, pero con salvaguardias contra el tipo de excesos
democráticos que, en su opinión, conducían al despotismo, al colapso
político y a la guerra civil. Esto los convierte en conservadores y
antiigualitarios desde cierto punto de vista, y quizá también en
“antidemocráticos”, pero difícilmente en antipolíticos.
En
segundo lugar, los intelectuales “antipolíticos” tienden a considerar
que la amenaza procede casi siempre de fenómenos asociados a la derecha y
el centro políticos. No se equivocan al ver lo que sucede ahí, pero
yerran al caracterizar el auge de la antipolítica como una simple
cuestión de derecha contra izquierda, en donde la izquierda cumple el
papel de oposición heroica. La izquierda también es culpable de una
forma de antipolítica –ligada con el término demasiado amplio pero
inevitable de lo woke– que se ha hecho cada vez más influyente en la
sociedad estadounidense, y cuyos excesos antiliberales no han recibido
críticas por parte de figuras como Moyn y Purdy. La existencia de esta
antipolítica de izquierdas socava la reconfortante idea de que lo que
estamos viviendo hoy en Estados Unidos es en esencia otro capítulo del
largo conflicto entre “el pueblo” y “las élites”, y que una versión más
exitosa de Occupy o de la campaña de Sanders podría llevar al triunfo
del pueblo.
De
hecho, la existencia de esta versión izquierdista de la antipolítica
sugiere que algo diferente, y más terrible, está sucediendo en Estados
Unidos: que los impulsos antipolíticos que actúan en el país no derivan
principalmente del miedo a la política, del terror de las élites a un
demos poderoso y rebelde. Por el contrario, derivan de un miedo más
generalizado a la debilidad y el fracaso de la política, algo que muy
pronto se convierte en una profecía autocumplida.
Las
diferentes versiones de la antipolítica que circulan hoy en Estados
Unidos tienen esto en común: todas comparten la convicción de que el
sistema político ha fracasado en su tarea más importante. Para los
tecnócratas, esta tarea consiste en gestionar los temiblemente complejos
retos de la sociedad postindustrial. Para los fundamentalistas del
mercado, es salvaguardar el sacrosanto sistema de mercado de la
interferencia de grupos de interés perturbadores. Para los populistas
trumpianos, se trata de proteger a los verdaderos estadounidenses, a los
auténticos estadounidenses, de la ruina de las élites y de la invasión
de extraños que no comparten ni su herencia ni sus valores. Y para los
woke, es proteger a los grupos históricamente oprimidos de una opresión
adicional y reparar el daño que se les ha hecho.
Todos
estos grupos, por supuesto, tienen sus agendas y sus intereses
materiales. Pero todos han logrado elaborar mensajes que resuenan mucho y
que nuestros desquiciados sistemas de medios de comunicación y redes
sociales, al convertir de manera tan eficiente la indignación en
beneficio, amplifican con una fuerza tremenda. Peor aún, la interminable
y estridente competencia entre estos grupos, su demonización mutua y la
parálisis política resultante solo refuerzan la percepción fundamental,
común a todos ellos y con bases en la realidad, de que nuestro sistema
político está fallando, en lo que equivale a un bucle de
retroalimentación positiva de verdad mefítico. En el universo político
resultante, ni siquiera las crisis de la magnitud del colapso financiero
de 2008 y la pandemia han logrado provocar un cambio genuino, o el
movimiento popular que esperaban figuras como Jedediah Purdy.
Esta
es, pues, la paradoja de nuestra política actual: aunque casi todo el
mundo cree que el sistema político ha fracasado, también parece existir
un amplio consenso en que la única respuesta posible es restringir aún
más el espacio de lo político, situar franjas cada vez más amplias de la
vida estadounidense fuera del alcance de la deliberación y la toma de
decisiones colectivas, reducir aún más el espacio de tolerancia y
paciencia sin el cual no puede florecer ninguna política responsable. Lo
que un grupo ve como la protección de sacrosantos derechos, otros lo
perciben como una imposición tiránica. En este proceso, se evapora todo
sentido de comunidad política común y de “oposición legítima” y, como
dijo Foucault, poniendo de cabeza a Clausewitz, la política se convierte
en la continuación de la guerra por otros medios.
