BLOG ORLANDO TAMBOSI
O "Aún aprendo", de Goya, é um referente para sobreviver às mudanças tecnológicas que transformam de forma vertiginosa nossa maneira de entender o mundo. José Manuel Sánchez Ron para El Cultural:
Entre
mis pintores favoritos, Francisco de Goya ocupa un lugar especial. Son
inolvidables muchas de sus obras –yo siento debilidad por tres: Los
fusilamientos del 3 de mayo, Perro semihundido y La condesa de
Chinchón–, pero hay una, desprovista aparentemente de la grandiosidad de
sus cuadros más famosos, el dibujo a lápiz negro y lápiz litográfico
que tituló Aún aprendo (1826), que valoro mucho. Tengo más pasado que
futuro, pero sin llegar a la decrepitud que aparenta el protagonista de
ese dibujo, me identifico con su deseo de continuar aprendiendo.
Y
es esta, y no sólo para mí sino para todos, una tarea particularmente
difícil, pues si hay algo que caracterice al mundo presente es el
cambio, pero no como en la famosa frase de El gatopardo (1958), de
Lampedusa, “para que todo siga igual”. Desde hace tiempo son los
desarrollos tecnológicos, más que los avances científicos, los que
imponen cambios sustanciales en nuestros modos de vida, a la cabeza de
ellos la Inteligencia Artificial (IA) y la Robótica.
Los
beneficios son evidentes, pero también son palpables los peligros que
conllevan para la autonomía de los humanos, para que podamos ejercer
atributos tan preciados como el libre albedrío, con independencia de las
ligaduras y oscuridades asociadas a semejante concepto. Así, nos damos
cuenta de que el reciente sistema de IA, ChatGPT, puede afectar, ¡ya
afecta!, a ámbitos tan importantes como la enseñanza, la información y
el mercado de trabajo (cada vez es más frecuente que las primeras
entrevistas de trabajo las lleven a cabo robots).
No
deja de chocar esta “delegación” de decisiones en favor de las máquinas
con un fenómeno, o tendencia, que Élisabeth Roudinesco ha estudiado en
su último libro, El Yo soberano (Debate 2023). “Desde hace unos veinte
años –escribe– se lucha menos por el progreso, y a veces, incluso, se
rechazan sus logros. Se exhiben los sufrimientos, se denuncia la ofensa,
se da rienda suelta a los afectos, señas de identidad que expresan un
afán de visibilidad, en ocasiones para expresar indignación y en otras
para reclamar el reconocimiento”.
Señala
Roudinesco que este “espíritu del tiempo” se manifiesta también en las
artes y las letras: “En la novela, más que la reconstrucción de una
realidad global, se busca una manera de contarse a sí mismo sin
distancia crítica, recurriendo a la autoficción”. A la “autoficción” o,
simplemente, a contar a los lectores su propia historia. “El mundo soy
yo”, parece la consigna literaria a la que responde una buena parte de
la literatura actual. Un mundo que, además, se centra en las
frustraciones que el autor cree haber padecido.
La
“centralidad del yo”, el deseo de construir el mundo, su pequeño mundo,
en torno a la persona, se manifiesta también en otros ámbitos. Hace
poco he sabido de un caso que tuvo lugar en 2002. Una pareja de mujeres
sordas decidió tener un hijo, pero uno que preferentemente fuera sordo
pues consideraban la sordera una “identidad cultural” no una incapacidad
que debía ser curada.
“Ser
sordo –manifestaron– es simplemente un modo de vida. Nos sentimos
plenas como personas sordas y queremos compartir los maravillosos
aspectos de nuestra comunidad de sordos –un sentimiento de pertenencia y
conectividad– con los niños”. Y para tener las mayores posibilidades de
concebir un hijo sordo buscaron un donante de esperma con cinco
generaciones de sordera en la familia. Y tuvieron éxito. Su hijo nació
sordo.
Al
conocerse la noticia abundaron las críticas, argumentando que se había
infligido conscientemente una discapacidad a su hijo. Críticas que
sorprendieron a las madres. Se trataba, obviamente, de preferir una
“identidad cultural” a una plenitud biológica. Una manifestación más,
aunque superficialmente parezca diferente, del mismo fenómeno que he
señalado antes: “El mundo soy yo” o nuestros círculos próximos.
Puede
sorprender que en la era de la globalización proliferen culturas que no
ven mucho más allá de lo propio, culturas de las que también se nutren,
aunque sea un fenómeno de mayor escala, los nacionalismos. Nos
encontramos, en definitiva, en un mundo en el que cada vez tienen más
fuerza las tecnologías de la “información inteligente” y la cultura
identitaria del “yo”.
No
debe sorprender, por consiguiente, que cambien los valores, los
“principios”, las “guías de comportamiento” que han regido en el pasado
en grupos sociales. Por supuesto que no hay nada de malo en reemplazar
valores anteriores; esto es algo que ha sucedido con frecuencia a lo
largo de la historia: la democracia, por ejemplo, como valor social
deseado tardó mucho en aparecer (se dice a veces que existía entre los
antiguos griegos, pero si existió fue para algunas clases sociales
privilegiadas). Hasta no hace mucho, es otro ejemplo, no se planteaba
con la profundidad actual la dicotomía “sexo versus género” (“no
binario”, “fluido”, queer…), en la que intervienen elementos diversos
como son “biología”, “cultura” o “derechos individuales”.
Y
en este punto quiero volver al “Aún aprendo”. Repito, los valores
predominantes en el pasado no tienen que perpetuarse, pero sí es
conveniente que los que puedan surgir o están surgiendo se conozcan y
evalúen de manera crítica frente a los previamente existentes. Y para
ello es necesario que contribuyan a ese análisis, discusión, o diálogo,
personas que se formaron en el mundo en el que esos valores tuvieron
vigencia, miembros de generaciones en su edad madura, o considerados
directamente viejos, pero que “aún se esfuerzan por aprender”.
Hace
no demasiado tiempo se acuñó el término “neorrancio”, con el que
algunos jóvenes califican a las “personas que muestran apego hacia
costumbres pasadas”, término claramente ofensivo, o cuanto menos
despectivo, cuando, de forma parecida se podría hablar de “aficionados a
la novedad por la novedad”, de la que, por cierto, participan no pocos
de los denominados influencers.
El
cambiante mundo actual, fruto de la alianza entre el desarrollo
tecnológico y la profundización de la democracia –no exenta ésta del
abuso de la herencia posmodernista de “mi razón es tan buena como la
tuya”, algo completamente falso cuando se trata de ciencia–, atañe a
jóvenes y a maduros al igual que a la senectud. Y aquí me viene a la
memoria otro de los grabados de Goya, el titulado El sueño de la razón
produce monstruos.
Postado há 2 days ago por Orlando Tambosi

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