BLOG ORLANDO TAMBOSI
Es raro que el odio no vaya acompañado de mucha cobardía, ese otro aspecto consustancial al hombre. David Cerdá García para Disidentia:
Hay
una secreta afinidad» —escribe William Hazlitt en un ensayo homónimo a
este artículo— «un ansia de mal en el espíritu humano, que siente un
perverso, pero delicioso placer en la maleficencia, fuente infalible de
goce». No nos gusta escucharlo, pero nos es imposible negarlo. «El bien
puro pronto se vuelve insípido, falto de variedad y de vida», sigue
Hazlitt, haciéndose eco de cómo el espíritu al que acogota el
aburrimiento es capaz de las peores cosas, o como diríamos ahora: nada
más peligroso que un tonto motivado. Concluye Hazlitt: «El dolor es un
agridulce que jamás harta. El amor, a poco que flaquee, cae en la
indiferencia y se vuelve desabrido: sólo el odio es inmortal».
Si
hay un sitio donde comprobarlo es en las redes sociales en general y en
Twitter en particular. Impresiona de lo que son capaces algunas y
algunos (aunque más estos últimos: justo es decir que las mujeres, como
mínimo en internet, odian menos), hasta dónde llega la riada de hiel que
los contamina. Uno no es muy de caminar por los vertederos, pero alguna
vez lo he hecho por puro ánimo sociológico, encontrando en algunas
mentes el equivalente a vómitos, jeringuillas usadas, heces y toda clase
de desperdicios. Ni bots pueden ser, oiga; es humana, demasiada humana,
toda esa ponzoña: gente que desea a otros la muerte, violaciones y
abortos, cánceres y paraplejias, y hasta lo mismo para sus hijos.
Lo
de alegrarse de las desgracias ajenas —sea un torero corneado, un rojo
okupado o un «facha» agredido— se ha extendido tanto que le vamos a
tener que robar la palabra Schadenfreude a los alemanes, pues significa
justamente eso: el gozo que causan las desgracias ajenas. Lo primero que
piensas al leer según qué cosas es lo solitaria y negra que ha de ser
la vida de estos odiadores compulsivos. «Hacéis correr por doquier
grandes torrentes de lodo. El odio es vuestro alimento, la indiferencia
vuestra brújula», escribe (describe) Philip Claudel en El archipiélago
del perro. Pero luego te acuerdas de Hazlitt y de Dostoievski y de
Victor Hugo y de Cervantes y de todos los que nos han avisado de lo
cerca que estamos todos de lo peor y hasta qué punto tenemos el corazón
dividido. ¿Quién no ha deseado mal a quien se lo ha hecho, o simplemente
al adversario, al distinto? ¿Hasta cuánto hay que contar para no
soltarle una fresca a alguien, según nuestro propio criterio? ¿Cuántas
veces hemos dicho «disfruten lo votado» —eso es Schadenfreude de libro—
en los últimos cuatro años? «La soledad os devora. El egoísmo os
engorda. Dais la espalda a vuestros hermanos y perdéis el alma», escribe
Claudel, y este es el lugar ideal para que Jesucristo hable en Juan, 8,
9: «Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra».
Hay
algo ancestral en estas jaurías, y eso nos recuerda la paradójica
involución que esconde cierto progreso. «La fiera recobra su dominio en
nuestros adentros, nos sentimos como animales que van de caza», explica
Hazlitt, «y lo mismo que el sabueso se estremece durmiendo y corre tras
la presa en sueños, así el corazón se ensancha y grita de alegría en su
cubil al sentirse una vez más devuelto a la libertad y a sus instintos
sin ley y sin traba». Ha llegado la hora de admitir que llevamos años
animalizándonos, vía redes sociales. TERF, rojales, facha, rojipardo; se
nos acumulan los adjetivos con los que guiñamos el ojo a los nuestros
para ir a darle una paliza a un nuevo sujeto. Cuando odiamos en Twitter,
no respondemos: citamos tuits con condescendencia cruenta, convocando
otro aquelarre con el que ridiculizar a quien ha dicho algo que no nos
gusta, cediendo a esos «instintos sin ley y sin traba» que eran tan
caros a nuestros ancestros.
El
ciclo funciona aproximadamente en estos términos: navegamos por la Red,
pero en la parte acotada a nuestras filias y fobias; se nos ofrecen
explicaciones simples de hechos complejos; las entendemos como el rayo
(por supuesto) y exageramos un poco más la magnitud de nuestra
inteligencia; acrecentamos nuestro tonto desprecio por quienes piensan
distinto. Ecco, el odio. Por este tobogán nos conducen quienes se lucran
con nuestros rencores, pues estos son solo placenteros en la medida en
que lo esparcimos, y por cada salva nuestra de improperios hay alguien
que factura. Todo esto lo hacemos a fogonazos —«vuestras emociones son
efímeras, como mariposas calcinadas por la luz del día cuando apenas han
salido del capullo», nos dice Claudel—, y enseguida lo olvidamos, como
si no fuese un brazo humano el que aprietan nuestros sarnosos caninos.