El
primer modelo de pensamiento antipolítico que funciona en la actualidad
en Estados Unidos es el que ejemplifica Steven Pinker, a saber, la
tecnocracia. Hoy en día, la tecnocracia se ve a menudo, erróneamente,
como una causa cuyo tiempo ha quedado atrás. Cuando el sociólogo Daniel
Bell (mi padre) la analizó en 1973 en El advenimiento de la sociedad
post-industrial, el término evocaba imágenes de expertos de bata blanca
que trabajaban para burocracias gubernamentales, grupos de reflexión y
grandes empresas como ibm. Estos expertos orientaban a los funcionarios
electos en su planificación social y económica a gran escala. El bloque
comunista, con sus enormes y petrificadas burocracias y su “nueva clase”
de funcionarios y expertos, parecía ofrecer una versión hipertrofiada
de este tipo de tecnocracia, mientras que las instituciones de Europa
Occidental, como la ultrapoderosa École Nationale d’Administration y el
Commissariat Général du Plan de Francia, ofrecían un ejemplo más
convincente. En nuestros días, el atractivo de la planificación
centralizada ha desaparecido casi por completo en la mayor parte del
planeta. En el sector de la economía que Bell y otros consideraron el
principal escenario del triunfo de los tecnócratas –la tecnología de la
información–, el futuro no pertenece ya a ejércitos de hombres con bata
blanca de la ibm y el mit. En su lugar, se apoderaron de él capitalistas
arribistas y arrogantes que, en muchos casos, poseen un aura
contracultural.
Pero,
como sugiere el éxito de la obra de Pinker, la tecnocracia sigue
teniendo una gran resonancia para muchos estadounidenses. Una versión
relativamente benigna ha en contrado acomodo en los sectores más
moderados e inestables del Partido Demócrata, entre los cargos públicos
que pretenden alcanzar sus objetivos en la medida de lo posible mediante
cambios técnicos y normativos, evitando así arriesgados conflictos
políticos. Barack Obama, a pesar de toda la retórica de sus campañas, se
inclinó por estas políticas, por ejemplo, al preferir los arreglos
técnicos de la Ley Dodd-Frank a cualquier intento serio de reestructurar
el sector financiero tras la crisis financiera de 2007-2008, y al no
incluir una opción pública en el sistema sanitario. Su influyente asesor
Cass Sunstein, una autoridad en la teoría y la práctica de la
regulación, ha defendido la búsqueda de la reforma a través de
“empujones” del comportamiento público cuidadosamente diseñados.
Sunstein
defiende lo que ha denominado “paternalismo libertario”. En palabras de
Moyn: “Cuando se trata de que el gobierno ayude a la gente a
realizarse, Sunstein insiste en que los tecnócratas deben gobernar. Con
una palpable sensación de alivio, ha confesado que la política le parece
sobre todo una distracción y no tanto una forma de confrontar
diferentes visiones de lo que supone una buena vida o el intento de
denunciar opresiones, que los expertos intentan enmascarar”. Sin duda,
los tecnócratas no son personas sin valores ni amorales, y la labor
reguladora de Sunstein ha estado motivada por la preocupación por la
buena vida, la vida segura y la vida justa.
