BLOG ORLANDO TAMBOSI
Demonizada por alguns e idealizada por outros, a incerteza é inevitável no dia-a-dia. Para enfrentá-la, é preciso compreender que é parte da vida e, também, para evitar a sua romantização. Marina Pinilla para a Ethic:
Decía Immanuel Kant
que la inteligencia del hombre se puede medir por la cantidad de
incertidumbres que es capaz de soportar, pero, en una era en la que la
duda se ha convertido en la enemiga pública, ¿en qué posición nos deja
el comentario del filósofo?
Se
podría decir que los humanos tenemos una tolerancia limitada a la
incertidumbre, mediada por la forma en que esta se presenta. Así pues,
no saber lo que nos depara el futuro puede ser un interrogante
motivador, un motor de cambio o un recordatorio imperecedero de nuestra
capacidad de adaptación. Sin embargo, la duda puede suponer una tortura
psicológica.
La
sutil línea que separa ambas formas de vivir la incertidumbre puede
entenderse mejor recurriendo a ejemplos. Por un lado, la falta de
información sobre el coronavirus
que hubo a comienzos del año 2020 o la incierta situación económica de
Europa tras la guerra entre Rusia y Ucrania fueron activadores de una
ansiedad insoportable para cualquier persona de a pie, incluidas
aquellas con altos niveles de resiliencia. En cambio, experimentar una
crisis de ansiedad porque tu pareja no responde un WhatsApp mientras
está de fiesta, trabajando o comprando el pan se podría considerar una
señal de intolerancia a la incertidumbre desadaptativa.
En
el primer caso, temer el porvenir es lo natural. Se trata pues de una
forma de esperar lo mejor, pero, simultáneamente, prepararnos para lo
peor ante una inminente crisis. El problema radica en definir lo que es
una crisis, ya que entra en juego la idiosincrasia de cada ser humano:
para algunas personas, el confinamiento fue un paseo apacible, mientras
que recibir un mensaje con la frase «luego te llamo y te cuento una
cosa» es un estresor de gran magnitud. En otras palabras, hay malestares
completamente anodinos, pero eso no significa que sean menos dolorosos
para quién los vive en primera persona; sufre igual quién se ahoga en
medio del océano que quién se ahoga en la orilla del mar. Por eso, el
sufrimiento subjetivo no es un criterio válido a la hora de definir qué
incertidumbre es aliada y qué incertidumbre es enemiga.
La
clave está en la reacción que provoca la incertidumbre en nuestra
psyché o, como afirmaba Kant, la forma de exprimir nuestra inteligencia
para responder a lo desconocido. Imaginémonos pues a tres personas que
se encuentran en un contexto similar: la amenaza de recesión que hemos
vivido a lo largo del último año. La primera decide ponerse una venda en
los ojos; al no saber qué va a pasar, finge que todo sigue igual que
antes poniendo la calefacción al máximo o comprando en el supermercado
de siempre –pese a que ha subido los precios más que la competencia–. La
segunda revisa compulsivamente las redes sociales en busca de
respuestas, se cree a pies juntillas los bulos que le llegan a WhatsApp y
contagia su miedo a sus seres queridos. Finalmente, la tercera cambia
la tarifa del gas en busca de una más asequible a corto y largo plazo,
aprovecha para echar gasolina cuando ha bajado el precio y compara las
ofertas de diferentes supermercados para ahorrar un poco en la compra
semanal.
Las
tres personas han sentido en sus carnes la incertidumbre, pero la única
capaz de sobreponerse ha sido la tercera, una tarea que requiere de
esfuerzo mental y, sobre todo, de pensamiento crítico, dos capacidades
que no abundan en la sociedad.
La
responsabilidad de estas carencias es de un discurso fácil que ha
logrado demonizar la incertidumbre con la misma facilidad que la
idealiza. Bajo este paradigma, nos encontramos a personas que necesitan
saberlo todo para gozar de estabilidad mental y a personas que
romantizan situaciones inciertas con el pueril argumento de que «todo es
cuestión de actitud». Ni tanto ni tan calvo.
Siempre
nos toparemos con dudas. No puedes saber a ciencia cierta si tu pareja
se va a desenamorar de ti, si tu hijo acabará vomitando por haber bebido
de más la cuenta en una fiesta de la universidad o si tus padres
enfermarán antes de llegar a la vejez. ¿Predecir el futuro? Una utopía.
¿Aferrarte a la creencia de que algo va a salir mal para que no te pille
de sorpresa? Una agonía.
Sin
embargo, tan errado es intentar controlarlo todo, como autoconvencernos
de que debemos afrontar el porvenir con una sonrisa imperecedera. La
incertidumbre inherente a la precariedad económica, a la privatización
de los derechos humanos o a la crisis climática, por poner algunos
ejemplos, no es una «oportunidad para salir de nuestra zona de confort».
Es una oportunidad para reflexionar sobre qué va mal en el mundo,
quiénes son los verdaderos artífices y cómo les apoyamos directa o
indirectamente.
A
fin de cuentas, tenemos derecho a quejarnos cuando las dudas nos
asolan, pero, sobre todo, tenemos el deber de actuar con rigor en busca
de nuestra seguridad. De nada sirve culpar al cielo porque llueve cuando
eres tú quién ha olvidado el paraguas en casa y de nada sirve culpar a
la incertidumbre porque titubeas cuando eres tú quién se aferra a lo
malo conocido. Pero quizá ese es el verdadero problema: no somos
intolerantes a la incertidumbre, sino intolerantes al cambio.
Postado há 4 days ago por Orlando Tambosi
Nenhum comentário:
Postar um comentário