El
odio es erótico. Como explica el psiquiatra Boris Cyrulnik, es un
placer que tiene su correlato físico. Lo explicaba hace unas semanas en una entrevista concedida en Valladolid a Vidal Arranz:
«Eichmann sentía placer al sentenciar a esas personas. Podemos
imaginárnoslo con su bolígrafo, deleitándose en el gesto de la firma,
diciéndose a sí mismo: “hago bien mi trabajo; gracias a mí los judíos
van a morir”. No sentía ninguna vergüenza ni culpa». Es el hoy
tristemente habitual sentirse «en el lado correcto de la historia», que
va acompañado de un déficit de sentimientos morales, no solo de
vergüenza, sino también de compasión y de admiración, ausentes en quien
odia compulsivamente.
Es
raro que el odio no vaya acompañado de mucha cobardía, ese otro aspecto
consustancial al hombre (aunque no más frecuente que la valentía). Mi
experiencia personal en las redes es que nueve de cada diez insultos
provienen de cobardes que se esconden tras un nick y ni en la foto dan
la cara. Mi técnica para espantarlos es muy sencilla: les pido nombre,
apellido y foto. Así es como estoy yo frente a ellos, de modo que puedo
exigirlo (solo al que insulta, no hay nada de suyo malo en el
anonimato). Es propio de miserables insultar en desigualdad de
condiciones. Hace no tanto, a quien te injuriaba desde la distancia,
parapetado por un muro o por otros, lo llamábamos «mierdecilla», porque
había un principio que dictaba que uno tenía que refrendar con el cuerpo
lo que era capaz de afirmar con la boca. ¡Cómo añoro los tiempos en que
para insultar a alguien había que mirarle a la cara!
Al
fondo de esta escombrera se adivinan enormes complejos de inferioridad,
insondables pequeñeces que alguien trata de hacer pagar a otros. El día
que cierren Twitter —es un decir: aparecerá un proveedor nuevo— no van a
dar abasto los psicólogos. A veces pienso que es bueno que haya
desfogues así para las almas atribuladas; el odio hay que combatirlo,
sí, pero también se nos exige misericordia. Sin embargo, luego concluyo
que quien se conduce así sigue sin estar bien a pesar de esas
evacuaciones; que, cuando se apaga la luz, quien más quien menos todo el
mundo sabe quién es, sin que la ficción protectora del odio lo salve; y
que es solo retrasar la cura hacer que los demás se manchen con
nuestras inferioridades.
Lo
único bueno que saco de la actual abundancia de odio es que hay mucho
menos gente capaz de hacer daño de lo que parece —al menos, de momento—,
porque el odio caniche en la Red no exige arrestos. Cuando la gente no
tiene nada que perder y es muy echada para adelante ruedan cabezas y
corren por las calles ríos de sangre. En Annie Hall, y luego de que
Woody Allen la lleve a ver el documental La pena y la piedad, en el que
se habla de la Resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial, Diane
Keaton le pregunta si él cree que sería capaz de soportar como aquellos
franceses ser torturada sin confesar el paradero de sus compañeros.
«¿Tú? En cuanto te quitasen la tarjeta de crédito lo largarías todo», le
dice Allen; pues bien, esta es un poco la triste esperanza, que todo
ese odio en la Red nunca tenga su correlato cara a cara porque esa
población odiadora es también población adocenada.
«De
todo nos cansamos, menos de poner en ridículo a nuestro prójimo y
congratularnos de sus deficiencias». Hace doscientos años que Hazlitt
escribió sobre cuánto nos complace el odio. No obstante, leemos sus
reflexiones con un pálpito de actualidad, y a veces hasta nos parece que
se queda corto. De ahí se pueden sacar muchas conclusiones, aunque hay
dos que me parecen esenciales: que el ser humano tiene hechuras
universales e intemporales —y por eso aprovecha leer a los clásicos— y
que a veces avanzamos en lo técnico y lo científico pero retrocedemos en
términos morales. Por eso el conocimiento moral es tan importante, y
hay tanto que hacer en cuanto a nuestros corazones: las babosas fauces
del odio nos acechan, y hay que vencerlas con arrojo y una inclinación
sincera y constante hacia nuestros iguales.
Postado há 4 days ago por Orlando Tambosi
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