Una
forma mucho más amenazadora de tecnocracia ha encontrado defensores
entre los oligarcas estadounidenses, en particular los antiguos socios
Peter Thiel y Elon Musk. Pocas cosas engendran más arrogante exceso de
confianza que la adquisición de una fortuna multimillonaria, y estos
hombres creen saber mucho mejor que cualquier político de carrera –por
no hablar del público estadounidense– cómo resolver los problemas del
país. Aunque comparten la convicción de los viejos tecnócratas de que la
gobernanza puede abordarse como un problema de ingeniería, rechazan de
plano la idea de que para ello sea necesaria una gran burocracia. Suelen
tener una fuerte vena libertaria (Thiel apoyó las campañas
presidenciales de Ron Paul y siente debilidad por Ayn Rand) y adoptan la
startup tecnológica como modelo organizativo: ágil, rápida y totalmente
sometida a un líder dominante y carismático. Como escribió Sam
Adler-Bell en un reciente perfil del protegido de Thiel, el candidato
republicano al Senado por Arizona Blake Masters: “los thielitas quieren
vaciar el gobierno […] Desean desbancar a la élite tecnocrática liberal
solo para poder instalar la suya propia: una más competente, obediente y
que no ponga trabas”.
Es
difícil saber qué programa político real proponen estos oligarcas
tecnócratas, más allá de destruir el gobierno federal y liberar a
empresas como las suyas de la regulación y los impuestos. Su hambre de
dominación y su desprecio por la competencia, su visión de sí mismos
como parte de un sacerdocio que entiende como nadie las necesidades
esotéricas del momento, su poder económico y su irresponsabilidad
política son peligrosos. A diferencia de los tecnócratas de los años
sesenta y de los expertos demócratas de nuestros días, la nueva visión
tecnocrática del futuro procede en gran medida de la ciencia ficción, lo
que significa que depende de tecnologías que aún no existen y que puede
que nunca existan, como el hyperloop de Elon Musk, que resolvería los
problemas de congestión del tráfico transportando pasajeros en cápsulas a
través de tubos subterráneos despresurizados a mil quinientos
kilómetros por hora. Lo más significativo es que estos aspirantes a
reyes de la tecnología sienten un desprecio visceral por la democracia.
Curtis Yarvin, un bloguero admirado tanto por Thiel como por Masters, ha
sugerido de manera abierta que el ceo de alguna Big Tech debería
convertirse en un César americano, capaz de gobernar dictatorialmente.
El
fundamentalismo del libre mercado también tiene un largo pedigrí. Los
liberales clásicos del siglo XIX promovían la noción de que los mercados
sin trabas proporcionaban la forma más eficiente de distribuir bienes y
servicios para obtener el máximo beneficio social general. Según su
punto de vista, los mercados se autoorganizaban y autorregulaban de
forma natural, por lo que se les podía dejar funcionar en su propio
estado natural de equilibrio, sin la interferencia del Estado. Esta
visión, al igual que la tecnocrática, era la de una sociedad libre de
política, una sociedad en la que la gente común tuviera poco o ningún
recurso para la acción política. Pierre Rosanvallon ha argumentado que,
cuando se lleva al extremo, puede dejar a la gente común casi tan
vulnerable a fuerzas que escapan a su control como el totalitarismo. El
historiador Jacob Soll ha demostrado en su importante libro Free market.
The history of an idea que la visión también rompió con la larga
tradición de pensamiento de mercado que prevaleció desde la antigüedad
hasta el siglo xviii, incluyendo la obra de Adam Smith. A pesar de todos
sus elogios al funcionamiento del libre mercado, Smith creía firmemente
que este solo podía ser efectivo dentro de estructuras y límites
concebidos y mantenidos por Estados poderosos.
En
las últimas décadas, el fundamentalismo del libre mercado se ha
radicalizado. Los acólitos de Milton Friedman abogan por mantener al
gobierno totalmente al margen de la vida económica y, de hecho, por
limitarlo en la medida de lo posible a tareas militares y policiales.
Insisten en que la necesidad del máximo crecimiento económico posible
justifica altos niveles de desigualdad económica, junto con fuertes
restricciones a la fiscalidad, la regulación, la planificación
económica, la nacionalización y la organización laboral. Los llamados
neoliberales ponen especial énfasis en liberar de regulación al sector
financiero de la economía, en permitir la “destrucción creativa” y la
“disrupción”, y en insistir en que el libre comercio debe operar a nivel
global, con bienes y servicios circulando libremente a la máxima
velocidad y volumen posibles por todo el mundo.
A
diferencia de la tecnocracia, el fundamentalismo del libre mercado ya
no tiene gurús de alto perfil como Thiel, Musk o Pinker. Han pasado los
días de Friedman y Hayek –o, en un nivel intelectual cómicamente
inferior, Ayn Rand y Arthur Laffer–. Como señala Soll, el propio
Friedman tuvo su máxima visibilidad e influencia política manifiesta en
la década de 1980, la era de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Sin
embargo, la doctrina conserva una enorme fuerza a través de
instituciones como la Cámara de Comercio de Estados Unidos y las
empresas y fondos de cobertura que garantizan con sus donaciones que el
Partido Republicano en el Congreso –y gran parte de la delegación
demócrata también– siga comprometido con el evangelio de los recortes de
impuestos. Como se ha señalado, los defensores de la nueva versión
oligárquica de la tecnocracia, que a menudo tienen antecedentes
libertarios, recuerdan sorprendentemente a los fundamentalistas del
libre mercado. Steven Pinker aplaude la globalización y despotrica
contra lo que llama “colectivización, control centralizado, monopolios
gubernamentales y burocracias de permisos asfixiantes”. Lo hace a pesar
de que permitir que los mercados funcionen sin supervisión política
contradice flagrantemente la idea de asignar bienes y servicios según la
competencia tecnocrática.
Con
los populistas trumpianos, el marchitamiento de la política adopta una
forma muy diferente. Al menos en su retórica, Donald Trump y sus muchos
acólitos no sienten simpatía ni por los tecnócratas ni por los
fundamentalistas del libre mercado. Exorcizan y ridiculizan a ambos como
élites tontas, codiciosas, antipatrióticas y que han perdido el
contacto con la realidad. Se enfurecen contra los “globalistas” y la
globalización, las políticas de inmigración laxas y los acuerdos de
libre mercado como el tlcan, que permitieron a las empresas
estadounidenses trasladar puestos de trabajo más allá de nuestras
fronteras. Desprecian a los expertos gubernamentales como miembros
corruptos del “Estado administrativo”, del “Estado profundo” o de la
“ciénaga” (swamp). Piden que se devuelva el poder político a “la gente”
en términos a veces bastante parecidos a los de la izquierda de Sanders y
el movimiento Occupy.
La
trampa, por supuesto, está en cómo definen “el pueblo”. Pocos de ellos
van tan lejos como la cansina reaccionaria Ann Coulter, que en 2016
propuso limitar el voto a las personas con cuatro abuelos nacidos en
Estados Unidos (una medida que excluiría a Donald Trump, entre otros).
Pero el propio Trump habla a menudo de los “verdaderos” estadounidenses
(o “verdaderos estadounidenses”, como en una reciente carta de
recaudación de fondos). Se cuida de no definirlos en términos étnicos,
pero su retórica deja pocas dudas sobre quiénes considera que forman
parte de ese grupo. Los verdaderos estadounidenses son orgullosamente
patriotas, abiertamente religiosos y viven fuera de las grandes ciudades
(“ciudades demócratas”, también conocidas como agujeros del infierno).
Creen en la Segunda Enmienda pero no en el cambio climático, comen carne
pero no tofu, tienen camionetas en lugar de Prius. Son blancos. Están
convencidos de que Trump ganó las elecciones de 2020, y que Joe Biden y
los demócratas están conspirando conscientemente para “destruir” el
país. Algunos incluso creen que Biden y Nancy Pelosi están secuestrando
niños para beberse su sangre. Solo estos estadounidenses, según la
visión populista trumpiana, merecen tener voz en las deliberaciones
sobre el bien común.
Esta
idea sería ya nociva si se quedara principalmente en un garrote
retórico. Pero en los últimos años, figuras de la derecha estadounidense
han recurrido a ella para forjar lo que equivale a una ideología
antidemocrática coherente y poderosa. Insisten sobre el asunto cada vez
más, alentados por el trabajo de intelectuales de instituciones
pseudoautoritarias como el Instituto Claremont, y basándose en la famosa
distinción de James Madison, que dijo que Estados Unidos es una
república y no una democracia. Por lo tanto, justifican (como algo
“republicano”) la manipulación de los escaños del Congreso, el poder
desproporcionado que se concede a los pequeños estados rurales en el
Senado y la forma en que el Colegio Electoral da a los candidatos
presidenciales la posibilidad de ganar las elecciones aunque pierdan el
voto popular. También pregonan la “teoría del gran reemplazo”, según la
cual las élites intentan sustituir de manera deliberada a los
“verdaderos estadounidenses” por inmigrantes que no comparten sus
valores, poniendo así en duda la legitimidad de la ciudadanía
naturalizada para millones de personas. Se deshacen en elogios hacia el
húngaro Viktor Orbán y las tácticas matonescas que ha utilizado para
amordazar a un poder judicial y una prensa libres. Y lo que es más
peligroso: insisten en la idea de que las legislaturas estatales
controladas por los republicanos tienen derecho a anular el voto
popular. En resumen, los populistas trumpianos creen en la política,
pero solo para sí mismos, solo cuando produce el resultado que ellos
prefieren.
En
la práctica, durante las últimas décadas, los seguidores de estas tres
corrientes del pensamiento antipolítico estadounidense han sido capaces
de hacer causa común, unidos por un odio compartido a las élites
liberales y a la regulación gubernamental. El Partido Republicano, desde
Newt Gingrich en 1994, pasando por el Tea Party en 2009, hasta Donald
Trump en 2016, demostró ser brillantemente hábil a la hora de amortiguar
las contradicciones flagrantes y reunir a tecnócratas oligárquicos,
financieros libertarios y populistas etnonacionalistas en una coalición
que podría no contar con la mayoría de la ciudadanía pero que, no
obstante, podría ganar las elecciones nacionales. Y así, a pesar de las
contradicciones, es fácil imaginar estas tres corrientes como una única
fuerza antipolítica maligna –“la derecha”– que una izquierda debidamente
dinamizada y poderosa, comprometida con la democracia real, debería
tener la capacidad de vencer. Es fácil imaginar la antipolítica como una
cuestión izquierda-derecha.
Pero,
por desgracia, la izquierda tiene su propia versión de la antipolítica,
conocida comúnmente como lo woke. Se trata de un sistema de pensamiento
que parte de las mejores intenciones, a saber, proteger a los grupos
históricamente oprimidos de una mayor opresión y reparar los agravios
que han sufrido. Pero también acaba situando numerosas cuestiones fuera
del ámbito de lo político, en este caso definiéndolas como absolutos
morales y cuestiones de derecho inalienable.
Sin
duda, muchos intelectuales de izquierdas a los que yo llamaría
antipolíticos insisten mucho en la naturaleza ineludiblemente “política”
de su trabajo. Pero su definición de lo político es muy diferente de la
que he ofrecido aquí. Muy influidos por Foucault, consideran que las
sociedades modernas están fundamentalmente conformadas por sistemas de
creencias hegemónicos basados en la exclusión (de mujeres, personas de
color, minorías sexuales). El trabajo “político” consiste en exponer y
cuestionar estos sistemas de creencias y las prácticas excluyentes que
se derivan de ellos. Desde este punto de vista, la deliberación
colectiva sobre el bien público solo es auténtica y productiva cuando
tiene lugar entre quienes han realizado ese trabajo previo de denuncia y
cuestionamiento. El único discurso político legítimo es el disenso. En
la práctica, se trata de una postura que hace que el vasto campo de la
actividad política legítima –tanto en términos de quién puede participar
como de qué cuestiones puede debatir– se estreche considerablemente.
No
hace falta decir que muchas de las cuestiones clave a las que se
enfrenta Estados Unidos en la actualidad tienen que ver con absolutos
morales y derechos inalienables. Los críticos de lo woke olvidan a
menudo que algunas cosas que ellos mismos pueden incluir ahora en la
categoría de “derecho inalienable” –el derecho de los homosexuales a
casarse, por ejemplo– no hace tanto tiempo le parecía a la mayoría de
los estadounidenses una extralimitación progresista salvaje. Hay muchas
cuestiones que claramente no deberían dejarse en manos del voto popular.
Imaginemos, por ejemplo, los resultados de un referéndum sobre el
matrimonio interracial celebrado en Estados Unidos en 1920. Pero, tal y
como argumentaron tan agudamente figuras como Madison y Tocqueville, la
deliberación política no siempre tiene por qué ser, de hecho no siempre
debe ser, democrática, en el sentido de reflejar los deseos conscientes e
inmediatos de la mayoría. En especial respecto a cuestiones de gran
importancia moral, dicha deliberación puede implicar, de forma
apropiada, a instituciones relativamente no democráticas como los
tribunales. Pero, en cierto sentido, debería derivarse de las
instituciones nacionales y expresar la voluntad de la nación en su
conjunto, en particular a través de la Constitución.
Lo
woke, por otra parte, pone la definición de lo que se considera un
absoluto moral y una cuestión de derecho inalienable únicamente en manos
del propio grupo oprimido y de las reivindicaciones de sus miembros
sobre lo que constituye un daño. Desde este punto de vista, son
epistemológicamente privilegiados: sus experiencias les permiten ver más
allá y comprender mejor. Si los miembros del grupo declaran que incluso
el debate de una cuestión les causa dolor o los pone en peligro, los
demás deben respetarlos y dejar esa cuestión fuera de los límites de la
deliberación. Esta noción de deferencia no solo inquieta a los
pensadores de la derecha. El filósofo Olúfẹ́mi O. Táíwò, un elocuente
defensor de las reparaciones a los afroamericanos, escribe de modo
razonable en su libro Elite capture: “Para quienes piden esa deferencia,
el hábito puede sobrealimentar la cobardía moral. Esas normas le dan
una envoltura social a la abdicación de responsabilidades: desplazan
hacia héroes individuales, hacia una clase de héroes o hacia un pasado
mitificado el trabajo que nos corresponde hacer ahora en el presente.”
Por
el momento, este tipo de ideología woke tiene su mayor influencia en
las universidades y en los medios de comunicación de élite. Incluso
publicar, en lugar de escribir, un artículo considerado dañino o
peligroso –por ejemplo, el artículo de opinión del senador Tom Cotton en
el New York Times “Send in the troops” en respuesta a las protestas que
siguieron al asesinato de George Floyd– puede costar el puesto a los
redactores. A pesar de las histéricas acusaciones que emanan de la
derecha, el wokismo no ha tomado el control de la educación pública
primaria y secundaria (excepto quizás en un puñado de escuelas y
distritos), ni de las grandes corporaciones ni del ejército. Pero ha
tenido un efecto innegable en el Partido Demócrata. En distritos y
estados fuertemente “azules” –y en las primarias presidenciales– los
candidatos corren serios riesgos si expresan opiniones heterodoxas sobre
una serie de cuestiones, incluidas aquellas que grandes mayorías de
estadounidenses consideran vejatorias y difíciles, como el aborto, la
discriminación positiva o la terapia hormonal para niños prepúberes
diagnosticados con disforia de género. Invocando las nociones de un
absoluto moral y de derechos inalienables, tal y como los definen
quienes han sufrido o pueden sufrir daños, los activistas descartan la
deliberación política sobre estas cuestiones por parte de la comunidad
–un grupo de personas con muchas experiencias vitales– en su conjunto. Y
así la política se marchita.
Todos
estos sistemas de pensamiento corrosivos tienen un largo pedigrí. La
antipolítica no es algo nuevo. Pero en los últimos años se ha hecho
mucho más poderosa y se ha convertido en una amenaza mucho mayor para la
democracia estadounidense por varias razones. La primera y más
importante es el actual entorno mediático, en el que prosperan
especialmente el populismo y lo woke. En la actualidad, un puñado de
grandes empresas obtienen enormes beneficios manteniendo a sus usuarios
en un estado de indignación permanente, empujándolos a hacer clic en un
enlace tras otro, a escuchar hora tras hora las noticias por cable y las
tertulias radiofónicas, y a ver y oír un sinfín de anuncios
cuidadosamente adaptados a su perfil demográfico y consumo previo. Lea
sobre el “régimen” demócrata y su última toma de poder dictatorial (y
haga clic aquí para conocer un nuevo y milagroso potenciador del
rendimiento). Entérese del último escándalo racista de un profesor de
derechas (y déjenos hablarle de nuestra nueva línea de coches
eléctricos). Y así sucesivamente. Los algoritmos se definen y
perfeccionan cuidadosamente para mantener a las audiencias expuestas a
los mismos sitios y programas, privándolas de otras fuentes de
información y reforzando todo el tiempo los mismos relatos unilaterales.
Twitter se diseñó para los arrebatos, las invectivas, los eslóganes y
la conformidad; en un orden político que depende de la reflexión,
Twitter es a menudo la tecnología de la irreflexión. Por otra parte, el
populismo trumpiano y lo woke han servido durante mucho tiempo como
objetivos favoritos del otro. A los trumpistas no hay nada que les guste
más que advertir contra los monstruos imaginarios de lo woke, la
“Teoría Crítica de la Raza” y los baños transgénero. Los woke, con más
razón, ven el populismo trumpiano como un fino velo que cubre la causa
de la supremacía blanca.
Los
fundamentalistas del libre mercado y los tecnócratas no participan del
mismo modo en el nuevo entorno mediático y, como ya se ha señalado, en
ambos casos el apogeo de su influencia política hace tiempo que pasó.
Pero la globalización y la dinámica de lo que gran parte de la izquierda
sigue llamando –con una esperanza tan ingenua que resulta
enternecedora– “capitalismo tardío” garantizan que las propias fuerzas
del mercado sigan siendo tan poderosas como siempre, generando dinero
que inunda el sistema político para protegerse de una regulación que
reduzca los beneficios. Y los plutócratas de Wall Street han encontrado
pocas inversiones mejores que las campañas políticas. Unos pocos
millones dirigidos a los senadores adecuados pueden ahorrar miles de
millones en exenciones fiscales. Mientras tanto, la nueva raza de
tecnócratas ha demostrado ser demasiado hábil para forjar alianzas con
los populistas trumpianos y aprovechar los resentimientos populistas que
se reproducen con tanta furia en internet.
De
hecho, estas diferentes corrientes de pensamiento se alimentan
mutuamente de formas a menudo inesperadas. Como ya se ha señalado, los
fundamentalistas del libre mercado, los populistas trumpianos y los
nuevos tecnócratas comparten una hostilidad hacia la mayor parte del
gobierno federal tal y como existe hoy en día, y colaboran con
entusiasmo para atacarlo. Por su lado, los populistas trumpianos y los
woke dirigen en buena medida su ira hacia una élite supuestamente
opresora, aunque los primeros la consideren la encarnación de la
supremacía blanca y los segundos, un desprecio liberal cosmopolita por
la gente común. Y mientras los populistas trumpianos se fijan en la
seguridad fronteriza y los valores sexuales tradicionales, los
fundamentalistas libertarios del mercado y los woke son más proclives a
celebrar la diferencia sexual y a apoyar el aumento de la migración. En
términos más generales, como comenta Jedediah Purdy, muchos progresistas
están de acuerdo con los fundamentalistas de mercado en que la libertad
y la autonomía personales, aunque definidas por los dos grupos de
maneras descomunalmente distintas, son “demasiado esenciales para
dejarlas en manos de la democracia”.
Por
encima de todo, sin embargo, todas estas corrientes de pensamiento se
basan en la convicción de que la propia política ha fracasado en Estados
Unidos, lo que lleva a la conclusión de que los elementos clave del
bien común solo pueden ser preservados y promovidos a través de medios
extrapolíticos. Y, por supuesto, la lucha política cada vez más
encarnizada que generan al perseguir estos medios extrapolíticos
convierte la convicción en una profecía autocumplida, ya que la
indignación y la polémica constantes ahogan el sistema político y lo
llevan cada vez más a la parálisis. Al insistir en el fracaso de la
política, provocan el fracaso de la política. La administración de Biden
ha conseguido, contra todo pronóstico, aprobar leyes importantes a
pesar de esta nefasta dinámica, y por el momento ha superado
parcialmente la parálisis. Pero si 2025 nos trae un presidente y un
Congreso republicanos, sin duda se dedicarán desde el primer día a
revertir estos logros.
Al
final de este oscuro camino, si seguimos por él, se encuentran los
nuevos tecnócratas. Son ellos quienes de forma más clara y explícita
rechazan la política en sí misma por corrupta e ineficaz, y son ellos
quienes, a largo plazo, se beneficiarán si el público estadounidense se
desespera por completo de la vida política. Para mí, como historiador,
es muy fácil ver cómo el público podría, exasperado y disgustado,
abrazar en última instancia a una figura tecnocrática carismática que
prometiera estar por encima de la corrupta refriega política y gestionar
los problemas sociales de forma unificadora y racional, aunque
dictatorial. La promesa funcionó para Napoleón Bonaparte, cuya versión
del despotismo ilustrado era la tecnocracia de su época. Funcionó para
muchos otros que siguieron su estela. Este resultado puede seguir
pareciendo improbable, pero si el conflicto político en este país se
vuelve violento (o más violento, porque ya es violento) entonces la
gente no solo se desesperará ante la política, sino que empezará a
temerle. En ese momento, el atractivo de un César podría llegar a ser
abrumador.
¿Podemos
salvar a la política, a la verdadera política, a la deliberación común
sobre el bien común, de este destino? ¿Es posible imaginar que surja un
nuevo tipo de movimiento que pueda reunir a suficientes ciudadanos como
para producir logros reales y restaurar la fe en la vida política? No
veo ninguna posibilidad de que tal movimiento surja hoy de la derecha
estadounidense. Allí, la podredumbre, el rechazo de la política en
nombre de los “verdaderos americanos” e incluso de la dictadura, es
demasiado fuerte, reforzada como está por una maquinaria mediática
conservadora con un poder sin precedentes. Tampoco hay indicios de un
enfrentamiento interno significativo dentro del Partido Republicano
sobre su futuro. Existe más bien la posibilidad de que surja una
política a favor de la política en la izquierda, y vale la pena recordar
el genuino atractivo que tuvo la campaña de Sanders para al menos
algunos votantes de Trump. Pero para que la izquierda estadounidense
genere con éxito un movimiento de este tipo tiene que rechazar su propia
versión de la antipolítica y el absolutismo moral puritano que la
acompaña. Solo si se aleja de este absolutismo moral y se centra en
causas en las que puedan unirse auténticas mayorías del país, dicho
movimiento tendrá una mínima posibilidad de éxito. De lo contrario, la
vida política real en Estados Unidos seguirá marchitándose, hasta que no
quede nada de ella. Una sociedad sin fe en la política es una especie
de infierno.
Publicado originalmente en Liberties.
David A. Bell es
profesor en el Departamento de Historia de la Universidad de Princeton.
Farrar, Straus and Giroux publicará su más reciente libro, Men on
horseback. Charisma and power in the age of revolutions.
Postado há 1 week ago por Orlando Tambosi

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